Música y folclor
Pastor López: el verdadero pastor de la música tropical
Lo conocí por circunstancias fortuitas en Valledupar y en pleno Festival Vallenato. Aquella vez, después de sudar la fiebre por regodearme con un gran sector de la cultura vallenata, me quedó la certeza que Pastor López era otro de los fieles representantes del imperio de Francisco el Hombre. Y lo que es más, desde entonces hasta la presente, también le quedó a la mayoría la impresión de que, más que una estrella en ascenso, teníamos por el contrario, a un extraordinario melómano integral.
Pero, ojo, no era que el cantante no estuviera ungido con la costra bendita de las artes, sino que su modestia natural revuelta con la humildad que transpiraba y su sencillo comportamiento cotidiano, lo hacían ver como a un integrante anónimo de su propio combo. Las proezas y hazañas musicales que algunas veces le tocó narrar eran dirigidas a alabar algunos de sus apreciados colegas. Para refrendar la percepción que siempre tuve sobre estos aspectos de su vida, con emotiva evocación nostálgica, reviviremos unos cuantos pasajes anecdóticos que testimonian ese talante.
Para el año 1976, en otra de las aventuras que suelo llamar juglarescas –ya lo había hecho en 1972–, me alisté con más preparación y ánimo para asistir a una nueva cita festivalera. Retumbaba todavía en la geografía costeña el eco melodioso de La Venezolana y Juancho Polo Valencia.
La emblemática Plaza Alfonso López, apostada en el corazón del Valle, era para la época el templete obligado donde se desarrollaba casi toda la programación de los concursos folclóricos. Hacia allá me dirigía una mañana de un impreciso día en compañía de un amigo, quien, de paso, era mi anfitrión en la ciudad. Nos tocó pasar por una fachada de tipo colonial. A la entrada de la construcción –luego supimos que era el renombrado Hotel Sicarare– había una veintena de caras jóvenes que murmuraban en voz baja. Uno de esos curiosos pronunció secamente el nombre de Alfredo Gutiérrez. Esa misma curiosidad hizo que simultáneamente giráramos la mirada hacia dentro y nos detuviéramos con apariencia de espontaneidad. En un salón amplio, a amanera de recepción, charlaban animadamente dos personajes. A uno de ellos no hubo necesidad de que nos esforzáramos en reconocer, era efectivamente el cantante y acordeonero, Alfredo Gutiérrez con quien ya nos habíamos topado en unas cuatro ocasiones de períodos diferentes. El otro interlocutor, a juzgar por estar vestido con la misma manga de camisa floreada, y conservar la misma melena repelente con que posó para la carátula de un L.P. que unos meses atrás tuve en mis manos, especulamos que podría tratarse del tal Pastor López. Y la pegamos, era él. Tales descubrimientos nos hicieron suponer que el hotel estaría atiborrado de músicos. Con mi amigo acordamos acechar y aguardar el momento oportuno para conocer y abordar a cualquiera de esos huéspedes, pues, el tour vallenato incluía por lo menos, estrechar la mano y saludar a cuanto artista se nos atravesara. Pero no sucedió así, parece que el resto de ellos se hubieran desvanecido. Lo que nunca imaginamos fue que, sería Pastor el único y, no un artista vallenato, quien nos deleitara en una maratónica tertulia folclórica, la primera y más entretenedora de la jornada, al romper ciertas reglas de protocolos para complacernos.
Sentados los tres en un confortable sofá del hotel por más de una hora, Pastor no solo se convirtió en un absorbente contertulio, sino que terminó alienado en un fan al igual que nosotros. Nos contó que Valledupar al igual que Barquisimeto, su ciudad natal, considerada la capital musical de Venezuela –este dato fue una primicia, ya que hasta ese día supimos su país de origen, del cual teníamos dudas– la población venera y defiende la música genuina. En las primeras de cambio noté que sabía tanto, o quizás más, de música vallenata que yo. Habló de su crucial separación, en buenos términos, del conjunto de su compatriota Nelson Henríquez. A propósito de este cantante, coincidimos que el hit, Festival Vallenato, pieza compuesta por el compositor fonsequero Luis Francisco “Geño” Mendoza (por él también nos enteramos del autor), fue la primera denuncia sonora que se hizo en defensa del vallenato y que sirvió como advertencia para que este género musical no sucumbiera al flagelo de la contaminación foránea. Otro punto que tocamos referido a esta canción protesta, aparte de su magistral interpretación fue que, sin previas intenciones, se convirtió en la propaganda mas letal y efectiva para dar a conocer a escala nacional e internacional un aire autóctono que apenas si tenía repercusiones en el ámbito regional. Esta tesis no era un secreto para nadie. El mundo empezó a preguntarse que era eso de vallenato.
