Música y folclor
Esa música corroncha
Esa música provinciana, carente de sentido e importancia, pueblerina, floja, el vallenatico ése, básico, inculto, el de la gente ésa; esa música corroncha. Así han quedado bautizadas las melodiosas, dulces, electrizantes, lluviosas, románticas, descriptivas y narrativas letras que los ancestros juglares del caribe colombiano por “ocio” concibieron. Esa música corroncha es el epíteto que antecede una oración expresada para referirse a la música vallenata, a la cultura vallenata.
Antes corroncha y excluida por ser de origen humilde, por haber tenido el “pecado”, según las antiguas elites, de nacer en las raíces del campesino que desconocía de la academia y de la “buena música” y hoy aún corroncha por la necia insistencia de muchos viejos y jóvenes de honrar aquellas expresiones musicales extranjeras. ¿Cómo puede gustar esa música tan corroncha? Si solo surcó los bastos mares que dividen las clases sociales de toda una región, esa música corroncha que como bala que no hiere, sino que da vida a los enamorados y a los corazones entristecidos, atravesó las amplias brechas de la educación y ascendió como la espuma marina a través del pecho de los hombres y mujeres, se elevó hasta sus mentes y descendió como el sol en el atardecer hasta su garganta y manos, en un proceso de inspiración tan poético como la canción que nace. De esa música tan corroncha y de mal gusto nacieron los jóvenes que hoy enarbolan superioridad musical por admitir aquellos ritmos que ni de cerca podrían describir un amanecer patillalero, un atardecer samario, el aire pesado y las nubes grisáceas cargadas que desprenden de ella música en forma de agua y bañan a los niños del pueblo, no podrían hacerlo como esa música porque carecen los extranjeros de la oportunidad de vivir esta experiencia que es invivible fuera de los confines del Caribe.
Esa música corroncha, sí, esa, es cierto que lo es, solo un género así, de mal gusto, podría describir el beso más grande que ha visto la humanidad, aquel tan público y sobrenatural, ése que las nubes lluviosas le regalan a la sierra cuando estas están a punto de desbordarse en lágrimas. Esos cantos de caceta, de tierras olvidadas, de gente que no sabe de hablar, narrar o escribir y sin embargo un ciego esculpe con letras, mejor que cualquier escultor, el bamboleo tremendo de las caderas de una coterránea suya.
No podrían ser más acertados en definirla, en describirla como música de personas no educadas y pueblerinas, porque fueron esos corronchos provincianos (como si ser provinciano y pueblerino fuera deshonra) quienes elevaron un canto campesino a un nivel poético inimaginable, fueron “los viejos esos que no sabían más que de animales y monte” los que desconociendo todo concepto de gramática, lingüística, recursos literarios, oraciones, sujeto, predicado, anáforas, metáforas, analogías e hipérboles lograron, con habilidad de experto, usarlas a su antojo, casi como siendo natural en ellos, como si nacieran sabiéndolo. No imagino a aquellos hombres que en ausencia de capacidad alguna para escribir no tuvieron más opción que cantar sus temas hasta que todos lo recordaran en el pueblo y así si olvidaba alguno solo le bastaba preguntárselo a algún vecino y de inmediato lo recitarían, sí, esa música de corronchos, de costeños, de vallenatos.
Una música despotricada, desprovista de contenido lirico valioso y con imposibilidad de ser apreciada con seriedad. Hecha para los que no podían aspirar a más que labrar la tierra, viajó entre los millares de gotas de agua que formaron cortinas de cristal, resonó el choque burbujeante de las rocas y se oyó su canto en toda una región. Golpeó a punta de acordeón y versos aquella estructura llamada sociedad que separa a unos de otros, lo derrumbó y se asentó en esa alta clase caribeña, en los bohemios grupos intelectuales de la época, sí, esa música corroncha se consagró también en el corazón de políticos, empresarios y todos aquellos que incluso alguna vez se atrevieron a señalarla con ceño fruncido, y, sí, esa música corroncha desplegó sus alas, se elevó a la inmensidad y aterrizó en las frías, lúgubres, grises y monótonas calles bogotanas. Pisó tan fuerte que hizo tambalear a aquella sociedad conservadora y ensimismada que, por mucho tiempo, despreció todo aquello que no provenía de sus entrañas, la música corronchita inundó no sólo a aquel ciudadano de a pie, sino también los más altos grupos sociales y políticos. La música corroncha de los costeños enamoró a los presidentes, enamoró a los periodistas, enamoró a escritores, calentó el pecho de los bogotanos y sembró una flamita de alegría en quizás muchos corazones apagados. Y no sólo eso, porque los corronchos y su música son persistentes, no le basto con ese logro sino que desplegó por segunda vez sus alas y voló, procuró no sólo romper barreras sociales sino también destrozar las barreras idiomáticas, llegó y amarró con versos a un imperio que no podía estar más lejos de conocer lo que era esta música y no contento con tierras más lejanas a las cachacas, llegó a la cumbre del poder y dijo presente en lo que podría ser la edificación en donde han posado los hombres más poderosos e influyentes del planeta: la Casa Blanca, y no una sino dos veces, sí, la música corroncha.
