Música y folclor

Un tropezón con Adolfo Pacheco

Clinton Ramírez C

01/02/2023 - 05:30

 

Un tropezón con Adolfo Pacheco
El cantautor Adolfo Pacheco / Foto: créditos a su autor

 

Voy a ver/ si después de dar el tropezón/,

 se me da, se me da/ por levantar el pie…/

porque yo/ todavía tengo la pretensión/

de no ser un hombre del montón...

(“El tropezón”. Adolfo Pacheco)

La hamaca: un don

El título de mi articulo es equívoco. Con el autor apenas sí intercambié saludos, en enero de 2003, en el marco del Encuentro de Escritores de Ciénaga, cuando Numas Armando Gill, exalumno suyo en San Jacinto, presentó Mochuelos cantores de los Montes de María: Adolfo Pacheco y el Compae Ramón (2002): una obra que es un homenaje y el estudio de una trayectoria artística.  

Numas, invitado al evento, llevó al compositor a Ciénaga, una sorpresa que se cuidó de guardar. Tuve así la ocasión de conocer a un autor por cuya obra tengo un aprecio que nunca ha cedido el paso ante la producción de otros compositores igual de grandes de la música de acordeón.

Mi tropezón ha sido con su música, y sucedió en mi temprana niñez, en el radio de la sala de mis abuelos, en Ciénaga, cuando sonó una mañana “La hamaca grande” en la voz de Andrés Landero, músico y compositor que mi abuela idolatraba. Letra y melodía de “La hamaca grande” quedaron en mí para siempre, vinculadas al propósito de Adolfo Pacheco al componerla en 1969. Yo no tendría 10 años. Mis abuelos, esa mañana, en pleno desayuno, hablaron del Festival Vallenato y del desaire de no haber elegido Rey a Andrés Landero, la carta sabanera para ganar el certamen, un músico y compositor original y grande, relegado a la condición de un inmerecido segundo lugar.

He olvidado detalles de la charla de mis abuelos. La melodía y la letra de la canción llenaron mi imaginación de chico. Pensé en su imagen central, mítica ya, la de una hamaca más grande que un cerro, el de Maco, destinada a que en ella un pueblo, el vallenato, se meza y cante, como en efecto ha hecho, con una sabiduría prohibida a sus directivos. Toda la mañana repetí sin cansarme los versos centrales del paseo, al punto de aburrir a mis vecinos de terraza, que me pidieron cambiar de canción, no fuese a rayar el disco.  

Mayor homenaje es imposible recibir de un adversario artístico. Valledupar, imagino, más allá de sus desacuerdos con la música sabanera interpretada en acordeón, reales o inventados, venerará esta composición de Pacheco, un espléndido don, una tendida de mano propia de un hombre centrado y de persuasiva lírica, pero sobre todo leal. Lealtad, digo acá, inherente a otra de sus pasiones: los gallos de pelea.

El viejo Migue

El segundo tropezón sería en la misma casa de la avenida, en Ciénaga, a finales de 1980. Regresé algún viernes de Barranquilla, donde iniciaba mi carrera de economía. Mi abuela tenía la radiola puesta sobre el escritorio de mi abuelo. Sonaba una canción de los Zuleta, del álbum Pa toda la vida. Desde la terraza, al llegar con mi maletín de primíparo, escuché los versos en la voz de Poncho Zuleta, líneas de alguna manera premonitorias… primero se fue/, la vieja pa el cementerio/, ahora se va usted/ solito pa Barranquilla…

Me apoderé de la radiola. Mi abuelo Clinton mandó a comprar una botella de whisky a mi hermano Cárul. Habrán adivinado. Repetí una y otra y otra vez “El viejo Migue”, canción, según mi abuela, compuesta por Pacheco a su padre cuando este, liquidados sus negocios en San Jacinto, decidió partir de su pueblo… Yo me desespero/ y me da dolor porque la ciudad/ tiene su destino y tiene su mal para el provinciano [...] A mi pueblo no lo llego a cambiar ni por un imperio/, Yo vivo mejor/ llevando siempre vida tranquila.

Me aprendí los versos, sin imaginar que, a la vuelta de unos meses, menos de dos años, nuestra abuela moriría en Bogotá y mi abuelo se quedaría solo. También él pensó en irse a Barranquilla. Pasó a ser el viejo Migue. Decidió, sin embargo, quedarse, para terminar de criarnos. 