Otra cosa que nos confesó, en medio de esa charla, fue que temporalmente estaba viviendo en Colombia alternando su hábitat entre las ciudades de Medellín y Barranquilla.
Aquel emotivo encuentro quiso estropearlo algunos minutos, de manera involuntaria, un moreno de afro con pinta de músico quien se sentó al lado de nosotros con una inmensa grabadora en sus manos. A todo volumen tenía sintonizada una emisora local que transmitía en vivo un programa de música vallenata. Esto nos obligó decentemente a abandonar el hotel para continuar el conversatorio sentados en un andén. No habíamos alcanzado a salir cuando se escuchó la voz golosa del locutor anunciando un paseo de los Hermanos López. Pastor, hasta el momento había mantenido un rostro hermético y, cuando nos hablaba lo hacia sin gestos y con mirada pulcra de docente. Su estilo de dicción era mover con seguridad sus labios para hablarnos. Al escuchar el nombre de Hermanos López por la radio, de repente, soltó una risita contagiosa. Ante nuestro asombro nos aclaró que, justamente, el primer conjunto con quien debutó y el primero con quien grabó lo hizo en compañía de sus hermanos, y por lógica elemental lo llamaron Los Hermanos López. Le pareció tan cómica y pintoresca esa coincidencia en aquel instante que no aguantó la risa. Mi amigo entre bromas le dijo ya que tenía tantos “parientes” López en el Valle, debería quedarse a vivir allí. De nuevo soltó una leve carcajada.
Otro dato que recuerdo de aquel primerizo acercamiento fue cuando mencionó a su colega y paisano, Víctor Piñero (q.e.p.d.), para sostener que éste fue el cantante a quien tomó en sus inicios como modelo a seguir, y fue quien le inspiró para penetrar sin temores en los ritmos tradicionales de Colombia. Y que el día que le llegara la muerte, ojalá, fuera como le tocó al “Negro” Víctor. Este había muerto repentinamente de un infarto hacía poco más de un año en Caracas, minutos después que se bajara de la tarima donde actuaba con el acompañamiento de la orquesta Los Melódicos.
El ameno tiempo compartido tuvo su nota refrescante cuando se estacionó a nuestro lado un carrito de helados de barquilla. Sin consultar con nosotros, Pastor ordenó al vendedor que nos despachara sendas raciones. Estábamos saboreándolas cuando alguien a pocos metros –debió ser del equipo de su logística–, hizo un gesto mientras señalaba su reloj de pulsera, como queriendo decir que había compromisos de por medio. Pastor ni se inmutó, pero entendimos con pesar, que debíamos dar por concluido el encuentro. Antes de la despedida nos hizo saber que, por la noche, tenía una presentación en una caseta, para mí, debió ser La Matecaña y que hiciéramos un esfuerzo por asistir.
Así lo hicimos, pero sin el esfuerzo que nos pidió. Pues nos colamos en la caseta. Lo que sí fue que, no pudimos sentarnos en la doble mesa que le asignaron a él y su agrupación. Estaba full. Aunque se notó contrariado por la situación y le sobró voluntad para acomodarnos, preferimos disfrutar la velada de pie, pero de vez en cuando nos acercábamos a su mesa a “cachetearnos” unos traguitos. Como recompensa a lo que él creyó era una incomodidad para nosotros, nos puso a festejar de contento cuando en medio de una de sus alegres canciones nos mandó un saludo a lo vallenato.
Me quedó de aquel año el recuerdo de un ser maravilloso a quien parecía no sorprenderle otra cosa que no fuera el amor que sentía por su profesión de cantautor. Tengo la creencia, además, que para esos días se afianzaba en la vida para el éxito apoyado con el bastón de la conformidad, paciencia y fe.
