Música y folclor

Pa la Matecaña nos fuimos: anécdotas de juglarías (Parte I)

Alfonso Osorio Simahán

28/05/2020 - 04:40

 

Pa la Matecaña nos fuimos: anécdotas de juglarías (Parte I)
Plaza de la iglesia de Sincé (departamento de Sucre)

No hay discusión: los mágicos encantamientos que envuelve la música, fueron los que marcaron los pasos firmes de mis travesuras infantiles y adolescentes. Ello me llevaron a emprender con los impulsos de la edad eso que yo prefiero llamar aventuras de juglaría.

Para los primeros días del mes de enero de 1968, una pertinaz promoción radial sirvió de cebo para conquistar lo que a la postre sería la primera de esas hazañas domésticas.

Una, o tal vez varias emisoras regionales, anunciaban para esos días, a nombre de la Caseta Matecaña, un espectáculo de ensueño: se trataba de la presentación de la afamada agrupación Los Corraleros de Majagual -mi añorado conjunto- para las fiestas en corralejas del 20 de enero en Sincelejo. Y como complemento a la atracción del evento, los no menos despreciables, Melódicos de Venezuela y, Los Graduados del “loco” Gustavo Quintero de Medellín. La cuña comercial de un estilo altisonante, finalizaba con un eslogan barroco: “Si te invitan a Matecaña, cógele la caña, y remataba con el grito de guerra de los Corraleros, ¡Nos fuimos! Y vaya con que disciplina y credo agarramos la caña y nos fuimos.

Todo surgió de manera casual, y el templo donde se terminó de fraguar la memorable correría, no pudo ser más refrescante y oportuno.

De los cuatro kioscos de ventas apostados en el ala norte de la plaza Bolívar de San Luis de Sincé, todos eran explotados en el ramo de la fresquería. Los jugos de frutas tropicales eran la especialidad. El propietario y regente de uno de aquellos kioscos -el de mejor diseño y estructura-, era Anselmo Doria. En su rutinario oficio, en ciertas ocasiones lo relevaba su bisoño hijo, Eduardo, reconocido en la comarca, ayer y hoy, como el Chacal. Apodo que floreció mientras estudiaba en el Colegio Santo Tomás de Aquino del afamado docente, don Luis Gabriel Mesa. Eduardo, dentro de sus arrebatos temperamentales, por una tontería, se había trenzado a puños con uno de sus compañeros de clases. Pero esa vez le tocó la peor parte. Al día siguiente de la riña, con la malicia del vengador ofendido, le sacó la punta a un lápiz lo más que pudo. Un alumno que lo observó en esa inusual faena, le preguntó el propósito. Sin levantar la mirada le respondió que era para tatuarle a un compañero el croquis del pozo Amores Nuevo. En un descuido y en pleno salón, se lo clavó a su inocente adversario en uno de sus muslos. Formulada la consabida queja, don Luis, de inmediato se apersonó al salón de los hechos. Después de citarlo a la rectoría para la ración de reglazos reglamentarios, éste, confesó estar doblemente indignado, porque esa malévola acción había pasado, justamente, en una de las clases de Civismo y urbanidad.

Con el refinado y demoledor verbo que utilizaba, tanto para para el insulto como para las complacencias, sin perder la compostura, con voz de trueno para que todo el mundo oyera y dirigiéndose a Eduardo, lo espetó: “…tienes instintos criminales y alma de Chacal…”. No había llegado la hora del recreo, cuando todo el colegio en un solo coro ya lo había rebautizado. Más nadie en el pueblo lo volvió a llamar por su verdadero nombre.

El detalle es que, una de aquellas tardes, merodeando por la zona kiosquera -no era mi costumbre en ese horario- sentí un impulso extraño que me acercó al kiosco de Anselmo. Lo hice con cierto recelo, pues, apenas unos días atrás, el Chacal, apelando a su mal genio, amenazó con clavarme un punzón en una de mis manos, solo por haber agarrado a un trocito de hielo picado, de esos que solían tener almacenado en un recipiente que sobresalía al exterior del kiosco por uno de sus ventanales. Pero esta vez, su comportamiento fue distinto- más adelante sabría los motivos de su cambio-. No sólo me hizo pasar al interior del kiosco, donde me recibió con medio vaso con hielo, sino que de ñapa me regaló un guineo, para que ajustara.

