Música y folclor

Diomedes Díaz: lo que dejó la primera de las cruzadas a Caracas

Alfonso Osorio Simahán

11/10/2021 - 04:55

 

Diomedes Díaz: lo que dejó la primera de las cruzadas a Caracas
Diomedes Díaz cantaba junto a Colacho Mendoza en la época en que cantó por primera vez en Venezuela / Foto: DiomedesDiaz.co

 

Dos percances, rutinarios en apariencia, estuvieron a punto de abortar lo que sería la primera gira de Diomedes Díaz a Venezuela. La conquista de nuevos espacios para potenciar una carrera hacia la gloria es la ilusión latente de cualquier artista; sobre todo, cuando éste ya cree que ha cosechado buena parte del éxito por los alrededores de su madriguera.

Diomedes, para el primer semestre del año 1981, con ocho producciones discográficas en su haber, se encontraba navegando en la cresta de la ola de popularidad. Era innegable que para esos momentos ya se perfilaba como el genuino ídolo que la cultura vallenata desde hacía rato avizoraba. Con su temperamental arraigo pueblerino y su enigmática conducta campechana no se obnubiló, pero tampoco se excusó, cuando le tocó explorar otros mercados de aplausos. Un día cualquiera los vientos lo sacudieron, e hicieron que enfilara su proa hacia la vecina Venezuela.

Aquiles Molina, folclorista y compositor nativo de Fonseca (Guajira); el mismo a quien otro fonsequero, Luis Francisco “Geño” Mendoza, creador de Festival Vallenato, le dedicara un par de versos en “Despedida del Festival”, una legendaria canción que grabó Jorge Oñate con los Hermanos López en los años 70, fue el primero que se atrevió a cabrestear musicalmente a Diomedes a los predios de Bolívar. Aquiles, al igual que “Geño”, tenía varios años de estar residenciado en Venezuela; los dos trabajaban como promotores artísticos para sendos sellos disqueros de cierto prestigio.

Aquiles obligado por su oficio, se movía constantemente entre Caracas y Maracaibo. Para él ni para nadie era un secreto que en estas dos ciudades se aglutinaba una gran masa de compatriotas colombianos. Ávidos en diversión y entretenimiento, y absorbidos en el día a día laboral, los ratos de recreación, como era obvio, se daban los fines de semana. Con tal de reencontrase con sus raíces, y compartir otros afectos, durante esa tregua frecuentaban algunos establecimientos comerciales, tales como restaurantes, clubes sociales o cervecerías que la misma colonia había anidado por mera costumbre.

El estado fronterizo del Zulia, cuya capital es Maracaibo, alberga desde el siglo pasado un contingente numeroso de braceros costeños, diseminados a lo largo y ancho de todo su territorio, una rica despensa agrícola y ganadera de Venezuela. Si a esto le sumamos el contexto geopolítico que la identifica y su análoga posición geográfica a la nuestra, no tendría por qué extrañarnos que, al visitarla nos dé la impresión de encontramos en un octavo departamento de nuestra Costa Atlántica.

Todos los anteriores elementos gratuitos debieron ser los animadores, para que Aquiles cualquier día amaneciera matriculado como gestor de espectáculos. Se asoció con un empresario de altos quilates de apellido Arias, para dar sus primeros pasos experimentales por Maracaibo y otros municipios del Zulia; llevando diferentes agrupaciones vallenatas reconocidas, tales como los Hermanos Zuleta, Jorge Oñate y Silvio Brito.

Después de esas pasantías, de resultados positivos, Aquiles no tardaría en dar con la fórmula para atrapar al pez grande: Diomedes, quien era el que tenía revolucionado el panorama vallenato de actualidad. Para conseguir ese objetivo, Aquiles no desaprovechó el hecho de ser un viejo conocido de Dagoberto Suárez, el manager de Diomedes para aquella época, y por otra parte, se movía como pez en el agua por todos los vericuetos del folclor en Valledupar. Viajó, por lo tanto, a esta ciudad para finiquitar con Dago un contrato para tres presentaciones: dos en Maracaibo, y la otra en Caracas.

