Música y folclor

De los areitos del siglo XVI a las cumbias de la actualidad (Primera parte)

David Alejandro y Luis Carlos Ramírez Lascarro

13/03/2023 - 06:30

 

De los areitos del siglo XVI a las cumbias de la actualidad (Primera parte)
La aparición de la palabra cumbia en una publicación sólo se hizo en el siglo XX / Foto: cortesía

 

Frecuentemente, se considera a la cumbia como una manifestación cultural muy antigua, remontándosele hasta tiempos coloniales –aunque esto también sucede con otras músicas populares tradicionales, como el vallenato o el porro-, principalmente desde que se logró consolidar su proceso de folclorización y blanqueamiento, mediante el cual pudo ser aceptada en todos los estamentos de la sociedad colombiana hacia la mitad del siglo XX, después de casi medio milenio de segregación de los bailes, fiestas y músicas de los sectores populares.

Sin embargo, la aparición de la palabra cumbia en publicación alguna es sólo de principios de este mismo siglo y, además, aunque existan muchas características comunes entre la cumbia, la cumbiamba, el merengue y otros bailes anteriores como el bunde y los areitos, no es correcto utilizar este parentesco para nombrar como cumbia a los bailes ceremoniales y/o a las músicas descritas por los cronistas y otros autores desde el siglo XVI en adelante, tiempos desde los cuales estos ritmos, bailes y prácticas sociales sufrieron de una profunda estigmatización, la cual perduró hasta bien entrado el siglo XX, como se podrá ver más adelante.

En Nominar para criminalizar (2002), Martha Herrera Ángel muestra la forma como la corona española, mediante sus administradores civiles y eclesiásticos, al no poder controlar físicamente a los arrochelados, optaron por coaccionar a la población mediante la construcción de representaciones negativas acerca de las formas de vida de estos libres de todos los colores en la Provincia de Santa Marta, en la cual:

Se habían introducido unos bailes que se llaman Bundes para festejar a la Virgen, en los días de sus Misterios y fiestas, tan torpes y lascivos, que a la pureza y modestia de vuestra excelencia disonará”. (AGI [Sevilla] Santa Fe 1519, Citado en Herrera 2002, p. 27)

El mismo tipo de prejuicios étnico –raciales que subyacen en el párrafo del informe anterior, se encuentra la Descripción de la Villa de Tenerife dada el 19 de mayo de 1580 al rey de España por el gobernador de la Provincia de Santa Marta entre 1575 y 1580, Lope De Orozco, la cual es transcrita en Relaciones y visitas a los Andes (Siglo XVI): Tomo II: Región Caribe (1993).

La chicha que beben es de la masa del maíz, que echan en unas múcuras, que son como tinajas y allí en esas múcuras hierven esta chicha. Cuando se quieren emborrachar la hacen más fuerte, con masa de maíz y masa de yuca. Los indios e indias, beben y hacen fiestas, con una caña a manera de flauta, que se meten en la boca para tañar y producen una música fea que parece traída del infierno”. (Tovar, 1993, p. 319).

Muy posiblemente, en estas fiestas antes descritas se daban los bailes ceremoniales que se estiman antecesores de la cumbia y que a esta la revisten del actual misticismo y ceremoniosidad otorgado por los folcloristas.

 

El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés los denomina Areitos, los cuales describe de la siguiente manera:

Un ritual ceremonial de los aborígenes para conmemorar hechos pasados o victorias recientes como una fiesta, una victoria ante sus enemigos, un casamiento de una persona importante o la muerte de un cacique. Se podía realizar de dos maneras: una, como observador, y otra, como participante de las danzas rituales. Practicaban agarrándose de las manos o abrazándose unos con otros mientras cantaban en tono alto y bajo memorias e historias pasadas que trasmitían de generación en generación. A pasos coordinados, mezclaban el canto con un tambor, hecho de madera redonda, hueco, cóncavo y grueso. Al morir el cacique, todos se congregaban en el sitio de velación del difunto para dar inicio a la ceremonia, que se realizaba en círculo hasta al amanecer” (Oviedo, 1851, pág. 124).