Mientras todo esto sucedía; parado en uno de los laterales del kiosco se encontraba degustando un fresco doriano -así le llamaban a los jugos expendidos por Anselmo-, Jaime Romero. Jaime y yo, pertenecíamos a la misma camada, vivíamos por el mismo sector, pero no éramos amigos. Era parco al hablar, de finos modales, y denotaba para su edad, una impredecible seriedad. La misma relación de amistad la tenía yo con el Chacal, apenas si habíamos intercambiado a lo largo de todos esos años un par de saludos. En un santiamén, no sé cómo, terminamos los tres platicando adentro del kiosko, donde el estrecho espacio apenas daba para moverse una sola persona. Hoy, imposible precisar de qué hablábamos. Lo real es que, el rumbo de la conversación quedó neutralizado de cuajo, cuando de un aparato de radio portátil, que el dueño de uno de los kioscos aledaños tenía encendido, retumbó la susodicha propaganda de la Matecaña. Finalizada ésta, colocaron la canción Tres Puntá de los Corraleros. El Chacal, en un acto de pícaro oportunismo, ripostó:

-De que te agarro la caña te la agarro. Todos los caminos conducen a Sincelejo -sentenció.

Jaime no festejó la ocurrencia como gracia, sino que asimiló aquella salida jocosa como una potencial propuesta, que éste, involuntariamente lanzaba al aire como para que se llevara a cabo. Yo que, para entonces, estaba cambiando la voz, me abstuve de pronunciar una sola palabra, solo asenté con la cabeza. Lo que no supieron en esos momentos fue que la sola sensación de ir a Sincelejo, era una brasa de emociones que quemaba mi interior. Jaime, después de una ligera pausa confirmó que estudiaba en Sincelejo donde se desenvolvía como pez en el agua y, que eso nos daría una gran ventaja a la hora de ultimar detalles precisos en caso que cuajara nuestra ida. Por último, una vez que presintió de que estábamos de acuerdo con su plan, con acento pedagógico, sugirió que cada quien consiguiera los recursos para la logística. Así, tal como recomendó, empezamos hacer.

Mi madrina de bautismo, Carmen Isabel Ramírez, quien además es mi prima, todos los años para los aguinaldos del niño Dios se hacía sentir con novedosos juguetes. Pero el último diciembre no lo hizo como de costumbre, sino que se presentó para el 6 de enero, día de los Reyes, trayéndome como regalo unos buenos pesitos. Para madrina, mujer pragmática e inteligente, era razonable y sensata esa actitud. Yo acababa de cumplir 13 años y consideró que ya a no estábamos como para juguetes. Los guardé celosamente porque quería ir reuniéndolos para más adelante comprar un balón. Pero ni balón ni bolita.

No sólo terminé disponiendo de aquellos ahorritos, sino que en vista que no me parecieron suficientes para la aventura, me propuse asaltar la caletica de los viejos. Detrás de un horcón esquinero, y en el entrecruce de dos paredes de la casa, que para la ocasión se utilizaba como alcancía, allí encontré un par de billetes mojosos con unas cuantas monedas oxidadas; pero que sirvieron para ajustar el bendito presupuesto.

El día 19 de enero, tal como lo habíamos acordado previamente, nos reunimos en horas de la noche en la plaza para darle el toque final a los preparativos. Cada uno expusimos los pormenores de los logros. La exposición de motivos del Chacal, que me pareció de un sello muy personal, la transcribo textualmente en una sola frase: “Bueno, ya yo tengo encocado, el fruto del fresco”, se refería a la plata que había recortado con mañas, producto de las ventas del kiosco. Jaime, sin ruborizarse, igualmente –aunque no lo tengo bien precisado- admitió que no le quedó otra que llevarse por delante unos discos de uno de sus hermanos, y precisamente, no era para escucharlos. Con este último balance financiero, todo indicaba que estábamos a tono. Solo era cuestión de planear el despegue sin que lo notaran, al menos, a lo que a mí me competía.

