Ocio y sociedad

Las citas telefónicas, las cartas y los telegramas

Eddie José Dániels García

21/01/2025 - 06:20

 

Las citas telefónicas, las cartas y los telegramas
Cabinas telefónicas ubicadas en el aeropuerto el Dorado / Foto: Jorge Silva / Archivo de Bogotá, años 70.

 

“Vengo a hacer una cita telefónica a Talaigua Nuevo en el departamento de Bolívar”, solía decirle a la operadora de la empresa telefónica de Boyacá, cada vez que me acercaba a esa oficina, en las horas de la mañana, cada dos o tres meses, o, más bien, cuando deseaba hablar con Dona, mi progenitora, quien se encontraba a mil kilómetros de distancia.  “A quién va a citar y a qué hora”, me preguntaba la operadora, siempre con el aura amable que identifica a los nativos boyacenses. “A la señora Dona García, a las 4 de la tarde, dirección conocida en Talaigua”, le afirmaba. Después de darle mis datos, me retiraba feliz para retornar a la oficina, en llegando la hora de la cita. Deseoso de comunicarme con Dona, me acercaba unos minutos antes para estar atento al anuncio de la operadora. De pronto oía una voz que decía: “Señor Eddie, Talaigua Nuevo está en la línea, favor pasar a la cabina tres”. Entraba al cubículo y tras hablar unos cuantos minutos con doña Dona, pasaba a hacer la cancelación, la cual, recuerdo, no superaba los veinte pesos. El minuto valía según la distancia. Aún faltaban cuarenta años para que se hubiera inaugurado la era de los celulares, con las series de innovaciones que superan las modas en la actualidad.

En Talaigua, todavía yo no lo había bautizado con el nombre de San Roque, su santo patrono, la oficina del teléfono estaba en la casa de don Julio Gutiérrez Camelo, que era el encargado de hacer las llamadas y recibir las citas. Había remplazado a Eunice, su hermana, quien, inicialmente, tuvo esta ocupación. El teléfono estaba ubicado en una esquina de la amplia sala de su residencia.  Era un aparato grande de madera con una bocina en el centro y el auricular colgado con una cadena en el lado izquierdo. En la parte superior del frente tenía dos casquetes metálicos que servían de timbre y en la mitad del lado derecho tenía una manivela con que se daban las vueltas para comunicarse con las otras poblaciones. Por ejemplo, para comunicarse con Cartagena había que dar cinco vueltas. Lo curioso era que no había privacidad, y cualquier persona que estuviera en la sala o pasara por la calle, perfectamente, oía la conversación. Una vez, por simple curiosidad, le pregunté a la operadora de Tunja, cómo era el proceso para comunicarse con Talaigua. Muy amable me explicó: primero nos comunicamos con Bogotá, Bogotá pide línea a Barranquilla, Barranquilla se comunica con Mompós y Mompós con Talaigua.

En esa época, cada departamento tenía su empresa telefónica, las cuales se administraban de manera independiente, pero operaban de forma conjunta, es decir, prestándose los servicios unas con otras. Las ciudades capitales y los municipios grandes gozaban de teléfonos residenciales y las citas telefónicas sólo eran utilizadas por las personas que no gozaban de este servicio, sobre todo, en las poblaciones medianas o donde este fuera de imperiosa necesidad. Años después, las telefónicas departamentales fueron despareciendo, concretamente, cuando la Empresa Colombiana de Telecomunicaciones, Telecom, que había sido fundada en 1947 por el presidente Mariano Ospina Pérez comenzó a ensancharse y asumió el control de las comunicaciones en todo el país. Entonces, la cobertura de los teléfonos residenciales inició su propagación por todos los municipios y la telefonía rural empezó a tomar fuerza. Telecom fue liquidada en el 2004 por el presidente Álvaro Uribe Vélez, año en que ya las grandes empresas extranjeras de telefonía celular, “la revolución comunicativa del siglo XX”, habían hecho su aparición en Colombia. Hoy, dos décadas después, Telecom es un efímero recuerdo de nuestra memoria.

