Música y folclor
Guitarras a media noche
Les parecerá extraño que, en un pueblo como el mío, donde la tradición musical y dancística era y sigue siendo la Tambora, hubiera un trío de guitarras que alegraba la bohemia pueblerina. Pues, sí, en este pueblo del Caribe colombiano había un trío que nos deleitaba con boleros, tangos, rancheras y la música de Buitraguito, ese cienaguero al que le debemos la popularización de la música de acordeón que hoy llaman vallenato.
Este trío no tocaba por encargo, es decir, nunca cobraba por su arte, lo hacía porque sí, porque les gustaba, porque amaban lo que hacían, porque vivían su música y la gozaban tocando sus instrumentos y deleitando sus amigos en las parrandas, parrandas que generalmente se hacían en la casa paterna del trío, porque el trío estaba conformado por tres hermanos de apellido Pantoja. Él le llamábamos Manolo, quien, trabajando en los ferrocarriles, conoció a Paco, un español que tocaba la guitarra como los dioses y que le enseñó con lujo de detalles el manejo de éste instrumento, el otro era Agustín, trabajador de Correos Nacionales, tenía una voz apropiada para el canto; el menor era Efraín, profesor de la básica primaria de mi pueblo.
Olvidaba comentarles que el padre de estos músicos era don Eudoro Pantoja, un carpintero habilidoso que aprendió por sí mismo a fabricar guitarras y requintos, los que solo hacía para sus hijos, utilizando su propio ingenio y sus propias herramientas. Dicen los que saben, que la sonoridad de estos instrumentos era digna de admirar, máxime cuando don Eudoro no sabía tocar dicho instrumento, pero cuentan que era un maestro en la afinación.
El placer de los que alcanzamos a parrandear en casa de Los Pantoja era escuchar la música de Buitrago y los clásicos de Bovea, además de arreglos especiales de la música vallenata del momento, y en cualquier momento de la parranda pasaban a tocar rancheras de la cual Agustín era un cantante avezado. Mientras se servía el trago, Agustín tomaba la palabra y comenzaba a contar anécdotas de personajes de mi pueblo, con una gracia que solo la oralidad permite a algunas personas, los asistentes reíamos a mandíbula batiente, cada una de sus anécdotas y ocurrencias, después de lo cual iniciaba una tanda de boleros o de tangos, los que también cantaba con maestría.
Muerto Manolo, se integró al grupo un ex militar medio loco llamado Ignacio, el que tartamudeaba al hablar, pero cuando cantaba lo hacía con fluidez, con él, Los Pantoja involucraron las baladas a sus parrandas, pues éste, era un admirador de Nino Bravo, Palito Ortega, Leo Dan y otros baladistas de moda en esa época. Olvidaba mencionar que a este trío se sumaban espontáneos que tocaban la caja y un cajón de madera cerrado, con una abertura donde unos sunchos servían de teclas a la que llamaban marímbula.
Era grato escuchar las canciones desgajadas con la voz de Agustín y los repiques de ese requinto manejado magistralmente por Efraín, mientras transcurrían las horas de la noche sin tener conciencia del tiempo, entre canciones y canciones datos del autor, nacionalidad y otros comentarios de Agustín con su mente prodigiosa capaz de recordar, fechas, olores, colores, modas, personajes y dichos, los que uno podía corroborar con otras fuentes y de seguro eran veraces. Una de las facetas destacadas de Agustín, aparte de cantar y saberse un mundo de boleros, rancheras, tangos y vallenatos con que nutría su repertorio, tenía además un amplio número de historias, anécdotas y dichos que exponía en el ínterin entre canto y canto.
Algunos de sus dichos, nos hacían reír a carcajadas, como la vez que alguien hizo el comentario de que una señora había demandado por calumnia a un paisano nuestro, por haber dicho que ella tenía amante. El amigo contaba que, cuando fue interrogado por el juez, el paisano corroboró el hecho, diciendo: “Fue que yo lo vi”. En este punto, Agustín suelta el dicho que todavía se utiliza en Tamalameque: “No hay nada más peligroso que “un yo lo vi” en un juzgado.
Recuerdo que estábamos parrandeando y como a la una de la tarde paramos la música para pasar a manteles y degustar un sancocho de gallina criolla; después de almorzar, Agustín miró hacia afuera, vio la calle desolada y al pueblo sumido en la modorra del medio día, bajo el sol canicular que convertía el pavimento en reverbero y expresó: «Esta es la hora en que la cotorra no come maíz ni la marimonda le da a mamar su hijo».
Diógenes Armando Pino Ávila
@Tagoto
Sobre el autor
Diógenes Armando Pino Ávila
Caletreando
Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).
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