Jaime Hinojosa Daza, gestor cultural, comunicador y compositor patillalero, pariente de Diomedes, a quien éste le había grabado un par de composiciones en sus primeros álbumes, también vivía en Caracas. Al igual que muchos coterráneos, le tocó emigrar con los bolsillos vacíos, pero con una valija espiritual repleta de secretos y cultura Caribe. Jaime, que para esos días se encontraba por los lados de Valledupar en asuntos personales y conocía las pretensiones de Aquiles, fue a quien le tocó dar la certera estocada argumental a Diomedes, para que éste aprobara sin vacilaciones el contrato. Jaime, se ganó por ello el cargo de baquiano -ad honorem- en la logística de aquella anunciada gira. Sería también el primero, 13 años después, en llevarle a Diomedes la noticia sobre la muerte de Juancho Rois ocurrida en Venezuela, aquel aciago noviembre.

Caracas, es un capítulo aparte. Para los primeros años 80, los hábitos citadinos eran complejos e intensos. Los avatares musicales parecían moverse al ritmo del caraqueño. La salsa y el merengue se disputaban el primer lugar en aceptación y consumo del género tropical bailable, logrando sacarles una legua de ventaja a lo que aún se conoce como estilo gallego, ese archiconocido y pegajoso aire que identifican a Los Melódicos, Billos, Pastor López, Nelson Henríquez…, entre otros. El melómano caraqueño tan sumiso y discreto para el gusto musical, como para servir de receptor a una migración desaforada, no le quedó más remedio que rendirse a la ocasión. Cuatro emisoras capitalinas, YVKE Mundial, Radio Rumbo, Radio Continente y Radio Capital, las de mayor sintonía, eran las encargadas de revolear la difusión del éxito pretendido; eso sí, al compás de la payola -pago forzado a la radio-.

En los 3 años que, para entonces, llevaba este humilde cronista viviendo en Caracas, no recuerda que haya sonado un solo vallenato en las tantas estaciones radiales que tenía la capital de Venezuela. Los únicos artistas de nuestro repertorio costeño que se escuchaban, y eso, en horario donde mermaba la sintonía y, en dosis ínfimas, eran Los Corraleros de Majagual, Aníbal Velásquez y Noel Petro. La sequía Vallenata la rompería el Higuerón del Binomio en el año 1984, que con tamaño suceso radial abrió sin timidez la trocha para que se fueran asentando y se valoraran otros herederos del Imperio de Francisco el Hombre. Ese primer cisma de contrariedad musical se le debe en buena medida a un audaz disquero antioqueño, Evelio Álvarez, propietario de la compañía de discos Discorona, quien era la encargada de distribuir el catálogo de Codiscos en Venezuela; y, por ser Evelio, el pionero de los nuestros en pactar con la tirana payola. No obstante, a pesar de algunos logros, era la hora en que el caraqueño a todo lo que sonaba con acordeón, caja y guacharaca, lo encasillaba como cumbia; y aun, después que el género vallenato logró posicionarse y circulaba de boca en boca, la palabra vallenato les seguía sonando tan advenediza que los medios impresos la escribían con B, como para refrendar que el pez era más grande de lo que se creía.

A todas estas, los dos espectáculos de Maracaibo se llevaron a cabo bajo con una inusual expectativa y con buenos resultados económicos; pero antecedidos de una marcada incertidumbre que estuvieron a punto de ser cancelados. Todo, por la aversión congénita de “Colacho” Mendoza a montarse a un avión. Se le había comunicado que el conjunto se trasladaría por tierra hasta Maracaibo, pero hacia Caracas deberían tomar un vuelo. No era la primera vez que “Colacho” se resistía, ni sería la última que Diomedes le soportaba esos resabios. Más bien esos desplantes eran maquillados con humor oportuno, para luego festejarlos en un ambiente de parranda.

En el afán de salvar con las mejores armas el compromiso adquirido para Venezuela, se empezó a barajar el reemplazo de “Colacho”; tarea no tan fácil para esa época, ya que los acordeoneros cinco estrellas eran escasos, y de paso, estaban atados a obligaciones serias con sus respectivas yuntas.