Si bien no especifica, como Oviedo, el nombre dado al baile ritual que describió, el alférez José Nicolás De la Rosa, en su Floresta de la santa iglesia catedral de la ciudad y Provincia de Santa Marta (1742) da testimonio de uno de ellos, en un relato no exento de los prejuicios propios del español frente a los nativos:

Los indígenas establecidos a orillas del Río Magdalena conservan su vieja idolatría, manteniendo en aquella montaña un Caney grande (Ranchón), donde se reúnen a rendir adoración y pedir vaticinios a un gran muñeco que allí tienen pendiente de una viga y vestido de hojas y ramos aromáticos, con un turbante de vistosas plumas y en las manos su arco y flecha. Alrededor del Caney, con muchas tinajas y múcuras de sus bebidas y entre una y otra, sus bancos para descansar los que salen del baile; baile este, que forman en circo, tomando en medio al muñeco, para que, obligado de aquel bárbaro holocausto, le anuncien los sucesos y sus gustos. Usan como instrumentos musicales, flautillas o canutillos, percusores con tronco perforado y cuero de venado, caracoles y fotutos”. (De la Rosa, 1742).

Los bundes, de acuerdo a lo descrito por Gregorio de la Sierra, gobernador de la Provincia de Cartagena, en carta al rey del 18 de mayo de 1770, son más parecidos al zambapalo que aún se baila en el corregimiento de Playas blancas y a otros bailes cantaos que a la cumbia actual:

Señor: los bailes o fandangos llamados Bundes sobre V. M. por su Real Cédula de 25 de Octubre último me manda informe, se reducen a una rueda, la mitad de ella toda de hombres, y la otra mitad toda de mujeres, en cuyo centro, al son de un tambor y canto de varias coplas a semejanza de lo que se ejecuta en Vizcaya, Galicia y otras partes de esos Reinos, bailan un hombre y una mujer, que mudándose a rato proporcionado por otro hombre y otra mujer, se retiran a la rueda, ocupando con la separación apuntada el lugar que les toca, y así sucesivamente alternándose, no se encuentra circunstancia alguna torpe y deshonesta que sea característica de él, porque ni el hombre se toca con la mujer, ni las coplas son indecentes. Esta diversión es antiquísima en toda la vasta comprensión de este Gobierno, y difícil de contener por la muchedumbre de gentes que la acostumbra, y lo distante de los sitios y lugares de los campos donde es más común su uso, todo lo cual conociendo ya bien el Reverendo obispo de esta ciudad, ha acordado conmigo, que solo se prohíba por las noches en las vísperas de días de fiesta, porque no suceda que durando toda ella el citado bunde, se queden sin misa al siguiente día los concurrentes, fatigados o descansando de la mala noche, como suele ejecutarse”. (Urueta y Piñeres, 1912, p. 401; Corrales, 1898, Tomo I, p. 454).

Ya en el siglo XIX aparece el nombre de Cumbiamba, en referencia a uno de los ritmos con los cuales festejaban los indígenas en la víspera de la batalla librada en Cartagena el 24 de junio de 1821. Cuadro relatado en el Boceto biográfico del intrépido Almirante José Prudencio Padilla (1923):

No era noche de luna la del 18 de Junio de 1821; pero la pintoresca población de Arjona ostentaba la más pura serenidad en el cielo tachonado de estrellas, y en el alegre bullicio de las gaitas y cumbiambas con que festejaban los indígenas, al abrigo de las armas republicanas, la aproximación de la celebrada fiesta de San Juan; tormento de gallos y capones, amargura de caballos y burros, encanto de las jóvenes y mozas casaderas, y alegría arrebatadora de los regocijados muchachos, ávidos de sensaciones...” (López, 1923, p. 26)

En esta misma época de la guerra de independencia, en los primeros años de la república, en abril de 1823, llega el capitán de la marina real inglesa Charles Stuart Cochrane a El Piñón, Magdalena, suceso que registra en la obra Viajes por Colombia, 1823 y 1824 (1994).