No lo volví a ver sino hasta una década mas tarde cuando yo vivía en Caracas, producto también de la casualidad.
Durante ese lapso, su nombre y su fama habían penetrado en el público como una pandemia, de esas que portan el virus del gusto. Luego, ese mismo público se convirtió en unos potenciales seguidores que nunca más lo abandonaron. Yo, que me movía constantemente entre Venezuela y Colombia y viceversa, fui testigo de ese pulso sostenible. Traicionera, Golpe con Golpe, Las Caleñas Por una Cerveza, Amor y Llanto, Amarga Copa, Sorbito de Champan…fueron su boleto y pasaporte a la gloria.
El Edificio Río, que hacia parte de un mediano complejo habitacional entre las esquinas Bárcenas y Río, en la zona de Quinta Crespo, del casco central de Caracas, tuvo una magia apetecible por la farándula por razones marcadas: quedaba frente a la antigua entrada del Canal 2 de televisión, Radio Caracas TV.; en los primeros pisos se encontraban las oficinas comerciales de varias agrupaciones musicales como Los Melódicos, Reynaldo Armas, Porfi Jiménez, entre otras ; y a un costado quedaba el Sindicato de Músicos del Distrito Capital. También a una cuadra a la redonda funcionaban media docena de compañías fonográficas. Pero el más poderoso imán de atracción fue, que en la planta baja del edificio una acogedora Fuente de Soda-Restaurant, llamada Tío Rico, era el lugar predilecto para merendar de actores, músicos y representantes artísticos de todos los calibres y orígenes. Mejor dicho, era el sitio ideal para las citas y ubicación de personas que pertenecían al medio farandulero.
Cualquier día de esos, a mediados de los 80, me quedé a encontrar por los alrededores de Tío Rico con el amigo y compositor costeño Julio “Río Crecido” Fontalvo. Anualmente visitaba Venezuela trayendo en su valija sus últimas creaciones que negociaba con cualquiera de las compañías disqueras. Yo vivía a cuatro cuadras de dicho edificio.
La mañana de la cita, estaba parado a la entrada del restaurante el Gitano Maracucho, “Memo” Morales, ex cantante de la Billo’s Caracas Boy, e interprete del paso-doble Ni se Compra ni se Vende, conversando con una persona. Lo saludé, al igual que lo hice con su amigo, a quien me pareció conocido. Créanme de verdad, que no lo reconocí. Bastó que ese amigo pronunciara una frase para identificarlo sin equivocación. Su hablar al igual que su canto tenían el mismo matiz melódico: era Pastor. Las dificultades para reconocerlo a primera vista eran razonables: su nuevo look, el aumento considerable su masa corporal y unas gafas oscuras para el sol. Definitivamente, su aspecto físico había dado un giro de ciento ochenta grados. Me le presenté de nuevo y, cuando apenas yo había empezado a recordarle aquella “película” de 10 años atrás en Valledupar, me interrumpió de manera sutil y él mismo fue quien terminó contando su desarrollo y su desenlace. Hasta me preguntó por el compañero de aquel día. Su cordialidad seguía inalterable. Nos invitó a Julio y a mí a pasar al restaurante para compartir un refrigerio.
Tal vez un año después de aquel primer encuentro en Caracas, saliendo yo del estacionamiento donde guardaba el carro, me encontré al legendario José María Peñaranda, el del glorioso Se Va el Caimán, La Ôpera del Mondongo y del repertorio colorado triple X. Ya era un señor septuagenario y se defendía por las calles de Caracas sin acompañante mejor que un caraqueño. Era otro de nuestros ilustres artistas que no se dejaba matar el pollo en las manos. Por lo menos una vez al año traía a Venezuela un centenar de canciones de las llamadas “doble sentido” y al “rojo vivo”, que él irónicamente llamaba “románticas para adultos” Las grababa él mismo con su grupo, o negociaba sus composiciones al mejor postor.
