Ocio y sociedad
El cabo Uribe, su vida y la historia de su región
El cabo Uribe, a sus 94 años, asegura estar dispuesto a aceptar los designios de Dios. Lo dice porque cree que con esa edad es poco el tiempo que le queda en su tránsito por la tierra. Quizá esa convicción sea quien lo haya convertido en un ser humano al que, pareciera que sólo le interesara el futuro, aunque para él sea morir.
Sin embargo, no todo le resulta indiferente, me bastó indagar por qué le llaman El cabo, para percibirlo. Entonces, avivando sus ojos, respondió que no sabía el origen, ni el significado de ese mote con el que lo identifican desde que era un niño. No obstante, reflexionando, lo asocia con el hecho de que, en Río Nuevo, donde nació, al principio de su existir no supieron su nombre, Ezequiel, debido a que se crio en una finca allende a esa pequeña localidad ubicada a orillas del río Magdalena.
Y sin abandonar el hilo narrativo, asoció el haber vivido por algún tiempo fuera de esa localidad debido a que su madre, a la que identifica como de malas en el amor, lo dejó en manos de un hermano de ella. Lo hizo después de haberse comprometido con un hombre que la llevó a vivir a otro lugar.
En esa finca fue creciendo y sintiendo en lo profundo de su alma la indiferencia de su padre, de quien dice que solo le dio el apellido. Fue en ese tiempo que, aun siendo un niño, volvió a ver a su madre por última vez. Seguro que la observó con ojos de resentimiento por todo lo que vivía con el tío, que jamás le expresó una palabra de amor, ni le brindó una caricia, y quien, incluso, no lo creyó digno de darle un espacio dentro de su casa para dormir, pues para hacerlo le asignó un zarzo que ocupaba la parte superior de la cocina que estaba en el patio.
¿Lo de Cabo sería porque de niño le gustaba la milicia? Le indagué. Guardó silencio, como si al hacerlo encontraría la respuesta. “Ese tema nunca me interesó, como tampoco las armas, ni mucho menos la violencia. Mi rechazo a prestar el servicio militar fue producto de las historias que desde niño escuché en la zona de Loba, relacionadas con enfrentamientos armados en la Guerra de los Mil Días, entre liberales y conservadores habitantes de los ríos Magdalena, Chicagua y en el caño del Pelao. Hechos de los que supe debido a que sucedieron veintisiete años antes de haber nacido.”
“También por las animosidades que quedaron después de la Guerra. Fueron tantos que los liberales teníamos una manera para cortar el plátano en tajadas, y los conservadores la suya. Pero la violencia, además de alejarme de las armas, me hizo casi que indiferente a la política. Me interesó un poco después de haberme unido sentimentalmente con Reina Isabel, quien era una activista del partido liberal. Y cuando me proponía ser un partícipe más activo, un pariente fue asesinado en una trifulca entre godos y mochorocos.”
No obstante haber sido un hombre sereno, ajeno a los conflictos, admite que cuando mataron a Gaitán sintió la rabia del militante fiel y la frustración por la pérdida de quien era su líder. Alejados de los principales pueblos y carentes de acceso a medios de comunicación, de este hecho supieron en Río Nuevo, luego que desde Pinillos enviaran un chasqui, cuatro bogas impulsando una canoa, comunicándole a los liberales habitantes en el río Grande, lo sucedido. Además, les pidieron que se prepararan con armas por si los conservadores decidían atacarlos, como sucedió en los combates de Palomino y cerca de Altos del Rosario.
Entonces, aprovechando el interés por lo que conversábamos, le pregunté por la historia de Río Nuevo. Me dijo que surgió espontáneamente después de que pescadores levantaron sus casas a orilla del río Magdalena, debido a la abundancia de agua y de peces. Después llegaron otras personas impulsadas por la importancia que adquirió la localidad como puerto de quienes iban, a través del caño de San Isidro, hacia Cueva Honda o Puerto Rosario.
Río Nuevo creció al borde de la isla de Corozo, a finales de 1800. Porción de tierra que se formó cuando el río, en el siglo XIX, invadió el brazo de Loba, forzó su ingreso por el brazo de la Victoria e invadió con sus aguas el caño Quitasol o de Los pescadores, que ahora llaman el río Grande. Pero el suelo del cayo y la fuerza de la corriente del Magdalena, les han jugado una mala pasada a los habitantes de esta localidad, debido al desbarrancamiento de sus costas. Producto de esto, el pueblo ha sido mudado en varias oportunidades; sin embargo, el proceso de excavación y modelaje del terreno continúa. “Es como si la tierra hubiera sido puesta por el río y se la estuviera llevando para ponerla en otro lugar”. Sentencia El cabo.
