Música y folclor

Acotaciones del libro ‘Juglares y trovadores del Caribe’ de Marina Quintero

José Atuesta Mindiola

08/05/2018 - 06:00

 

Gustavo Gutiérrez Cabello y Alfredo Gutiérrez

 

“Un día le pidieron al pianista austríaco Paul Badura Skoda una opinión de la poesía de León de Greiff, y él no dijo una palabra, se sentó en el piano y arrancó con unos hermosos acordes”. El profesor Carlos Gaviria considera que esta anécdota es una metáfora epistemológicamente impecable, y hace este interrogante: ¿Habrá alguna manera más eficaz de decir que esa poesía es música?

Retomo esta reflexión del profesor Gaviria para hacer unos comentarios del libro, “Juglares y trovadores del Caribe colombiano: trashumancia, poesía y canción”, escrito con la estética de la poesía y la sonoridad de la música, por eso se sugiere leerlo en voz alta. Su autora, Marina Quintero, profesora de la Universidad de Antioquia e investigadora cultural, se pasea por diversos foros y festivales con conferencias que son esplendores de poesía acompañadas con el donaire de su canto. En su caso es dable afirmar que, ella sí escribe como canta.

Marina abre puertas en los atajos, penetra en la espesura del bosque, y descubre que en el principio la noche pastoril era ofuscación y sueño, las espinas vulneraban la piel desnuda y el ronquido de la fiera atemorizaba el reposo, pero la luna con su epifanía alucinaba la memoria de los caminantes, y desde entonces, la poesía y la música se trenzan para cabalgar por las estaciones del tiempo. 

Ella es una amante fiel de la música vallenata.  Su infancia y adolescencia transcurrieron sobre el fondo de acordeones y poemas; los juglares despertaron sentimientos de admiración y un vivo interés de constituirse en difusora y defensora de esta expresión folclórica. Ese interés la motivó a crear (1983) el programa “Una voz y un acordeón” en la Emisora Cultural de la Universidad de Antioquia; en esa labor, conoce el trabajo investigativo del profesor Rito Llerena Villalobos y las reflexiones de otros autores, que le permiten entrar en la naturaleza y la esencia de la canción vallenata. Hace dos años creó la cátedra ‘Música de acordeón del Caribe colombiano’, que desarrolla en la misma Universidad.

Uno de los primeros encantamientos de Marina con la música vallenata fue aquel momento de su infancia en Ocaña, su tierra nativa, cuando conoció a Ismael Rudas, acordeonero nacido en Caracolicito (Cesar).  Algo similar le sucedió cuando viajó por primera vez de Valledupar a Villanueva al Festival Cuna de Acordeones en 1983, y ese día pudo ver de cerca al maestro Emiliano Zuleta en una parranda con Rafael Escalona en la casa de Juan Félix Daza. 

El libro de Marina Quintero, que pronto estará en las librerías, es una selección de textos en homenaje a la música y a la poética de la juglaría en el decurso del siglo XX; rústicos heraldos, mensajeros campestres que con versos hacen que la primavera sea una eterna ilusión en los caminos. Así eran los juglares nuestros: Francisco Moscote “Francisco el Hombre”, Eusebio Ayala, Juancito Granados, Chico Bolaños, Juan Muñoz, Guillermo Buitrago, Pacho Rada, Emiliano Zuleta, Lorenzo Morales, Alejo Durán, Abel Antonio Villa, Luis Enrique Martínez, entre otros.   

Francisco Moscote, o “Francisco el Hombre”, con su galopar errabundo, derramó en el río las primeras notas de su acordeón y en la memoria del paisaje quedó la magia sonora de sus versos. Juancito Granados, con silbo matinal de vaquería brotaron sus versos que viajaron trasnochando las flores del camino. Alejo Durán, con los estambres de la música descifra el sueño milenario de su raza y el polen de sus versos se extiende a otras latitudes. Abel Antonio, el juglar del río, deja en un lugar del camino el sudor galopante del zamarro y con elegancia de caballero conquista la ciudad con los versos de sus Cinco noches de velorio. Leandro Díaz, con vibrantes versos de aurora y melancolía, deja en los laberintos del alma ilusiones dispersas de arrebol.  Y cerca del camino a una montaña donde un sombrero cuelga en las ramas de un árbol, todavía una gota fría cristalizada en el júbilo del verso permanece en el viento y eterniza el nombre de Emiliano Zuleta. 