El sábado 20 de enero, día glorioso para los sincelejanos y del anunciado baile, en horas de la tarde se dio la partida. Traté por todos los medios que mis movimientos, no crearan sospechas. Metí con el mayor de los sigilos la muda de ropa y los zapatos que iba a utilizar para el baile en una bolsa ordinaria, por si acaso alguno de mis hermanos me pillaba. El calendario, esta vez, fue mi cómplice. Mi padre a esa hora no fallaba a su ritual jornada sabatina de dominó donde su compadre y primo, Arturo de la Ossa. Ahora era cuestión de esperar a que mi mamá saliera, como siempre lo hacía por ahí cerca a diligenciar algo, para el escape. Más temprano que tarde se dio. La ropa me la cambié donde tío Luis, que era como mi otra casa alternativa. Mi primo, Migue, me guardó la ropa sucia, así como el secreto del viaje.

Llegamos a Sincelejo como a las 6 de la tarde. Los alrededores de El Parque Santander estaban atiborrados de transeúntes y vendedores ambulantes. Jaime nos sugirió que permaneciéramos sentados en el Parque, mientras iba a coordinar lo referente a nuestras parejas y otros asuntos para que el baile no resultara enclenque. Dijo que no tardaría más de una hora. Hoy, creo, que debió salir fue por los lados de la pensión donde vivía.

Ya habían transcurridos casi dos horas desde que Jaime se había ausentado, y nada que aparecía. El Chacal y yo estábamos al borde de quebrar la paciencia, cuando por una de las esquinas de la plaza, con sonrisa reprimida, asomó Jaime acompañado por las 3 joyas de la corona.

Cuando los vi aproximarse, rogué para que no me fuera a tocar la cojita; no tengo prejuicios por los designios naturales, pero es que, además, era tan flaquita, que parecía un silbido de culebra. La segunda, era una trigueña rellenita, rostro agradable, pero con un centímetro menos de estatura hubiera calificado al fenotipo de enana. La otra era blanca, simpática, pero con una barriga pronunciada. Pero eso sí, reconociendo que las tres eran adorables y alegres. Lo que lo que les hacía falta era un gran escenario para desbocar la diversión. El trío, con facciones de quinceañeras en el ocaso, vestían muy coquetas.

Salimos caminando los seis para nuestro objetivo; al menos, íbamos cargados de fulgurantes deseos. Aclaro que esta vez como sucedieron las cosas, no hubo eso que llaman química, ni empatía, ni mucho menos aquello que dicen “al que le van a dar le guardan”. Yo lo atribuyo entre otras cosas, a dones de la Divina Providencia. Mientras charlábamos distraídos, sobre la marcha se fueron acotejando los emparejamientos de una manera tan misteriosa y espontánea, que antes de llegar a la caseta, sin resistencia y vacilación, ya había tres parejas, como si se conocieran de meses, entrelazadas de manos. Al Chacal le tocó la cojita, a Jaime la gorda y a mí la enanita. Cuánto lamento de no haberse cruzado un fotógrafo por la vía aquella noche, para ilustrar como estampa para la posteridad aquel pintoresco sexteto. Yo, con la enanita agarrada de la mano, me sentía como el padre que lleva a su hijita a un parque de diversiones.

La caseta estaba de bote en bote. La primera impresión que me dio al explorar aquel ambiente de feria fue que, si no hubiese sido por los variados y llamativos uniformes del cuerpo de músicos, y las finas prendas de vestir del público, juraba que me encontraba en una cantina gigantesca de pueblo. No esperamos a que nos atendieran los mesoneros. Nosotros mismos fuimos a buscar en uno de los rincones de la caseta, unas sillas y mesas destartaladas de madera, de esas de modelo plegables que tenían por allá arrumadas. La idea mía era instalarnos lo más cerca a la tarima. Lo logramos en un metraje reducido que, de casualidad, quedada, a pesar de la reticencia de varios asistentes y los meseros. Para el obligatorio consumo pedimos una panchita de aguardiente.

Estaba todavía el fogoso animador del evento extasiando al público presente con su verborrea excitante, cuando ya el Chacal se había tomado la pista de baile con la cojita. Sentí una extraña compasión con la pobre. Pero no por el hecho de su natural discapacidad, sino por la noche bárbara que le esperaba.