“El desbarrancamiento continúa. Mi familia y yo nos aprestamos a mudarnos nuevamente, porque la casa que construyeron mis hijos, hace aproximadamente 22 años, se encuentra en peligro de irse por un precipicio. Esto se debe a que el río ha erosionado la calle con la que colindamos y que lo bordea. Sin embargo, no es la primera, desde que me uní a Reina Isabel, el río nos ha quitado cuatro viviendas: tres hechas con madera, trozos de corozo y techo de hojas de bijao, y la actual que es de calicanto. Lista en la que no incluyo donde nací, de la que solo quedan mis recuerdos, porque ella, junto al pueblo, que debía quedar en el centro del Magdalena, desapareció.”
Por evitar la erosión de la orilla del río poco o nada se ha hecho, la solución ha sido que los pobladores se desplacen en dos direcciones: hacia el norte, y con orientación a la ciénaga La Pelá o Guamalito. El poblamiento de las costas de este humedal traerá graves consecuencias como la contaminación de sus aguas, la desaparición de la vegetación costera que sirve de alimento y refugio de peces. La obra que adelantaron fue la construcción de un jarillón o dique para evitar la inundación del pueblo. Pero la aparente solución ha creado varios problemas, entre ellos: se ha roto la relación entre el río y la ciénaga, la que le permite a esta última variar la calidad del agua y, principalmente, con la avenida del río y el crecimiento del cenagal, esta última anega la población aun cuando el nivel del río haya bajado. “Quienes ordenaron hacer ese trabajo desconocieron que nosotros, desde los tiempos en que comenzó a existir este pueblo, nos hemos enfrentado a las corrientes del Magdalena, en tiempo de creciente, utilizando elementos de la naturaleza como trozos de madera y ramas. Y a las aguas que nos inundan, tendiendo tablados dentro de las casas.” Anota El cabo.
El cabo, queriendo continuar con el hilo narrativo de su vida, afirmó: “Yo me hice adulto en los playones circundantes a las ciénagas existentes en esta zona. En ellos encontré la manera de ganarme la vida, incluso cuando me uní a Reina Isabel. En ellos apresaba babillas y boas, cuando venían de Magangué a comprarlos. Y como la pobreza era extrema, capturaba monos y ponches, para el consumo humano. Además, pescaba y ofrecía los servicios de compostura y salado de pescado, especialmente de bagres, que ha sido, entre los peces, el más apetecido. Como pago por mi labor recibía las cabezas de este pez, con las que garantizaba la liga. El arroz lo comprábamos cuando era posible vender lo pescado por mí, por lo que era común el consumo de mafufo, porque lo regalaban.”
Otra actividad era la siembra del campo, especialmente con semillas de maíz. La productividad de sus cultivos le generó la fama de buen cultivador, permitiéndole que fuera solicitado por propietarios para que lo hiciera en sus predios. Mientras realizaba estas y otras labores, tenía la posibilidad de garantizar los alimentos a su numerosa prole, pero cuando quedaba cesante, la pobreza extrema volvía a reinar en el seno de la familia.
Hoy el desamor y el abandono son hechos del pasado en la vida del Cabo. Convertido en el centro de su familia, no olvida el tiempo en que trabajaba sin descanso para siquiera garantizarle una comida a sus hijos, porque no alcanzaba para más nada. Hijos que han permitido que viva una vejez digna, sin preocuparse de cómo resolver el día de mañana, si en el de hoy había reinado la desesperanza.
Álvaro Rojano Osorio
Sobre el autor
Álvaro Rojano Osorio
El telégrafo del río
Autor de los libros “Municipio de Pedraza, aproximaciones historicas" (Barranquilla, 2002), “La Tambora viva, música de la depresion momposina” (Barranquilla, 2013), “La música del Bajo Magdalena, subregión río” (Barranquilla, 2017), libro ganador de la beca del Ministerio de Cultura para la publicación de autores colombianos en el portafolio de estímulos 2017, “El río Magdalena y el Canal del Dique: poblamiento y desarrollo en el Bajo Magdalena” (Santa Marta, 2019), “Bandas de viento, fiestas, porros y orquestas en Bajo Magdalena” (Barranquilla, 2019), “Pedraza: fundación, poblamiento y vida cultural” (Santa Marta, 2021).
Coautor de los libros: “Cuentos de la Bahía dos” (Santa Marta, 2017). “Magdalena, territorio de paz” (Santa Marta 2018). Investigador y escritor del libro “El travestismo en el Caribe colombiano, danzas, disfraces y expresiones religiosas”, puiblicado por la editorial La Iguana Ciega de Barranquilla. Ganador de la beca del Ministerio de Cultura para la publicación de autores colombianos en el Portafolio de Estímulos 2020 con la obra “Abel Antonio Villa, el padre del acordeón” (Santa Marta, 2021).
Ganador en 2021 del estímulo “Narraciones sobre el río Magdalena”, otorgado por el Ministerio de Cultura.
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