En Piñón encontré 7 cañoneros bajo el mando de Louis Carboniere, con guerreros que llevaban lanzas y parecían indios. Una vez en tierra me presenté ante el Capitán de escuadra, cuando le mencioné mi nombre, recibí de él un caluroso saludo, me comentó que había servido en las indias occidentales bajo las órdenes de mi padre, Sir Alexander Cochrane, a quien le debía mucho. Como prueba de su aprecio me ofreció una excelente cena. Antes de la cena, un melancólico sonido proveniente de una caña y un tambor, atrajo mi atención. Me dirigí al lugar y encontré a un grupo de personas que formaban un círculo al que me admitieron sin prevenciones. El sonido era producido por algunos indios; uno de ellos, de píe, sostenía una larga caña con la que emitía diferentes sonidos, sin melodía alguna; mientras tanto otro indio, sentado en el piso, sostenía en medio de sus piernas un pequeño barril cubierto con una piel de cordero templada, que servía como tambor, en el que producía un ritmo regular utilizando pequeños palitos. La música era simple, pero parecía deleitar a los indios, bailaban de manera algunas veces grotesca sin ser desagradable, con poco movimiento, pero inclinando su cuerpo en varias posiciones fáciles. Para terminar, los bailarines tendieron sus capas sobre mis zapatos, para significar que se estaba solicitando una donación. Al finalizar me retiré a cenar”. (Stuart, 1994, p. 52).

Aquí encontramos un relato en el cual está involucrado un conjunto liderado por una gaita, el mismo tipo de conjunto que vio el viajero sueco Carl August Gosselman, en Gaira, en medio de sus viajes por el país entre 1825 y 1826.

 

Por la tarde del segundo día se preparaba gran baile indígena en el pueblo. La pista era la calle, limitada por un estrecho círculo de espectadores que rodeaba a la orquesta y los bailarines. La orquesta es realmente nativa y consiste en un tipo que toca un clarinete de bambú de unos cuatro pies de largo, semejante a una gaita, con cinco huecos, por donde escapa el sonido; otro que toca un instrumento parecido, provisto de cuatro huecos, para los que solo usa la mano derecha, pues en la izquierda tiene una calabaza pequeña llena de piedrecillas, o sea una maraca, con la que marca el ritmo. Este último se señala aún más con un tambor grande hecho en un tronco ahuecado con fuego, encima del cual tiene un cuero estirado, donde el tercer virtuoso golpea con el lado plano de sus dedos.

A los sonidos constantes y monótonos que he descrito se unen los observadores, quienes con sus cantos y palmoteos forman uno de los coros más horribles que se puedan escuchar. En seguida todos se emparejan y comienzan el baile. Este era una imitación del fandango español, aunque daba la impresión de asemejarse más a una parodia. Tenía todo lo sensual de él, pero sin nada de los hermosos pasos y movimientos de la danza española, que la hacen tan famosa y popular.” (Gosselman, 1979, p. 55).

Durante los viajes del botánico estadounidense Isaac Holton por la Nueva Granada, para estudiar la flora tropical de este territorio, presenció un baile canta´o sin identificar, en cuya descripción sólo haría falta el corralito, la mata de plátano y el conjunto de caña de millo para que fuera una cumbia tradicional guamalera.

Afortunadamente no estuve mucho tiempo en Calamar, pero allí presencié a campo descubierto el baile más curioso que uno pueda imaginar. Andando por el pueblo vi una luz que venía de la orilla del río y oí el extraño ritmo de un tambor acompañado por voces que, para el gusto de algunos, podrían ser cantos, pero para otros serían puros berridos. Había un gentío agolpado alrededor de una pareja bailando, pero me abrieron paso para que pudiera mirarlos. Las luces provenían de las velas que iluminaban las mesas donde vendían bizcochos, golosinas y ron. Por su parte los bailarines, un negro viejo y una mujer, bailaban a la luz de la luna y en la danza adoptaban posturas interesantísimas. Ella bailaba suelta mientras los brazos del hombre la rodeaban sin tocarla y él intentaba seguirle el ritmo, agachándose un poco de tal manera que los brazos quedaran al nivel de la cintura de la mujer.” (Holton, 1857, pp. 55 - 56).