El Chacal, unos 5 años mayor que yo que tenía la misma edad de Jaime, en el pueblo forjó con pases de maromero y resistencia de mulo, la fama bien ganada de bailador compulsivo, cuyos méritos anecdóticos todavía son alabados. No era para menos, lo invitaran o lo no invitaran; no había reunión familiar, tómbolas, verbenas, cumpleaños, fiestas programadas, casetas… en que el Chacal no inaugurara y clausurara a punta de contoneos originales, el baile. Y lo que lo hacía más auténtico era que, bailaba desde el Himno Nacional hasta las fanfarrias utilizadas para anunciar el final de cada set musical. El Arquitecto del Folclor, Faustino de la Ossa, me contaba que en una ocasión arruinó una fiesta de quinceañera, al ser el primero en salir a bailar el vals “El Danubio Azul”, que para colmo, lo hizo a ritmo de cumbia.

En aquellos tiempos estuvieron de moda unas camisas de colores vivos para caballeros, que las llamaron sicodélicas. Resplandecían como un espejo cuando eran expuestas a los rayos del sol. Bastaba que cualquier día de la semana el Chacal se pusiera una de las dos que tenía, para que todo el mundo se enterara que ese día había un baile a la fija en alguna parte. Si querían saber el sitio, no más era seguirle la trilla.

En razón de esas virtudes acumuladas del Chacal, era que yo presagiaba que   la cojita esa noche, con clamor, iba a pedir tregua. Pero cuán equivocado estaba yo de esa percepción.

Entusiasmado por los primeros aguardientes, me sobraron los ánimos como para a sacar a bailar a mi muñequita de torta, aunque corriera el riesgo para que me tildaran de titiritero. La primera pieza fue, Así Fue Que Empezaron Papá y Mamá, cuando el turno le tocó a Los Graduados. Estábamos afinando el paso, cuando me llevé una de las grandes sorpresas de la noche. Por mi lado, como conejo perseguido, pasó la cojita y detrás de ella, el Chacal, jadeante y sudoroso. Verla en esos malabarismos graciosos, nada hacía suponer que la tal cojita padecía de alguna anormalidad. Lo contrario, más bien, los movimientos estéticos de sus piernas, su ritmo acompasado y perfectos eran de sublime belleza; y para complemento, demostró que poseía un despliegue físico de maratonista. Fue entonces cuando me di cuenta, que el que iba a pedir cacao aquella noche, era el Chacal.

Entre las pocas piezas que bailé recuerdo a: Que Gente Averigua de Los Melódicos y Los Sabanales de Los Corraleros. El resto lo pasé parado a un costado de la tarima; embelesado, saboreando y digiriendo cada tema que interpretaban. Mi parejita no solo entendió mi apasionada actitud, sino que me ayudó a sobrellevar las emociones con su presencia a mi lado. Comprobé más tarde su sumisión y buen gusto por la música tropical, y hasta me acompañó en uno de esos recesos, cuándo me acerqué a saludar mí ídolo de aquel entonces, Calixto Ochoa. Jaime acaramelado con su pareja, de vez en cuando bailaba, y otras veces se sentía fascinado con el sonido en vivo. Ese día demostró afecto tanto para la mamadera de gallo, como por el trago.

La primera contingencia de la noche llegó con la primera pilatuna. Iba a ser nomás la medianoche, cuando nos percatamos que el segundo servicio que habíamos pedido, apenas alcanzaba para una nueva ronda; y lo peor, no había más billete para comprar otra panchita. Otra cosa, las amiguitas habían resultado muy buenas contrincantes con el aguardiente. Pero al fondo de la caseta estaba la solución. Solo era cuestión de atrevimiento.

Muy cerca, donde estaban depositados los bloques de hielo, divisé la mesa de una pareja que tenía una piponcita de aguardiente recién comenzada. Yo había notado que salían a bailar tanda por medio. Le pedí al Chacal, que, por favor, sacrificara siquiera media pieza de baile, para el momento que yo le indicara. Utilizaríamos como pretexto ir a surtirnos de hielo. Luego, le propuse, que disimuladamente tropezara dicha mesa, con el fin que la botella cayera al piso y, que arrancara enseguida, que yo me encargaría del resto. Con habilidad de bailarín, lo hizo y resultó. Lo que me costó algo de trabajo fue encontrar la botella que se hundió hasta el fondo en una montaña de aserrín revuelta con cascarilla de arroz, materia que utilizaban para preservar el hielo. Jaime nos censuró la treta, pero fue el primero que se lanzó un trago de la víctima.

Iban a ser las 4 de la mañana, cuando, como diría el Negro Alejo, en aquellos buenos tiempos que promulgaba su rico evangelio musical: “…se acabó la fiesta, se acabó la fiesta… se acabó la fiesta quedaron llorando...”.