Era casi mediodía y estaba lloviendo, los que nos obligó buscar refugio en un café cercano, tregua que aprovechamos para departir un buen rato. Allí resolvimos, en vista que el aguacero arreciaba, que yo le daría la cola hasta el lugar de trabajo de uno de sus hijos, a quien deseaba saludar. Bajamos por la Avenida Sur 4 con dirección al distribuidor La Araña. Pasando por Tío Rico, solitario en la terraza del edificio, en posición de penitencia como quien espera a alguien, vestido con chaqueta marrón tipo safari, divisamos a Pastor. Nos estacionamos a la derecha. Su rostro, al igual que el de nosotros, se iluminó de alegría. Peñaranda y Pastor ya se conocían desde Barranquilla, pero de manera fugaz. La lluvia continuaba. Entramos al restaurante. Pedimos tres raciones de sándwiches y jugos. Ocasión propicia para que Peñaranda, quien no tenía pelos en la garganta y muchos menos complejos escénicos, desenvainó media docena de sus “cantos románticos”, a pedido de Pastor. Empezó con Debajo de la Cama hay Gente y terminó con Empújala que está sin Tranca. Cada estocada de Peña generaba que una sola mirada se volcara a nuestra mesa del resto de comensales. No pude entender si lo hacían por Peña o por Pastor, quien festejaba cada “cuenta-canto” de aquel con una contagiosa carcajada. Nunca vi a Pastor reírse con tanta sabrosura que la vez aquella. Patento en aquella sesión para nosotros, su perenne buen humor.
Al cabo de una hora aproximada salimos los tres del restaurante. Pastor tenía premura por retirar unos boletos aéreos en un centro comercial del oeste, ya que tenía pautada una grabación en el Canal 2 para las cinco de la tarde. En vista que un emisario que esperaba no se había hecho presente, insistí en llevarlo al igual que Peña. Había disminuido un poco la lluvia. En Caracas las lluvias originan una anarquía completa en el tránsito por el embotellamiento y, es difícil conseguir un taxi. Al final, aceptó que lo acompañara. Además, Peñaranda iba por la misma vía.
Primero dejé a Peñaranda y luego a él. Lo esperé un buen rato a que cumpliera con su diligencia; lo recogí y regresamos sin novedad, justo a tiempo, al lugar donde partimos. Entramos de nuevo a Tío Rico, a tomarnos un café, eran como las 4 de la tarde. Salimos con la intención de despedirnos. Traté de prender el carro, y nada. Tenía un problema eléctrico menor, pero que llevó solucionarlo casi una hora, tiempo en el cual Pastor no se movió ni un instante de mi lado hasta que no logré prender el carro.
Es indescifrable la sensación que se siente cuando se ha tenido un día, a pesar del mal tiempo, repleto de encantos y emociones que transmiten la compañía de esos personajes que aman lo que uno ama, y sienten lo mismo que uno siente. Y que no se muestren inalcanzables, sino que se hacen tan terrenales que parecen un miembro normal de nuestra familia.
Recuerdo que el día de la cola me dijo en el camino que le gustaría algún día grabar un disco de puro vallenato clásico y, a manera de amenaza en sus propósitos, me cantó una estrofa del Cantor de Fonseca.
Del resto de los años 80, unas tres veces lo volví tropezar en el mismo escenario con el mismo ambiente. Nada trascendental para anotar que no sea para describir su misma actitud, su mismo temperamento, la misma decencia y el mismo trato.
Comenzando 1990, fecha que sostengo con propiedad, por ser el año en que me grabó un par de composiciones en el álbum Con Calor Tropical, fue donde la relación de amistad cobró una nueva fase.
Estuve compartiendo apartamento por casi 8 años con el prestigioso músico antioqueño, Augusto Zapata, hermano del famoso organista Francisco “Pacho” Zapata. Había llegado a mediados de los 70s. a Caracas contratado como pianista y arreglista por Renato Capriles, dueño y director de Los Melódicos para una segunda orquesta que este había recién fundada, Los Ideales. El maestro Zapata venía con buenos pergaminos de Discos Fuentes, donde trabajó por varios años como arreglista de planta, en la época dorada de Rodolfo, Los Hispanos, Blackstar y Los Graduados quienes pertenecían a la nómina de la disquera colombiana.