Fue “Tito” Castilla, cuñado y compadre de Diomedes, aparte de su cajero oficial por más de 30 años, quién desenredó la madeja. En medio de aquel dilema se le ocurrió postular como alternativa a Álvaro López, hijo de Miguel, cabeza visible de la dinastía Los López. Diomedes, sin hacer comentarios, giró instrucciones en el acto para localizar lo antes posible a Alvarito. Se delató; porque su rostro al iluminarse, como solía hacerlo cuando lo abrazaba una estupenda idea, dio a entender que estaba más que complacido con el candidato de “Tito”. Conocía suficientemente los atributos y recursos de Alvarito en el manejo del acordeón; y, lo otro, era que mantenía una deuda moral con los Hermanos López, por ser estos el conjunto que le brindó la primera vitrina para exhibir su talento. Alvarito, que había ganado dos festivales vallenatos en diferentes categorías, no había grabado todavía, ni pertenecía de manera formal a ninguna agrupación. Las presentaciones en Venezuela marcaron su debut como profesional.

Un día sábado, a mediados del mes de junio de aquel mencionado año 81, después de cumplir los compromisos en Maracaibo, arribó Diomedes a Caracas. El hotel donde se hospedó junto a su manager y acordeonero fue el Anauco Hilton, ubicado en el complejo urbanístico del Parque Central.

Isaías Molina, sobrino de Aquiles, se desempeñaba como representante de ventas para la misma compañía que trabaja su tío. Tenía una camioneta de ocho pasajeros, tipo Jeep Wagoneer, modelo reciente, oportunidad que no desperdició su tío para encargarle la tarea de movilizar a Diomedes y su séquito en su corta estancia por Caracas.

Isaías, con quien trabé una breve, pero buena amistad en Caracas, hasta perder su rastro hace unas tres décadas, sabía de mi vocación musical e inclinación compulsiva para husmear cualquier novedad del folclor. Tal vez por esto Isaías no sólo se conformó con haberme mantenido al tanto de la llegada de Diomedes, y darme a conocer los pormenores relevantes de su presentación, sino que me sorprendió el mismo sábado en que arribó Diomedes a Caracas con una invitación para un sancocho, cuyo invitado de postín era el cantante. Se había planificado para las horas de la noche en el apartamento de un comerciante guajiro de apellido Daza, ubicado por los lados de la Avenida Morán, un sector popular al oeste de la ciudad capital.

Llegamos al sitio como a las 7 de la noche. No había más de 15 personas allí. Al primero que me presentó Isaías fue al anfitrión, y luego a su señora esposa. Diomedes se encontraba en un rincón de la sala, sentado en una pequeña poltrona con las manos entrelazadas a la altura del vientre y una pierna encima de la otra. Lo notamos algo distraído. Al llegar ante él para los protocolos de presentación, se levantó, sonrió y con un tosco movimiento nos extendió la mano derecha sin pronunciar palabras. Estaba vestido con una sencilla camisa floreada y un jean azul. Cero prendas llamativas en su cuerpo. El escaso murmullo de los presentes lo contrarrestaba, a bajo volumen, una grabadora gigante, de donde brotaba el audio de La Locura. Más demoraba en finalizar el casete de un lado que en voltearlo para el otro.

Nuestra suspicaz mente juvenil y rochelera nos hizo soñar, tratándose del ilustre invitado, que lo del sancocho era un disfrazado pretexto para darle paso a una animada parranda. Pero qué va. Del conjunto de Diomedes el único que lo acompañaba en aquella invitación era su manager Dago. En síntesis, la atmósfera que se respiraba en aquel modesto hogar, no pudo ser otra que la de un tradicional compartir familiar. Pero en buena hora, porque esa circunstancia fue la sazón para que, sin incomodidad, se desarrollara una entretenida tertulia.

Diomedes Díaz atraía por su aparente sencillez y humildad / Foto: Youtube

Si tuviésemos que hablar con la verdad, y resaltar las imágenes secuenciadas que se vio del comportamiento de Diomedes aquella noche; diríamos que, en ningún momento, percibimos el más insignificante gesto de disgusto, ni le escuchamos alguna frase destemplada, como para hacernos pensar que no se encontrara feliz y reconfortado de aquel humilde agasajo, quien le brindara unos modestos paisanos. Tampoco hubo pregunta que evadiera, y que él no respondiera con entusiasmo y disposición dentro de su limitado lenguaje coloquial. Por el contrario, a medida que avanzaba el conversatorio, como si una mano mágica le dieran cuerda, sus relatos resultaron más apasionantes; es más, dictó catedra de buen interlocutor. Nos habló de su familia, del accidente donde perdió la vida su tío Martín Maestre, de sus primeras composiciones, y hasta nos cantó a capela un merengue que había compuesto recientemente, dedicado a su padre, canción que a los pocos meses la escuchamos grabada con el nombre “A mi papá”.