Pero nosotros no salimos llorando, sino doblemente entonados: por los estragos del ron y por la canción La Burrita de los Corraleros que en un solo coro y abrazados cantábamos por todas las calles adyacentes. La primera misión que nos propusimos era llevar a nuestras parejas a sus respectivas casas, las cuales no quedaban muy distantes la una de las otras. Cada pareja se mostró complacidas, agradecidas y esperanzadas de una nueva oportunidad. La mía, como honrando su estatura me regalo una cajita en miniatura de Chiclets Adams, para que cada vez que tuviera la oportunidad de masticar algunos, me acordara de ella.

De nuevo encallamos en el Parque Santander, nuestro centro de acopio, a esperar que amaneciera para preparar el retorno. Sus instalaciones estaban ocupadas en un tercio a esa hora, la mayoría por jóvenes trasnochados.

Ya relajados, haciendo un balance cualitativo de los resultados, coincidimos, que este no podía ser más generoso y gratificante. Ahora, cuantitativamente, había un lunar. Era que Jaime y yo, no teníamos ni un centavo en los bolsillos para los pasajes de regreso, y el Chacal estaba fallo. Discutimos varias opciones, pero ya habría tiempo de inventar otra acción de supervivencia.  

De todas maneras, estábamos a punto a punto de coronar una jornada esplendorosa en emociones, cuando una broma con pretensiones folclóricas se tornó en una pilatuna siniestra.

No recuerdo quien fue el de la idea, pero provechando que el Chacal se había quedado dormido en una de las bancas del parque, resolvimos quitarle los zapatos para escondérselos, con el único propósito de evaluarle su genio para cuando despertase. En un recodo de la entrada de un almacén, frente a la Plaza, donde los pudiéramos ver, los escondimos, cubriéndolos con un pedazo de cartón. Despierto el Chacal y conseguido nuestros objetivos, salimos a buscar los zapatos. Al principio pensamos que nos habíamos equivocado de sitio, buscamos en otro…y nada. Parece que, en una espabilada, alguien, que fue más tremendo que nosotros, había cargado con ellos. Ahora, el problema que se nos venía encima no era tanto el cargo de conciencia, sino la lengua del Chacal. Le dimos las explicaciones exactas de nuestra conducta, pero nada lo calmaba. En una de esas escenas de histeria, combinada con despecho, se paró en una banca y a todo pulmón gritó- todos los de la plaza se enteraron- que lo más que le dolía eran las dos horas que se había gastado embetunando los zapatos, y lo fiel que se habían portado en la caseta. Una vez que cesó el lloriqueo, le prometimos que pasara lo que pasara le íbamos a comprar unos igualitos.

Jaime decidió a última hora quedarse en Sincelejo porque no quería pasar pena, y para solventar otros supuestos asuntos. Bajamos para al transporte que quedaba a unas dos cuadras de la Plaza. En el carro que estaba de turno, sólo quedaba una sola plaza disponible. Era un Jeep Willis extra largo; pero el chofer viendo nuestros rostros de ansiedad, nos hizo una oferta con su advertencia: que, si alguno de los dos estaba dispuesto a viajar sentado en la compuerta trasera de espalda al chofer, donde venían algunos bultos, no había problemas. Esas compuertas horizontales que la sostenían dos delgadas cadenas laterales, solían abrirlas ocasionalmente para brindar más espacio a los equipajes. Yo acepté porque los pasajeros que ya estaban acomodados en sus asientos eran adultos lo que motivaba confianza para el viaje. Que lejos estaba yo de imaginarme que esa elección, que fue más intuitiva que temeraria, me libraría de una vergüenza de orden público. El Chacal se apertrechó al lado de una vieja.

Estábamos entrando al pueblo por el barrio de La Esmeralda, cuándo la ráfaga de pensamientos recursivos que maquinaba para el momento en que me cobrara el chofer, se comprimieron en uno solo. Pero el lugar y tiempo no era ideal para las explicaciones, sino para las acciones. Solo sé, que avanzando por la calle principal al llegar al barrio La Bodega donde se cruza el arroyuelo del mismo nombre, se formaba o forma, una batea que obliga al chofer a recortar la marcha del carro casi a cero. En la descolgada para volver alcanzar velocidad- ya yo me había preparado para eso - los pies casi tocaban el suelo. Sin pronunciar palabras, lo que hice fue deslizarme con la natural compostura de quien ya pagó el pasaje y pide la parada. Lo demás, fue seguir caminando en sentido de la corriente de agua de La Bodega, con la actitud de quien interpreta una escena teatral.