Este merengue de Pacheco, interpretado por él inicialmente, me gusta por otras razones. Tiene versos esenciales. Ignoro si Pacheco, profesor y hombre entendido de letras, hizo préstamos sin pago a algún lírico o filósofo. Esto es irrelevante. Los versos Parece que Dios// con el dedo oculto de su misterio/, señalando viene por el camino/ de la partida, se me antojan de una honrada sencillez. La línea El dedo oculto de su misterio es un hallazgo y Pacheco desliza el acierto sin alardes y sin romper el tono oral del relator. La canción ofrece otro verso, quizá menos poético, pero con valor de máxima, de mandato al que me acogí una vez terminé la carrera (1987) y decidí establecerme en Ciénaga, y más tarde en Santa Marta: A mi pueblo/ no lo llego a cambiar ni por un imperio/, yo vivo mejor/ llevando siempre vida tranquila. Uno puede llevar vida tranquila en una ciudad, lo acepto, pero me permito dudar que ello sea posible en la tumultuosa Barranquilla, de la que hui para, libre de las tentaciones de sus calles, poder escribir sin angustias.

Una pequeña revolución

Mi tercer tropezón fue con la canción “El tropezón”. Pacheco y sus historiadores han explicado el origen de este paseo, una de las mayores conquistas de su arte que han interpretado Poncho Zuleta, Diomedes Díaz, y Karen Lizarazo, en fecha más reciente. Es una composición donde Pacheco reitera su profundo saber popular y un decir sin afectaciones, depurado. El comienzo de este paseo es otra lección literaria: Dijo adiós/, por la ventanilla del avión/, y comprendí/ la distancia destruye la fe. El poder de arrastre de este inicio es sellado con los siguientes versos, orgullo de una voz experta en sortear los abismos de la ruptura: Y sentí/ en mi pecho/ la revolución/ que produjo en mí la decepción/ de un amor que sin amor se fue. Su decepción confirma, como en muchas otras ocasiones felices, que los desastres de toda índole son las experiencias favoritas del gran arte. Experiencias que exigen al frente, por supuesto, a hombres y mujeres en condiciones de trascender el dolor, como sugiere el registro algo sinuoso, a punto de risa, de…  Voy a ver/ si después de dar el tropezón/ se me da, se me da/ por levantar el pie. Sigue siendo una de mis canciones favoritas de Pacheco: compuesta por un hombre con pretensiones de ser abogado y a las puertas de la madurez de la vida. La expresión lúcida y el fervor de las letras, recurrentes en él, distan, sin embargo, de sustituir ese saber popular de su mejor arte, en la línea de sus queridos amigos y maestros Toño Fernández, Ramón Vargas y Andrés Landero. El amor es una guerra, indica el compositor, una guerra que no tiene que ser destructiva. Aunque amarga la experiencia, aunque otros le hayan maltratado el orgullo, el hablante promete levantar el pie y de paso el espíritu. Los versos siguientes son modelos de buen decir y mejor actuar: Voy a ver/ si después de dar el tropezón/ se me da, se me da/ por levantar el pie/ porque yo/ todavía tengo la pretensión/ de no ser un hombre del montón/ aunque abusen de mi sencillez/.

Adolfo Pacheco nunca ha renunciado a la sencillez de su oficio. Es, ninguna duda tenemos, un hombre destacado, un compositor de cuya imaginación y experiencia vital han salido piezas indiscutidas como “Oye”, “Mercedes”, “El mochuelo” o “El Cordobés”, otra de mis predilecciones y con la que cerraré esta tardía declaración de simpatía y agradecimiento.

El pinto blanco 

“El Cordobés” es una composición de inicios de los sesenta, cuando Pacheco, al lado de Toño Fernández, Ramón Vargas y Landero, un trío infaltable en su biografía artística, buscaba un espacio propio en la música sabanera de acordeón. 

El origen de “El Cordobés” es muy conocido. El gallo pertenecía a un agricultor y parrandero de Cereté (Córdoba), y Pacheco se enamoró del animal en una correría de Landero al Sinú y en la que lo llevó como guacharaquero emergente. Nabo Cogollo, el anfitrión, prometió regalarle el gallo si Pacheco, a cambio, le componía una canción o lo mencionaba en alguna. El joven Pacheco compuso la letra al regresar a San Jacinto, y Nabo, a quien menciona en el merengue, le obsequia el pinto blanco durante otra legendaria parranda de varios días.

Ya está listo el pollo de la cuerda sabanera/

para el año entrante/ cuando haya concentración/

porque Nabo ya me mandó/ un pinto blanco del Costeña/

de esos que ensucian las espuelas cuando pican al contendor.

El gallo alcanzó pronto la notoriedad de los triunfos y la de la muerte prematura, según queja del propio compositor y dueño al no poder impedir su riña, en mala hora, con un gallo más jugado, que lo liquidó con dos cruces de espuelas.

La muerte, trágica y natural en el mundo de la riña de gallos, está lejos de tocar a El Cordobés de la canción. En la pieza, en los versos de Pacheco, el pinto blanco y soberbio espera el próximo combate, listo a pelear como él sabe hacerlo, a usar contra sus rivales las poderosas patas de metralla. Conserva la bella estampa y el brioso pico estirador, como los gallos y pollos de Cereté: una raza a la que honra. Un retrato tan cabal y plástico cuesta imaginarlo en otro gallo de pelea. Son las magias totales de un joven compositor de talento y abierto al oficio de los detalles auténticos. 