Guillermo Buitrago, “El Jilguero de La Nevada”, con su guitarra y su voz se eleva como el cóndor por los Andes y la cartografía de otros países de América latina. Es el primero en utilizar en una grabación la palabra ‹‹vallenato›› para referirse a un género musical, en la canción de su autoría “Toño Miranda en el Valle” (paseo vallenato). Adolfo Pacheco, con los hilos de la artesanía de San Jacinto, teje una hamaca para mecerse con metáforas en la nostalgia de su padre cuando se despide del pueblo. Rafael Campo Miranda, pinceló de amarillo el aleteo de un pájaro para que iluminara las penumbras de sus lamentos a orillas del mar. Rubén Darío Salcedo, abrazado a los recuerdos de Mi cafetal de su tío Crescencio Salcedo, con romances de guitarra y violina matiza de poesía su canto: queda hechizado por brillantes ojos verdes de una mujer en los lejanos colores del mar. En la vigilia de porros y fandangos ve a su padre galopar cual fantasma en el centro de la corraleja.

Alfredo Gutiérrez refrenda la tesis de que la música está en el contacto estético del artista con el instrumento, no en el instrumento mismo. Él es el rebelde y virtuoso del acordeón. El compositor Gustavo Gutiérrez Cabello reconoce en Alfredo uno de los impulsores de su carrera musical, justo cuando las críticas de los que desconocen la evolución del arte se ensañaron contra su estilo; Alfredo lo motivó a seguir componiendo. 

Gustavo es el precursor de la generación de nuevos poetas del canto vallenato. Entre ellos: Fredy Molina, con sus asonancias les canta a los amores furtivos en Patillal, y queda en la memoria del viento con sus Tiempos de cometa. Santander Durán, con la rebeldía épica de los cantos de añoranzas y acentos libertarios, aunque también compuso canciones de sutiles metáforas del color de la Ausencia y las Palabras del viento.  Octavio Daza, con su caligrafía de agua y de paisaje, a orillas del río Badillo dibuja en versos el arrullo de mariposas y los epígrafes de su novia en la arena. Sergio Moya, el contrabandista de amores, en su guitarra el sentimiento se vuelve canción. Rafael Manjarrez, narrador de historias de amores y de pasajes reveladores de la belleza provinciana. Fernando Meneses es la retórica de la ensoñación, con sublimes momentos de amor, y en las ventanas de la tarde el adiós de las emociones. Rosendo Romero, robó minutos a las horas para detener la juventud en el rostro de sus padres, y cambió el nido de una mirla por un gajo de luceros.

Daniel Celedón, poeta del canto social; con elegantes imágenes literarias le cantó a la piel marchita de una mujer triste y a las espumas saltarinas del río en las manos de una lavandera.  Rafael Orozco, el romántico cantor, artista de multitudes, de juveniles amores; innovador de la ternura en los sueños de conquistas. Para sus paisanos, su talento de cantante está asociado con la leyenda de la Serpiente Doroy. 

Termino con esta reflexión de Jorge Luis Borges: “Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos”. Este libro es una representación poética del idioma del Caribe colombiano, testimonio real de crónicas que exaltan las tradiciones de los juglares y trovadores en trashumancia.

 

José Atuesta Mindiola

Sobre el autor

José Atuesta Mindiola

José Atuesta Mindiola

El tinajero

José Atuesta Mindiola (Mariangola, Cesar). Poeta y profesor de biología. Ganó en el año 2003 el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y es autor de libros como “Dulce arena del musengue” (1991), “Estación de los cuerpos” (1996), “Décimas Vallenatas” (2006), “La décima es como el río” (2008) y “Sonetos Vallenatos” (2011).

Su columna “El Tinajero” aborda los capítulos más variados de la actualidad y la cultura del Cesar.

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