Para esta misma época, pero en Cartagena, presenció el general Joaquín Posada Gutiérrez la segregación étnico – racial con la cual se jerarquizaban los salones de baile, de los cuales eran excluidos los ciudadanos rasos:

Para la gente pobre, libres y esclavos, pardos, negros, labradores, carboneros, carreteros, pescadores, etc., de pie descalzo, no había salón de baile, ni ellos habrían podido soportar la cortesanía y circunspección que más o menos rígidas se guardan en las reuniones de personas de alguna educación, de todos los colores y razas”. (Posada, 1860, p. 398).

De esta época puede provenir el relacionamiento de la Cumbia con las fiestas de la candelaria, pues, eran estas fiestas las descritas por Posada, en medio de las cuales los negros esclavizados y los indígenas realizaban bailes tan parecidos a los areitos y bundes del siglo XVI como a las cumbiambas del siglo XIX y a la cumbia actual:

Ellos, prefiriendo la libertad natural de su clase, bailaban a cielo descubierto al son del atronador tambor africano, que se toca … y de hombres y mujeres en gran rueda, pareados, pero sueltos sin darse las manos, dando vuelta alrededor de los tamborileros, las mujeres, enflorada la cabeza con profusión, lustroso el pelo a fuerza de sebo y empapadas en agua de azahar, acompañaban a su galán en la rueda, balanceándose en cadencia muy erguidas, mientras el hombre, ya haciendo piruetas, dando brincos, ya luciendo su destreza en la cabriola, todo al compás, procuraba caer en gracia a la melindrosa negrita o zambita, su pareja (…)

Era lujo y galantería en el bailarín dar a su pareja dos o tres velas de cebo y un pañuelo de rabo de gallo o de muselina de guardilla para cogerlas, las que encendidas todas llevaban la ninfa en la mano, muy ufana y era riguroso requisito el dejar arder el pañuelo cuando la luz de las antorchas llegaban a quemarlo, hasta que amenazando arder la mano e incendiar el vestido, se arrojaban fuera de la rueda de cabos de vela y pañuelo, que los espectadores, brincando sobre ellos, se apresuraban a apagar para no asfixiarse (…)

Los indios también tomaban parte de las fiestas bailando al son de sus gaitas, especie de flauta a manera de zampoña. En la gaita de los indios a diferencia del currulao de los negros, los hombres y mujeres, de dos en dos, se daban las manos en rueda, teniendo a los gaiteros en el centro y ya se enfrentaban las parejas, ya se soltaban, ya volvían a asirse, golpeando al compás el suelo con los pies, balanceándose en cadencia y silencio, sin brincos ni cabriolas y sin el bullicioso canto africano, notándose hasta en el baile la diferencia de las dos razas. El indio, en todo, hasta en la alegría manifiesta cierta tristeza; el negro se ríe a grandes carcajadas; el indio apenas sonríe; el negro, cuando canta, cuando baila, se olvida hasta de la esclavitud; el indio, que casi nunca canta y cuando lo hace parece que suspira, hasta bailando demuestra que recuerda y echa de menos su antigua independencia y libertad de los bosques y en su semblante triste y en su aspecto humilde y en su mirar reservado indica que protesta contra su suerte y que dice sin decirlo: “Vosotros, blancos y negros, los hijos de vuestra mezcla, sois intrusos aquí, sois usurpadores de mi propiedad, no tenéis derecho a la tierra que pisáis, que es mía”. Y esto es verdad. Pero el negro puede contestarle: “Yo no vine aquí por mi gusto, me trajeron como esclavo.” ¡Esclavo! ¡Que palabra! … ¡Si! ¡La independencia es un bien por mal que estemos!” (Posada, 1860, p. 398 - 399).