Es difícil medir con precisión la personalidad avasallante de alguien con quien apenas se ha compartido un par de horas. Pero esto no nos priva de esbozar mediante una sutil reflexión, la sensación que flotó desde nuestro punto de vista, el talante de un muchacho simpático que ya era considerado un fenómeno dentro del mundo vallenato. Bastó con escuchar su proyecto de vida, palpar la energía que transmitía y entrever el grado de exaltación e intensidad con que se entregaba al hablar de su pasado y presente para ratificar que estábamos en presencia de un ser iluminado. Otro detalle que nos descrestó a vuelo de pájaro fue observar cómo su visible humildad, administraba tan bien su fama, que más bien nos pareció que él mismo trataba de derrumbarla.

No fue sino hasta que sirvieron el sancocho, el cual Diomedes apenas si probó, para percatarnos que no era ningún tic nervioso el que lo aquejaba, cuando lo veíamos con cierta frecuencia sobarse la barriga. El mismo confesaría que, después que almorzó en el hotel, le sobrevino un rebote estomacal acompañado de un persistente dolor. No había querido confesar nada. Se le consiguió un Alka Seltzer con limón. Su preocupante salud trajo como consecuencia que se arruinara en parte el entretenido sancocho. Hubo consenso para retornarlo a descansar al hotel.

En el trayecto hacia el hotel, parece que se agigantó su malestar, por lo que Aquiles, mortificado, sugirió llevarlo mejor a un centro médico. En este caso, fue al Hospital Vargas, enclavado en una zona central.

–Si mamá Vila estuviera aquí para que con sus benditas manos me masajeara la pipa, no habría necesidad de médico –dijo con resignada melancolía.

En el hospital, se le diagnosticó gastritis aguda. Para calmarle el dolor le inyectaron un analgésico. De medicina lo único que le recetaron fue Maalox, un antiácido muy comercial que también servía para combatir el dolor. En una farmacia que funcionaba frente al hospital le compramos un blíster. Se lo dimos y, a punta de saliva ya se había tragado una pastilla, cuando tuvimos que advertirle que no eran para ingerirlas enteras, sino masticadas. Al masticar la segunda, dijo que sabían a leche cortada de cabra, pero que las próximas las pasaría con café.

Con un mejor semblante, ahora sí, rumbo al hotel, que quedaba a pocos minutos del hospital. Quien rompió el momentáneo silencio durante el trayecto fue Diomedes, para contarnos una anécdota recién sacada del horno. Dijo que la enfermera morena que lo inyectó, al momento de solicitarle algunos datos personales le preguntó a qué se dedicaba:

–A veces me rebusco cantando –respondió entre labios.

Curiosa, la enfermera le vuelve a preguntar:

–¿Qué tipo de música cantas?

–Vallenata –dijo Diomedes con altivez y sin pensarlo.

 –Con qué se come eso –le preguntó con sonrisa intrigante la enfermera.

 –Si quieres saberlo, te invito mañana a un toque que tengo –respondió Diomedes.

 –Magnífico –repuso con picardía la enfermera–. Pero primero tienes que pedirle permiso a mi marido que es policía.

–Como no es muy seguro el baile… y   no quiero quedarte mal, mejor te lo digo enseguida –respondió gagueando y nervioso Diomedes: Eso se come con acordeón, caja y guacharaca.           

La urbanización de clase media “El Paraíso” fue hasta hace algunos años un privilegiado lugar residencial de Caracas. Su fácil acceso a las autopistas para comunicarse con otros sectores, y su cercanía con el centro de la ciudad la hacían apetecible para vivir. Aparte de contar con 2 universidades, buenas instituciones educativas, y un estadio, en varios recodos de la urbanización construyeron una docena de Clubes Sociales, pertenecientes a gremios empresariales y sindicatos. Uno de aquellos fue El Club Bancario. Éste fue el sitio escogido para la regia presentación de Diomedes aquel remoto domingo de junio.

La promoción del espectáculo no fue radial, sino que se hizo mediante volantes de persona a persona, afiches pegados en sitios visibles de algunas zonas neurálgicas por donde se movilizaba un grueso de la colonia costeña y, en tres emblemáticas disco-tiendas, especializadas en música del Caribe colombiano; ubicadas, una, al este de la ciudad, Musical las Vegas; otra en el ombligo de la ciudad Chacaito, de nombre Discolandia y la tercera al oeste, Discos El Metro. Estas tiendas también fueron las encargadas de vender la boletería.