Un día de ese año, el maestro me dijo que Pastor andaba por Caracas y había quedado a encontrarse con él en las oficinas del Grupo Velvet, sello disquero del cubano José Pagè con quien Pastor había celebrado contrato. La sede de esa compañía quedaba justo, al lado del Canal 2. Hasta allá fuimos y allí lo encontramos. El maestro Zapata y Pastor no solo se conocían desde Colombia, sino que ya éste le había grabado el éxito Amarga Copa.
Terminamos los tres en el apartamento que yo tenía en alquiler, debido a un problema doméstico. En la residencia donde se hospedaba Pastor se había ido el agua, nosotros le ofrecimos el nuestro para que se bañara.
Zapata de un apetito voraz, lo reflejaban los 130 Kilos que cargaba encima, quiso sorprendernos con una culinaria estrambótica: prepararnos un almuerzo a base de bofe. Bautizó el menú como “bofe al descuido”. Para ello puso a cocinar dos kilos de bofe con otro tanto de vitualla. Cuando vimos que un solo espumero cubría hasta el techo de la cocina, Pastor sonriendo, salió a la defensiva:
–¡Qué va maestro! A ese menú exótico no me le mido yo…
Ni el maestro fue capaz de comérselo. Yo enmendé la contingencia, a pesar de la negativa de Pastor, quien nos había invitado a comer afuera, preparando varios sándwiches de jamón con queso, merienda predilecta de este. Comimos, luego Zapata y Pastor ensayaron un par de canciones en la habitación del maestro que también le servía de estudio musical. Al rato, Pastor se recostó en el sofá que quedaba en la sala y juntos nos vacilamos una serie colombiana. No recuerdo si era Música Maestro o Caballo Viejo. Como las 3 de la tarde alguien de su equipo de trabajo vino a recogerlo al apartamento.
Pastor no se enteró sino hasta aquella vez del aguacero cuando le di la cola, que yo le garrapateaba también a la composición. El día de la visita de Pastor al apartamento, el maestro Zapata, como siempre, abriendo espacios solidarios de promoción, me dijo delante de aquel, porque no le cantaba algunas de esas composiciones, sobretodo, las que tenían que ver con cumbias o paseítos. Con su acompañamiento en el piano, así lo hice. Pastor, aparentemente quedó satisfecho, pero fue honrado: dijo que el visto bueno y la escogencia del repertorio para grabación lo daba la dirección artística de Velvet en común acuerdo con él. Llevé como a los 2 días después a la disquera cuatro temas en un casete, tal como me lo pidió. Hasta unos 3 meses más tarde, cuando me llamaron de la editora de Velvet, fue que me enteré que Pastor me había grabado la cumbia Tempestad y el paseíto La Loba. A finales de 1991 me grabó la tercera composición, La Actriz, en el LP titulado La Gran Bailanta.
En esos primeros años de los 90, quizás por esta intempestiva relación musical, se dio una docena de encuentros y compartidas en Caracas, que fueron suficientes para estrechar buenos lazos y, para entender y monitorear el alma noble y sincero de un artista que la fama solo era para él un vestido ordinario que se lo ponía solo cuando se acordaba de el.
Alfredo el “Pollo” Gil, primera trompeta de su conjunto y su arreglista por media vida, nos decía con carácter de confidencia que, de tantos músicos con los que le tocó compartir o trabajar a lo largo y ancho de su vida, nunca se consiguió con alguien tan dócil, receptivo, generoso y que valorara las virtudes y los sentimientos del músico, que Pastor.
–Mientras tenga a Pastor como patrón –decía. Con él tendría mi último trabajo.
El mismo maestro Zapata, refiriéndose al cantante, sostenía que lidiar y trabajar con Pastor era como tener a dos personas enfrente: un alumno aplicado y a la vez a un artista buscando trabajo.
Nunca lo vi alterado ni indispuesto, era un todoterreno –recalcaba el maestro.
Muchos amigos me han dicho que si la manía de forrarse medio cuerpo en oro no era inexplicablemente una paradoja a la sencillez que de él proclamábamos como atributo. Yo de plano les digo que nò es contradictorio y mucho menos una ostentación. El argumento mío para desbaratar esa duda fue el mismo que tomé de él y que me pareció lleno de sinceridad.