Aun cuando su prosa es “común”, sus letras no son espectaculares y es solo un género musical más de los tantos, realizó aquel hito conocido por muchos, pero infravalorado e ignorado por todos, ese de ser, con desconocimiento del mundo, el primero género musical en tomar un nobel de literatura y son estas las palabras del que podría ser el compositor de la canción vallenata más larga de la historia: Gabriel García Márquez. Al menos unos 34 años antes de que Bod Dylan ganara el nobel por sus canciones, ya Gabo lo había hecho, ya el Caribe colombiano y Aracataca lo habían logrado, ya un inspirado de “la música corroncha ésa” lo había obtenido elevándose por encima de todo género musical posible y poniendo a vibrar la rigidez real que rodeaba Estocolmo, como aquel primo que llega sin ser invitado pero que todos adoran y su alegría inunda la fiesta, pues de ese modo la música vallenata se sembró en los oídos reales, en una cultura a la que le es imposible entender o siquiera pronunciar el término corroncho.
¿Y qué decir de su origen lamentable y simple? Un origen que tiene más de 200 años de evolución y construcción, uno que viene de negros, indígenas y de un intruso que sin esperarse se convirtió en corazón del género, que ya tenía alma y cuerpo pero le faltaba un bombeante corazón que le diera ritmo: el acordeón. Casi como predestinado por la divina providencia y señalado por Dios, el acordeón, de todos los recónditos sitios de planeta, de todas las zonas de lo que hoy es Colombia, tan Europeo como el continente mismo, llegó y se conectó. Nadie enseñó a tocarlo, se prendió en el pecho y se tocó por inercia en el cuerpo delgado de esos campesinos que nada sabían de estructura musical y, sin embargo, como abejorro que vuela sin saber que no puede volar, tocaron, sacaron melodía y todo sin saber que se podían hacerlo.
Aquellos cesarenses que ignoran quizás el origen de su departamento, la música corroncha es la respuesta. Atrajo a los políticos a estas tierras dejándolos enamorados del folclor y demostrando que este género musical tan común como otros, tan simple como muchos y tan corroncho como el costeño mismo, no sólo podía crear melodías, poemas y pinturas literarias, surcar cielos y mares, componer lágrimas y sonrisas, separar y anclar amores a la eternidad, homenajear a los padres y enaltecer al hermano, señalar con amplio conocimiento las realidades injustas de la propia tierra mientras alegre se entonan en cantos la belleza del territorito, romper las barreras idiomáticas, sociales, políticas, ganar a título de novela un premio nobel, ser representada en el cine y deslumbrar honrada a reyes sino que además quiso construir y aportar su propio territorio, un hogar donde seguirse reproduciendo: Un nuevo departamento.
Solo con esta música llena de embrujos y artilugios, de leyendas y realidades, de helados ríos y cálidas playas puede sentirse un corroncho enamorado y bañado en melancolía a la vez, solo con una música así y no otra, porque no puede narrar la música extranjera nunca esos amores entre veredas con nombres únicos, esa semblanza sólo se encuentra en “la música corroncha ésa”.
Diego Torres
Sobre el autor
Diego Torres
El cronista de Loperena
Diego Torres, abogado, activista político y líder joven nacido en la musical tierra de Valledupar. Escritor y poeta, amante del estudio del folclor vallenato. En "El cronista de Loperena" pretendo hacer reflexiones acerca de la cultura vallenata, algo de política, anotaciones con tinte poético y narrativas que nos hunden en el acontecer caribeño.
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