El 1 de enero de 1924 comenzó a funcionar el Ministerio de Correos y Telégrafos, que se había creado el año anterior, siendo presidente de la República el general Pedro Nel Ospina. Anteriormente, desde la constitución de 1886, todo lo relacionado con el correo y las comunicaciones telegráfica y telefónica hacían parte del Ministerio de Gobierno. En febrero de 1953, siendo presidente Roberto Urdaneta Arbeláez, quien estaba remplazando transitoriamente al doctor Laureano Gómez Castro, su nombre fue cambiado por Ministerio de Comunicaciones, nombre que perduró hasta el 2009 cuando fue sustituido por Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicaciones, MinTIC, en el segundo cuatrienio de Álvaro Uribe Vélez. En 1963, siendo presidente Guillermo León Valencia, se crea la Administración Postal Nacional, Adpostal, adscrita al Ministerio de Comunicaciones, una empresa estatal encargada del correo nacional e internacional, la entrega de telegramas, el envío y pago de giros, la producción y circulación de estampillas, el transporte de encomiendas y la facturación de servicios públicos. Su existencia fue hasta el 2006, cuando, víctima de la corrupción, desapreció del panorama nacional.

Adpostal tenía una oficina en todas los pueblos y ciudades. Generalmente estaba ubicada en un lugar visible y de fácil acceso. En Talaigua, por ejemplo, quedaba en una esquina de la plaza principal. Allí permanecía una operadora, que era la encargada de recibir los telegramas, llamados también “marconis” en honor al italiano Guillermo Marconi, el fundador de la telegrafía. A esta oficina llegaba también, todas las semanas, el saco del correo, que traía las cartas y encomiendas para sus diferentes destinatarios. El saco llegaba en una de las lanchas que venían, unas veces de Mompós, y otras de Magangué, según la planeación. Una carta o encomienda que fuera remitida desde Bogotá, tardaba, entre 20, 25 o más días en llegar. Lo mismo sucedía con las cartas que se enviaban, las cuales sólo eran despachadas, el día que llegaba la lancha y se llevaba el correo. Este es el episodio que narra Gabito en su cuento “El coronel no tiene quien le escriba”, donde relata que su abuelo iba semanalmente a la oficina del correo para ver si le había llegado la carta, anunciándole la pensión que le había asignado el Gobierno. “Nada para el coronel” solía decirle la empleada cada vez que el abuelo llegaba a la oficina.

Las operadoras, u operadores, de las oficinas telegráficas o de correos, debían ser expertos en el manejo del Código Morse, también conocido como Alfabeto Morse, en honor a Samuel Morse, su inventor, quien creo un alfabeto formado por puntos y rayas para graficar cada una de las letras, los cuales eran representados con sonidos, emitidos por el manipulador, que era el aparato destinado para tal fin. Por ejemplo, la a es .- (punto raya), la b es -… (raya punto punto punto), y así sucesivamente. Esto significaba que el operador debía enlazar los sonidos letra por letra para formar las palabras. A comienzos y mediados del siglo pasado la telegrafía fue uno de los oficios más apetecidos de Colombia. Por esta razón, Gabriel Eligio, el papá de García Márquez, fue telegrafista en Magangué, Achí, Ayapel y Aracataca. Algunas telegrafistas que recuerdo de Talaigua fueron Etilvia Rivera, la mamá de Rodolfo Aycardi, doña Celia Villabón, una señora ocañera, que tenía una letra horrible y no se le entendían los textos, y doña Dilia del Castillo, famosa por su caligrafía exquisita, que provocaba leer y releer los mensajes, los cuales eran manuscritos y asegurados con una grapa para evitar ser leídos por los mensajeros.

Recuerdo que, en mis fructíferos años del Colegio Pinillos, orgullo la envejecida villa momposina, cuando estudiábamos el Alfabeto Morse, que figuraba en los textos de castellano de los primeros años del bachillerato y era obligación estudiarlo y aprenderlo, el profesor José A. Cabrales Meza nos decía que los sonidos aproximados para representar las letras en el Código Morse eran: “tica” para el punto y “taratica” para la raya. Y hacía la demostración poniendo la mano derecha sobre el escritorio y pisando con los dedos índice y anular un lápiz o un objeto largo sobre el dedo del corazón. Al golpear con el índice derecho el extremo del lápiz o del objeto, se producía un sonido similar al producido por el manipulador, nombre del aparato que servía para enviar los mensajes. Por esta razón, en las oficinas, los operadores se ubicaban en un lugar interno donde no se oyeran los sonidos de la transmisión. Se corría el riesgo de que cualquier visitante o transeúnte casual conociera el sistema telegráfico y escuchara los mensajes. Asimismo, en muchas oficinas, situadas en sitios concurridos, se apostaba un agente de la autoridad, encargado de apartar a cualquier curioso que se acercara, atraído por los sonidos del manipulador.