“El Cordobés” es mi favorito, entre todos los milagros expresivos de Pacheco. Los motivos son eminentemente narrativos. Es una pequeña pieza épica: un cuento redondo, un modelo de decir, en la línea de fuego de la más rica literatura breve. Ratifica, con creces, que la primera y gran narrativa regional de este país está en las canciones de hombres como Pacho Rada, Juan Polo Valencia y Abel Antonio Villa, entre muchos otros nombres ilustres. La fábula, la intensidad de su desarrollo, la voz narrativa y el retrato veloz, hacen de “El Cordobés” un cuento: un cuentazo, como diría un amigo.

Aunque Pacheco grabó “El Cordobés” en 1964, y si bien su compadre Ramón Vargas hizo lo propio en 1969, la canción solo alcanzó una de sus cumbres en la educada y generosa voz de Juan Piña y el acordeón de Jesualdo Bolaño, quienes la grabaron en la década de los ochenta. Diomedes Díaz a su vez la interpretó más tarde en una parranda de tres pisos. El tumultuoso Diomedes la convirtió, en su particular cantao, en un éxito igual de tumultuoso. Hizo algo parecido con su versión de “El tropezón”. Queda recordar que esas piezas son de Adolfo Pacheco Anillo, del muchacho de San Jacinto que en los años cincuenta se propuso ser tan grande como Toño Fernández, Ramón Vargas y Andrés Landero: sus amigos y sus espejos.

Sueño con la posibilidad de que, en los reinos de la muerte, donde quiera que estén, nos dejen escuchar algo de música. Yo pediría, de cuando en cuando, algún tema de Los corraleros de Majagual (“La burrita”, “Tres puntá”), de Landero (“La pava congona”, “La muerte de Eduardo Lora”) y de Adolfo Pacheco (“El Cordobés”), de cuyos tropezones recibí lecciones clave para mi oficio de narrador. Pago mi deuda con una honrosa tradición.  

 

Clinton Ramírez C

6 Comentarios


Luis Gomez 02-02-2023 04:54 AM

Muy buena crónica, esto es orgullo nuestro. Esto es Colombiaaa....

Enrique Crespo movilla 02-02-2023 11:39 AM

Excelente crónica soy sanjacintero y me satisface que se le reconozca el valor que tiene la obra literaria del maestro de una forma tan bonita real mente es una obra de todos los costeños es más yo diría que detodo el país pero sobre todo por su contenido del folclor vallenato que para mí es el orgullo de todos los costeños sin pensar en regiones muchas gracias a! Se olvido de mencionar el pintor para mi una delas grandes obras del maestro gracias nuevamente!!!

Wilberto Arias Muñoz 02-02-2023 12:34 PM

Muy importe el articulo. Cuando yo estudiaba en Barranquilla tuve la oportunidad de conocer al maestro Adolfo Pacheco. En aquella pension para estudiantes situada cerca a la segunda brigada me levante como a las 6am un poco trasnochado por unas personas que habian tomado toda lo noche con musica a alto volumen y supuse q eran sanjacinteros dado q los administradores de la pension .eran de alla. Me encuentro a un señor solo casi dormido de la rasca y me acerco y le pregunto: "oiga usted no es Adolfo Pacheco".. y me responde él..."Pacheco Anillo pa que sepa Usted". Seguidamente me mando a que sacara dos cervezas de una caba y ahi comenzó a contarme la historia de la cancion El viejo Miguel , el mochuelo ect. Y me dijo " mijo no es na ahora que llegue a la casa..la mapaná que me espera, pero si me echa de la casa me voy a beber otra ve". Año 2001. Hoy cuanto hubiera deseado tener un celular para haber grabado ese gran encuentro. Estuvo en Mompox hace 2 años pero no pude ir a verlo.

Luis Mario Araújo 02-02-2023 07:48 PM

Hermoso texto. Una lectura lúcida de la obra del maestro Pacheco y su influencia. Merecido homenaje.

Argemiro 06-02-2023 11:34 AM

UN JULGLAR EN TODO EL SENTIDO DE LA PALABRA EL SR ADOLFO PACHECO ANILLO. RECUERDO LOS CUENTOS DEL (FLECHA). DONDE DAVID SÁNCHEZ JULIAO HACE REFERENCIA QUE PORQUE COMIA COCA Y ERA LORIQUERO EN ALGUNAS OCACIONES PASABA DE DESAPERSIBIDO. NOSOTROS NO IMAGINAMOS LA GRANDEZA QUE TUVO Y EL LEGADO DE NOS DEJO EL JUGLAR ADOLFO PACHECO.

Jerlin Pacheco 08-02-2023 12:14 AM

Excelente crónica y gran homenaje para lo más grande que teníamos los bolivarenses en música, Compositor de perrenque y gran contador de historias, Dios tenga en la gloria al maestro Adolfo Rafael Pacheco anillo..

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