El escritor José María Samper en De Honda a Cartagena (1973) relata su viaje por el río Magdalena en 1879, dando cuenta de los elementos constitutivos de los bailes y la música de los pueblos ubicados sobre los márgenes del río Magdalena, en particular de Regidor, sur de Bolívar, de la siguiente manera:

Había un ancho espacio, perfectamente limpio, rodeado de barracas, barbacoas de secar pescado, altos cocoteros y arbustos diferentes. En el centro había una grande hoguera alimentada con palmas secas, alrededor de la cual se agitaba la rueda de danzantes, y otra de espectadores, danzantes a su turno, mucho más numerosa, cerraba a ocho metros de distancia el gran círculo. Allí se confundían hombres y mujeres, viejos y muchachos, y en un punto de esa segunda rueda se encontraba la tremenda orquesta... Ocho parejas bailaban al compás del son ruidoso, monótono, incesante, de la gaita (pequeña flauta de sonidos muy agudos y con solo siete agujeros) y del tamboril, instrumento cónico, semejante a un pan de azúcar, muy estrecho, que produce un ruido profundo como el eco de un cerro y se toca con las manos a fuerza de redobles continuos. La carraca (caña de chonta, acanalada trasversalmente, y cuyo ruido se produce frotándola a compás con un pequeño hueso delgado); el triángulo de fierro, que es conocido, y el chucho o alfandoque (caña cilíndrica y hueca, dentro de la cual se agitan multitud de pepas que, a los sacudones del artista, producen un ruido sordo y áspero como el del hervor de una cascada), se mezclaban rarísimamente al concierto. Esos instrumentos eran más bien de lujo, porque el currulao de raza pura no reconoce sino la gaita, el tamboril y la curruspa. Las ocho parejas, formadas como escuadrón en columna, iban dando la vuelta a la hoguera, cogidos de una mano, hombre y mujer, sin sombrero, llevando cada cual dos velas encendidas en la otra mano, y siguiendo todos el compás con los pies, los brazos y todo el cuerpo, con movimientos de una voluptuosidad, de una lubricidad cínica, cuya descripción ni quiero ni debo hacer.” (Samper, 1973, pp. 401 – 402).

En este mismo año que Samper reseña al poco referenciado currulao del sur de Bolívar, en la capital, un periódico local cartagenero trae una descripción del ritmo y el baile de la cumbiamba en la cual aparece, por primera vez en las fuentes consultadas, nombrada específicamente la caña de millo.

Por la noche se oye la cumbiamba, baile popular cuya música consiste en una flauta de millo y en un tambor que produce un sonido monótono pero acompasado. Se baila en una rueda, y el hombre hace movimientos grotescos y desenvueltos al son del tambor mientras la mujer lleva en una mano un mazo de velas encendidas, cogido con un rico pañuelo de valor, el cual viene a quemarse al final cuando se acaban las velas, que es el lujo del baile.” (El Porvenir, marzo 2 de 1879).

El jurista y literato Riohachero Florentino Goenaga en su crónica Mayo (1890), realiza el primer registro de alguna música de acordeón, recordando una noche de 1875 en la cual salió a divertirse en un baile popular en su natal Riohacha.

[…] “invenciblemente atraídos por el ruido apasionado de un acordeón, un tambor y una guacharaca, atacados, sin duda, de mal de rabia, según tocaban fuerte y repetido. Y allí, teniendo por testigo complaciente a la luna, encubridora celeste, que alumbraba con una luz maravillosa aquella escena, se agitaban como poseídas de algún diablillo gozoso y retozón unas cuantas parejas populares alrededor del grupo formado por los músicos, que tocaban un aire de cumbiamba tan vivo y sensual que era capaz de enardecer y sacar de sus casillas al propio nevado pico de la Horqueta.”