En los días previos a la presentación de Diomedes, conocí por intermedio de un amigo a una esbelta paisana sabanera. Me manifestó su deseo de ir a conocer al artista. Como era la primera vez que saldría con ella, le di el visto bueno; ese detalle me obligó a ir para la fiesta en mi propio cacharrito.

El horario que había establecido las autoridades municipales, debido a ciertas ordenanzas de convivencia, era que dichos eventos no podían extenderse más allá de las 11 de la noche; razón por la cual el baile lo habían programado a partir de las 5 de la tarde hasta la hora señalada.

Llegamos al sitio como a las 4:30. Las calles aledañas estaban colapsadas por la gran cantidad de vehículos estacionados, incluso, hasta en las aceras; tuve que parquear el mío a cuadra y media del club. Aguardamos afuera. Cada 10 minutos entraba y salía del club Aquiles, en actitud nerviosa y con una mirada escrutadora hacia la distancia. No era para menos, la noche anterior lo dejó caviloso la salud de Diomedes. Pensando en lo peor y en el evento, de no mejorarse, las consecuencias para él serían impensables. Hasta esa hora, Aquiles no sabía de él ya que desde muy temprano le había tocado solucionar un impase con la “permisología” del espectáculo, y el resto del día en poner a tono todos los preparativos de club. Encomendó a Isaías para hacer las averiguaciones de rigor y, si no había novedad, trasladar a Diomedes hacia el club lo antes posible

Nos tocó, igual que Aquiles, seguir esperando impacientes a que llegara Isaías con Diomedes. Isaías me había prometido no sólo el pase de cortesía para entrar, sino compartir su mesa. El resto del conjunto, los instrumentos musicales, sonido y los mesoneros ya se encontraban dentro del club.

El Club Bancario, con un aforo para unas 300 personas, estaba rebosado por otras 100 adicionales. Alrededor de la entrada deambulaban unas treinta personas, tal vez dudando para entrar, o con la simple intención de conocer al cantante.

Faltando como diez minutos para las 5pm, reventó la piñata. No sólo le volvió a llegar el alma al cuerpo de Aquiles, sino que nosotros ganamos el año. A unos cincuenta metros divisamos a Diomedes que venía caminado rápido, seguido a pocos pasos por Isaías, Alvarito y una mujer de media edad. Diomedes iba vestido con un conjunto tipo safari, de color caqui claro. Con ademanes de torero novato saludó fugazmente a unos cuantos seguidores. A juzgar por la escena vivida y su singular compostura, diríamos que sólo le faltaba una biblia en la mano para parecerse a uno de esos predicadores evangélicos que frecuentan las plazas públicas. En la próxima media cambiaríamos de opinión.

Todavía afuera, nos reconoció al saludarlo. Ocasión que aprovechamos para preguntarle cómo había seguido con su salud. Su respuesta fue una clásica perla, sacada de su original cantera:

–Bueno, a pesar de haber pasado toda la noche haciendo más fuerza para escupir que para cagar, me siento mejor, y, espero que unos whiskicitos me terminen de remendar –dijo sin arrugarse.

Debutó con la canción “La Juntera” y cerró su presentación con “Para mi fanaticada”. No sabemos si fue fortuita o deliberada la elección, dentro de su extenso repertorio, estas dos canciones; pero dicen por ahí, que los hombres románticos a quienes los ha arropado la fama, permanentemente evocan a su patria chica y también viven agradecidos de aquellos quienes los han encumbrado.

Con la seguridad del que desafía a una bestia indomable, se subió a la pequeña tarima para deshilachar sin piedad emocional, canción por canción. Nada de histeria, ni público enloquecido. El único que transmitía euforia era él con sus cantos y movimientos circenses. Ensimismado en sus recitales, cada vez que le tocó subirse a la tarima no perdió oportunidad para repartir sus acostumbrados saludos a cuanto conocido veía en medio del show; algunos de ellos, agradeciendo el cumplido coreaban sus canciones. Sudaba copiosamente, pero cada gota de sudor era como energía divina que se apoderaba de su ser para entregar en cada verso, en cada estrofa, en cada canción, su alma y su encantador mensaje musical.