Aligerando los pasos alcancé la calle paralela a la principal, en sentido norte-sur. No había caminado dos cuadras, cuando escuché una gritería a la distancia. Alcancé a ver la imagen grotesca de un viejo persiguiendo a un muchacho. Al tenerlos cerca, se acentuó el estado de excitación que yo cargaba encima. Era el Chacal, que a pie descalzo y con las medias en la mano lo venía correteando a correazos limpios su fúrico padre, Anselmo.

A los dos días de haber arribado de Sincelejo fue que nos volvimos a reencontrar los tres. El menú exclusivo aquella vez fue comentarnos la reacción de nuestros padres. El único que salió ileso a un futuro castigo fue Jaime. Lo salvó la coartada de quedarse en Sincelejo, dizque para adelantar gestiones que tenían que ver con su colegio. Yo por mi parte les comenté que el día del retorno, había sido de terror. No encontraba la clave para llegar a la casa y ya los nervios me habían desgastado. Entre la casa de tío Luis y mi abuelo Ubaldo traté de quemar el tiempo suficiente para que se hiciera de noche. Me habían aconsejado que esperara a que se acostaran mis padres para saltarme el cercado; después dejaría a la suerte divina lo que pudiera pasar al día siguiente. Pero no sé qué sucedió ese día, que extendieron el horario de la dormida. Yo, mientras tanto en el corredor de mi abuelo, sin que lo notaran, esperaba impaciente. Pero el sueño me venció, iba a cumplir casi 40 horas que no dormía. Dos latigazos con una vara de mariangola me despertaron. Parece que me hubieran dado como cien. Un vecino me salvó de una sesión de cachetadas, cuándo mí papá cambió de estilo, porque se le había partido la vara.

Lo del Chacal fue un verdadero melodrama. Cometió dos errores imperdonables el día de la llegada: bajarse en la terminal, que justo, quedaba frente al kiosco y, ponerse a discutir con el chofer el pago del pasaje. Anselmo, que de por sí lo esperaba como vigía de puerto, al verlo con la facha que cargaba encima, se quitó la correa y le cayó como una fiera. El patio de su casa fue el otro sitio que le sirvió como palacio de la inquisición. Ese día la ración de pela fue por partida cuádruple: por haber abandonado el puesto de trabajo, apropiarse de los fondos de la venta, irse sin permiso y por la pérdida de sus zapatos tres coronas que eran los que tenía para el día del Socorro.

Cómo para que no quedáramos dudando sobre las huellas inequívocas de su adversidad, el Chacal se quitó la camisa. Las costillas y espalda todavía estaban a sangre viva. De repente, cambió su rostro compungido por el del que resucita para un triunfo. Acto seguido, nos lanzó una desgarradora frase de consuelo, que quedó como rótulo de alivio para la historia de los festejos sinceanos: “pero me di el lujo que no pelé una pieza en la Matecaña”.

 

Alfonso Osorio Simahán

Sobre el autor

Alfonso Osorio Simahán

Alfonso Osorio Simahán

Memorias de Berrequeque

Abogado en ejercicio, profesión que alterna con la de gestor cultural. Folclorista a tiempo completo y compositor de aires autóctonos del Caribe.

3 Comentarios


Lester Merlano 29-05-2020 06:22 AM

Sencillamente espectacular la narrativa pintoresca de eventos vividos en los tiempos mozos que evocan hermosos recuerdos propios de nuestro terruño. Para muchos foráneos el Parque Santander era su hotel mientras amanecía y retiraban a sus pueblos. Para infortunio mío solo una vez pude disfrutar en la Matecaña pero bastó para sentirme feliz.

Astrid Gomescasseres Ochoa 31-05-2020 05:43 PM

Que bien escribes amigo mío....me encantó y morí de risa con como narras la pela con mariamagola y cachetadas ....y todo el cuento es sensacional!! Felicitaciones!!

Hernando 20-07-2020 02:24 PM

Entretenida y divertida anécdota.Yo soy sucreño y me transporta a mi terruño.

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