No es este el único relato en el cual Goenaga habla de la cumbiamba, pues en la crónica La virgen de Perebere (viajes vulgares de provincia) (1893), en la cual habla acerca de la celebración de las fiestas de la virgen del Carmen en la zona rural de Riohacha.

Las cumbiambas de Perebere son famosas. Allí se dan cita todas las hembras a quienes les gusta el baile popular. El acordeón, la guacharaca y el tambor, hábilmente manejados, y algunas libaciones pronto sacan de sus casillas aún a los más reposados.”

Goenaga, en el primer texto citado, se refiere a la cumbiamba como un ritmo y, en el segundo, como una práctica social, del mismo modo que el viajero francés Henry Candelier, lo hace en la obra Riohacha y sus indios guajiros (1893). En esta describe uno de estos eventos, presenciado en 1880, amenizado por un conjunto liderado con acordeón, al igual que Goenaga.

La “Cumbiemba” es la danza de los obreros, danza absolutamente indígena (…) En primer lugar, no hay salón de baile; todo sucede al aire libre, en una plaza; no hay cercas ni trabas, Imagínese ahora un poste hundido en la tierra, un pequeño mástil de 2,50 metros de altura, encima del cual ondea el pabellón colombiano; más abajo, alrededor del asta del pabellón y contra el mástil, tres o cuatro linternas suspendidas. Es el escenario en toda su sencillez.

Hacia las 8 de la noche, tres músicos vienen a apoyarse contra el poste, un hombre con un acordeón, otro con tambor y otro tocando “Guacharaca”. (…)

Tan pronto la música sigue un ritmo, se ven desfilar hombres y mujeres en grupos, los hombres en manga de camisa, las mujeres llevando velas prendidas y “Cucuyos” o gusanos de luz en el cabello y el talle. Inmediatamente las mujeres excitadas por esa música que les es favorita, se ponen a revolotear alrededor del mástil, deslizándose sobre el suelo, con un ligero movimiento rítmico, lascivo, de vaivén para adelante y atrás, del vientre, de las caderas y del talle: los hombres al frente de ellas ejecutan el mismo movimiento.

No diré que es una danza muy casta y decente, pero es ciertamente graciosa (…) Esas mujeres revoloteando así, iluminadas por la luz de las lámparas y velas, me parecieron tener una expresión feliz, radiante. Por momentos cantaban, me pareció verlas estremecerse, llevadas por esa ronda lánguida, por una emoción inconsciente, ¿quién sabe?, por una especie de satisfacción de los sentidos. Ellas bailaron hasta el amanecer.” (Candelier, 1893, pp. 80 – 83).

Aquí el término cumbiamba o cumbiemba, que es el usado específicamente, puede ser un genérico que referencie el espacio para el baile y la parranda, y aunque no existe una referencia en el texto sobre el ritmo musical de la cumbia, es probable que este viajero haya oído y visto la música y el baile de la cumbia o, en todo caso, un antecedente de la cumbia actual, así como del vallenato - ámbito en el cual es citado frecuentemente este texto -, y del mismo Porro, pues el germen de este también se halla en cumbiambas, realizadas para la misma época en la región de las sábanas del viejo Bolívar.

Ya para esta época debía usarse la palabra cumbia, de acuerdo a lo expresado en la contracarátula del álbum Pa´gozá el carnaval (1964) de la Cumbia soledeña. Este grupo habría sido fundado por Desiderio Barceló en 1877, tío – bisabuelo del maestro Efraín Mejía; sin embargo, no es sino hasta la primera edición de Viaje de O Drasil (1893) para poder encontrarse la primera referencia escrita a la palabra cumbia.