Estuvimos con él compartiendo la misma mesa todo el baile. Alternó su presentación con una miniteca-picó. Cantó 3 tandas de seis canciones las dos primeras, y la última de siete. En los descansos, cuando los necios o borrachitos lo permitieron, dialogamos de temas domésticos, entonó algunos versos y festejamos una que otra anécdota.

Pero toda fiesta por muy glorificada u opaca que sea, tiene que acabar. Llegaron las 11pm. Momento de la partida y despedida. Habíamos consumido cuatro botellas de whisky Old Parr. De la última quedaban unos tres dedos. Vació un poco de su contenido en un vaso desechable y, luego, me alargó el resto de la botella en señal de regalo. De momento, interpreté esa acción, decodificando claves guajiras, que era una manera de decirnos, que no nos olvidáramos de un amigo agradecido ni del momento vivido. Pero cuando más tarde vi que mi pareja con aire furtivo y sin desparpajo se embarcó con él, cambié de parecer. Entonces, me dije que aquella ración de María Namén-Old-Parr, que con sonrisa me regalara, era más bien una manera de resarcir su pilatuna. Pero más nunca me encontré con él para agradecerle en el alma, que su travesura artística me haya librado a futuro de una pesadilla romántica; ya que en los próximos meses vi a la susodicha amiga engolosinada con el mismo formato, al lado Poncho Zuleta y Jorge Oñate, en espectáculos bailables diferentes.

Pero la anécdota para celebrar con decoro y sin furia, y que me conduce como un rayo nostálgico a aquella fecha inolvidable, me sucedió diez minutos más tarde cuando fui a tomar mi carro para marcharme a mi casa. Habían abierto el maletero del carro y se habían llevado la llanta de repuesto, el gato y un lote variado de unos 100 casetes piratas, made in Maicao, que se encontraban dentro de una caja de cartón precintada. Lo que más me disgustó de esa fechoría fue que el ladrón debió ser un melómano especializado; porque de los pocos casetes que quedaron regados en el maletero del carro la mayoría eran de Diomedes, y el resto de otros artistas vallenatos.

Se cumplen 40 años de la primera vez que Diomedes pisó tierras caraqueñas. Como artista consagrado la visitaría otra media docena de veces; y en cada una de las subsiguientes presentaciones, de forma escalonada, se fue notando la progresiva expansión tanto de los escenarios que frecuentó como de su fanaticada. El último de sus conciertos fue en el estacionamiento del emblemático recinto de espectáculos, el Poliedro de Caracas, donde hubo esa vez desmanes y hasta heridos. En esa ocasión, no asistieron solamente aquellos 400 paisanos que albergaba el Club Bancario, en su mayoría costeños, sino que fueron no menos de 25.000 seguidores, originarios de una media docena de países a rendirles tributo y admiración delirante

No entendemos, ni tampoco es la intención de usurpar terreno del psicoanálisis, cual fue la causa que ocasionó la metamorfosis que sufrió Diomedes, para que diera un giro dramático a su existencia, en los años siguientes. De aquella imagen de muchacho extrovertido, austero y moderado que apreciamos aquella noche del sancocho, a verlo después inmerso en un mundo licencioso; preso sin remedio en un ambiente de banalidad, y sumergido en un lodazal de disipación, la brecha fue extraordinaria.

Para lo que no necesitamos lupa, por sobrada evidencia, es para aceptar que murió siendo el máximo representante de la casta vallenata. Alcanzó el gran fervor de sus seguidores, sin más ínfula ni prebendas fastuosas que haciendo lo que más amaba, cantar. Su fanaticada así lo entendió, y por eso lo idolatró; tanto, que hoy van a su tumba en romerías a pedirle milagros. Lo que se traduce, que de leyenda, su figura está a un paso de convertirse en mito.

Por convicciones musicales, somos más zuletista, que diomedista. Pero cuando alguien en su desenfreno me pregunta qué opino de Diomedes, le respondo como Albert Einstein hizo cuando un periodista lo abordó para preguntarle  qué pensaba del genial músico J.S.Bach:

“Escuchadlo, interpretadlo, veneradlo y callaos la boca”.

 

Alfonso Osorio Simahán

Sobre el autor

Alfonso Osorio Simahán

Alfonso Osorio Simahán

Memorias de Berrequeque

Abogado en ejercicio, profesión que alterna con la de gestor cultural. Folclorista a tiempo completo y compositor de aires autóctonos del Caribe.

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