La fértil e histórica comunicación telegráfica, dio origen el llamado “lenguaje telegráfico”, consistente en abreviar los mensajes, suprimiendo las palabras innecesarias, los artículos, las preposiciones, los relativos y utilizando las formas enclíticas de los pronombres átonos. Esto obedecía a que el costo de los mensajes se hacía por palabras, y después de siete vocablos que incluían el mínimo, los términos restantes tenían un valor adicional. Por ejemplo, el mensaje: “Te espero el mes que viene”, las seis palabras del texto, en lenguaje telegráfico, se reducían a tres: “Esperote mes entrante”. Sobre este particular surgieron muchas anécdotas referentes a telegrafistas de todo el país que alteraban, involuntariamente, los textos enviados. En Talaigua, por ejemplo, una señora conocida, deseosa de estrenar alguna ropa en la fiesta de San Roque, que estaba cerca, le envió a un hijo, que trabajaba en Barranquilla, un telegrama diciéndole: “San Roque encima y yo encueros”. Doña Celia Villabón, la operadora de Talaigua, siempre perturbada por los golpes del manipulador, invirtió el texto del mensaje y telegrafió: Yo en cueros y San Roque encima”. Y como esta anécdota, son muchísimas las que ruedan en la memoria popular.

Con el avance y la modernización de las comunicaciones, las oficinas telegráficas fueron desapareciendo y los telegramas pasaron a enviarse por fax, un sistema novedoso que inauguró Telecom, lo mismo sucedió con las llamadas telefónicas, las cuales tuvieron un auge sorprendente. Adpostal siguió con el correo de cartas y encomiendas, envío y pago de giros y facturación de estampillas. Telecom le dio una nueva presentación a los telegramas, los cuales tardaban poco tiempo en llegar, venían tipografiados en un sobre sellado, donde solo se leía el nombre del destinatario y su respectiva dirección. Recuerdo que, el mensaje que yo le enviaba a Dona, el mismo día de mi llegada a Tunja, generalmente, decía: “Llegué bien abrazos para todos Eddie”, no le escribía puntuación porque había que pagarla. Y la mayoría de mensajes que recibían los universitarios eran breves y solían decir: “Reclama giro”. Solo eran extensos aquéllos que necesitaran dar alguna información general. También, como buen escribiente que he sido siempre, yo utilizaba los servicios de Adpostal y estilaba enviarles cartas y postales a Dona, a mi hermana Betty y a varias amigas que habían estudiado en la Escuela Normal de Mompós.

La prestigiosa Universidad de Tunja, UPTC, tenía en la entrada principal un espacio bien elegante, donde permanecía un vigilante, destinado a atender a las personas que llegaban en busca de información. Allí mismo, en un extremo, estaba un mueble amplio que tenía varias casillas donde se exhibían, en orden alfabético, las cartas y telegramas que los familiares les enviaban a los universitarios. Un día, por casualidad, me llamó la atención un sobre de carta blanco que sobresalía en la casilla. Lo saqué con cuidado y leí el nombre del destinario escrito en letra cursiva: “Señora Landys Peñaranda de Zuleta”. Se trataba de la esposa de Emilianito Zuleta, el mejor acordeonista del mundo, que había estudiado en la UPTC y se había casado con ella tres años antes. Esto me dio luces para recordar el disco Landys, compuesto por Emilianito y grabado por Alfredo Gutiérrez en 1968. En julio del 2024, medio siglo después, tuve la oportunidad de visitar a Tunja y solo permanecí allí algunas horas. Por supuesto me invadió la nostalgia: recorrí la plaza de Bolívar, me retraté en la “Esquina de la pulmonía”, saboreé un tinto en el pasaje Vargas, visité el Colegio de Boyacá, observé varios almacenes y recordé los años hermosos, cuando le enviaba a Dona mis telegramas y le hacía mis citas telefónicas.

 

Eddie José Daniels García

Sobre el autor

Eddie José Dániels García

Eddie José Dániels García

Reflejos cotidianos

Eddie José Daniels García, Talaigua, Bolívar. Licenciado en Español y Literatura, UPTC, Tunja, Docente del Simón Araújo, Sincelejo y Catedrático, ensayista e Investigador universitario. Cultiva y ejerce pedagogía en la poesía clásica española, la historia de Colombia y regional, la pureza del lenguaje; es columnista, prologuista, conferencista y habitual líder en debates y charlas didácticas sobre la Literatura en la prensa, revistas y encuentros literarios y culturales en toda la Costa del caribe colombiano. Los escritos de Dániels García llaman la atención por la abundancia de hechos y apuntes históricos, políticos y literarios que plantea, sin complejidades innecesarias en su lenguaje claro y didáctico bien reconocido por la crítica estilística costeña, por su esencialidad en la acción y en la descripción de una humanidad y ambiente que destaca la propia vida regional.

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