Tóconos pecnotar alguna vez en San Pedro, ocho leguas y media arriba del Banco, y pudimos aprovecharnos de la fi esta dominguera de los poblados. Todos nos fuimos a tierra. La cumbiamba estaba en su punto. Bajo el oscuro toldo del cielo estaban situadas en rueda los bailadores, y en el centro de este círculo movible los músicos tocando con furia sus tamboriles, gaitas, chirimías y guacharacas, que formaban un ruido desapacible para los profanos, pero dulce y cadencioso para los que modulaban en él sus emociones y medían con sus compases los de aquel baile primitivo, que conserva el sello de la naturaleza indómita de los aborígenes. En nuestros salones un valse, una polka, una mazurca, no duran más de quince minutos. Una tirada de cumbia pasa de dos horas y nadie se cansa, ni se fastidia, en aquel continuo girar y en aquel sostenido cadereo. Gruesas gotas de sudor resbalaban por las atezadas mejillas, se sienten respiraciones danzantes, parecen que se observaran dos fieras enamoradas. Los blancos dientes asómanse al descorrerse las cortinas de los abultados labios, y entonces nos parece ver el trasunto de una sonrisa de gigantes correspondidos.” (PEPE,1994, p.94 – 95, citado en Gutiérrez, 2013, p. 86).

En este texto se usa el término cumbiamba en referencia a la práctica social, al evento en el cual se baila y se toca cumbia, tal como en algunos sitios se emplea en la actualidad, no como un ritmo o conjunto de ritmos como fue usado este término posteriormente, por Rangel Pava, para el caso del municipio de Guamal, Magdalena.

 

David Alejandro y Luis Carlos Ramírez Lascarro

Sobre el autor

Luis Carlos Ramirez Lascarro

Luis Carlos Ramirez Lascarro

A tres tabacos

Guamal, Magdalena, Colombia, 1984. Historiador y Gestor patrimonial, egresado de la Universidad del Magdalena. Autor de los libros: La cumbia en Guamal, Magdalena, en coautoría con David Ramírez (2023); El acordeón de Juancho (2020) y Semana Santa de Guamal, Magdalena, una reseña histórica, en coautoría con Alberto Ávila Bagarozza (2020). Autor de las obras teatrales: Flores de María (2020), montada por el colectivo Maderos Teatro de Valledupar, y Cruselfa (2020), Monólogo coescrito con Luis Mario Jiménez, quien lo representa. Ha participado en las antologías poéticas: Poesía Social sin banderas (2005); Polen para fecundar manantiales (2008); Con otra voz y Poemas inolvidables (2011), Tocando el viento (2012) Antología Nacional de Relata (2013), Contagio poesía (2020) y Quemarlo todo (2021). He participado en las antologías narrativas: Elipsis internacional y Diez años no son tanto (2021). Ha participado en las siguientes revistas de divulgación: Hojalata y María mulata (2020); Heterotopías (2022) y Atarraya cultural (2023). He participado en todos los números de la revista La gota fría: No. 1 (2018), No. 2 (2020), No. 3 (2021), No. 4 (2022) y No. 5 (2023). Ha participado en los siguientes eventos culturales como conferencista invitado: Segundo Simposio literario estudiantil IED NARA (2023), con la ponencia: La literatura como reflejo de la identidad del caribe colombiano; VI Encuentro nacional de investigadores de la música vallenata (2017), con la ponencia: Julio Erazo Cuevas, el Juglar guamalero y Foro Vallenato clásico (2016), en el marco del 49 Festival de la Leyenda vallenata, con la ponencia: Zuletazos clásicos. Ha participado como corrector estilístico y ortotipográfico de los siguientes libros: El vallenato en Bogotá, su redención y popularidad (2021) y Poesía romántica en el canto vallenato: Rosendo Romero Ospino, el poeta del camino (2020), en el cual también participé como prologuista. El artículo El vallenato protesta fue citado en la tesis de maestría en musicología: El vallenato de “protesta”: La obra musical de Máximo Jiménez (2017); Los artículos: Poesía en la música vallenata y Salsa y vallenato fueron citados en el libro: Poesía romántica en el canto vallenato: Rosendo Romero Ospino, el poeta del camino (2020); El artículo La ciencia y el vallenato fue citado en la tesis de maestría en Literatura hispanoamericana y del caribe: Rafael Manjarrez: el vínculo entre la tradición y la modernidad (2021).

@luiskramirezl

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