Todo comenzó por cristalizar un capricho juvenil que después mutó en amuleto. En sus primeros trampolines como cantante, un paisano, además colega suyo, lo “chalequeó”-mofó- por portar un anillo de fantasía en una de sus presentaciones.
Cuando dispuso de los medios económicos necesarios, se compró uno de oro con motivos ancestrales, luego otro y después otro. Era una manera de darle una lección ejemplarizante al qué dirán. Luego vinieron las cadenas en su cuello. Muchas de estas prendas eran modelos tipo Chibcha o de indígenas de su región natal, Estado Lara notó que entre más oro usaba las cosas como que marchaban mejor y el éxito escalaba día tras día. Casi todo el mundo como que tiene algo de supersticioso. Como buen creyente caribeño y defensor de sus costumbres étnicas, Pastor López atribuyó poderes mágicos a las joyas. Según él, éstas resguardaban su voz y su vida. Pero aseguraba que en cada evento y presentación primero invocaba el nombre Dios y de su patrona La Virgen de la Divina Pastora. Lo que muchos no saben es que esos buenos gramos de oro solo los usaba en presentaciones especiales y para posar en las portadas de discos o revistas. Como transeúnte común, prescindía de ellas.
Pocos meses antes de mudarme para Valencia en el año 1996, me enteré por intermedio de su manager, que el día que regresó de una larga gira por los Estados Unidos, una banda de delincuentes lo sometieron entrando a su casa en las afueras e Maracaibo y le llevaron todas sus prendas y una buena cantidad de dólares.
–Se llevaron un tesoro –dijo esa vez sin resentimiento–. Por poco no se llevaron mi vida. Mis antepasados me salvaron –repuso.
Entre amigos, y por iniciativa propia, poco a poco fue reponiendo su cofre.
En el año 2009 fue la última vez que lo vi en persona. Y fue precisamente en Valencia. Por la radio me enteré que lo anunciaban par una presentación un fin de semana en un reconocido club de la ciudad.
Allí estuve. Me le presenté con un par de detalles, de esos artículos que yo vendía en mi pequeño negocio. A continuación, un abrazo, luego una bienvenida, despuès unos tragos, comida y una buena despedida.
Esta vez fue a él quien le tocó darme la cola para mi casa como a las 4 de la mañana en el mismo taxi que lo llevaba directo al aeropuerto. Ese mismo día viajaba para Colombia y de ahí para Ecuador. Pero como cosa rara en mí, ese mismo día boté los números de contactos y más nunca la Divina Providencia me brindó de nuevo la ocasión ni siquiera para llamarlo. Creo que de esos descuidos el culpable es mi apatía congénita que me impide ir detrás de los escondites. Sin embargo, no impidieron que yo estuviera al tanto por los medios de comunicación y amigos de sus movimientos, y me deleitara al igual que él de sus triunfos, así como afligirme también por las fatalidades que socavaron su salud en los últimos años.
Ese otro viernes negro, cuando las redes sociales de manera masiva dieron como verídico el parte médico donde anunciaban su deceso, una camándula de pensamientos bombardeó mi mente. Atascado en su imagen, el recuerdo vino a suplantar el alivio.
Se fue el “Indio” Pastor, el más colombiano de los venezolanos. La historia musical de Colombia ha perdido a uno de sus más encumbrados exponentes. ¡Qué vamos hacer! O sí vamos hacer: recordarlo como el amigo que un día nos enseñó que detrás de un gran artista hay también un alma pura y buena.
Alfonso Osorio Simahán
Sobre el autor
Alfonso Osorio Simahán
Memorias de Berrequeque
Abogado en ejercicio, profesión que alterna con la de gestor cultural. Folclorista a tiempo completo y compositor de aires autóctonos del Caribe.
2 Comentarios
Excelente artículo y muy bellas anécdotas. Los de mí generación nos hubiese dado el gusto de haberlo visto en algún concierto, pero ahora nuestra tarea es otro y es cómo usted muy bien dice, recordarlo. Saludos desde La Arenosa!
Excelente artículo pariente. Bendiciones
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