Ocio y sociedad

Libis Rojas, la negra de las almojábanas

Jharold Fabián Serpa Sosa

12/08/2025 - 06:15

 

Libis Rojas, la negra de las almojábanas
En La Paz (Cesar), la almojábana es el producto estrella / Foto: Jharold Fabián Serpa Sosa

 

En La Paz, Cesar, donde el calor no se mide solo en grados sino en recuerdos, hay una esquina que huele a infancia, a harina tibia, a memorias cocidas con paciencia. Allí, entre murmullos de mañanas lentas y el trajín silencioso del barrio, hornea desde hace más de trece años Libis Rojas, una mujer de piel morena y manos curtidas por el trabajo, que ha convertido la almojábana en un acto de amor, resistencia y dignidad.

No se necesita preguntar por su dirección. En La Paz, basta con seguir el olor. Desde que el sol apenas asoma tras los cerros, el aroma a queso y maíz recorre las calles empedradas como una brisa dulce que llama. Dicen los viejos que ese olor tiene algo de embrujo, como si cada almojábana llevara consigo una historia dormida, una promesa que despierta entre brasas.

Libis no recuerda con exactitud cuándo hizo su primera almojábana. “Uno aprende viendo, oliendo, tocando. Aquí no hay recetas escritas; hay memoria”, dice mientras hunde las manos en la masa tibia, con movimientos seguros, como si su cuerpo supiera el camino por sí solo. Aprendió de su madre, que a su vez heredó el secreto de su abuela. En su familia, las mujeres no solo cocinan: sostienen, enseñan, curan. Y lo hacen sin alardes, con la naturalidad de quien sabe que su oficio también es una forma de resistencia, una manera silenciosa de mantener viva una cultura.

El horno de barro que Libis conserva en la parte trasera de su casa parece tener vida propia. Cruje, respira, guarda secretos en sus grietas. Algunos niños aseguran que cuando uno se le acerca en silencio, puede oírlo susurrar. Y aunque ella sonríe con incredulidad, nunca niega del todo la leyenda. Porque algo tiene ese horno: fuego que no quema, humo que acaricia, calor que consuela. Hay mañanas en que parece más un ancestro que una herramienta, un espíritu vigilante que cuida la memoria del maíz y del hogar.

Esa mañana, por ejemplo, el horno emitía un crujido distinto. Luisana, su hija menor, lo notó y detuvo su movimiento.

— Mamá, ¿escuchaste? El horno está raro hoy.

— No está raro, está nostálgico respondió Libis, sin levantar la voz. El barro también extraña a veces. Quizás se acuerda de tu abuela.

Luisana no dijo nada. Siguió amasando en silencio, como si ese recuerdo también viviera en sus dedos. En esa cocina, las palabras sobran. El silencio tiene un lenguaje propio, y el amor se transmite en forma de masa, de fuego, de aroma.

Las almojábanas de Libis no son simplemente pan. Son redondas, doradas, con el equilibrio perfecto entre lo crujiente y lo suave. Algunos aseguran que alivian el corazón roto; otros, que traen suerte si se comen en ayunas. Pero más allá de supersticiones, lo cierto es que son un símbolo. Un alimento convertido en tradición, parte inseparable del alma de La Paz. No es exagerado decir que parte del carácter del pueblo se cocina en ese horno, y que su sabor ha moldeado, a fuego lento, generaciones enteras.

“Cada almojábana que vendo tiene nombre”, confiesa Libis mientras acomoda la bandeja sobre un paño floreado. Luego, casi en voz baja, enumera con precisión doméstica:“Esta fue para el cuaderno del niño, esta para el arroz del almuerzo, esta para el remedio de la abuela.” Así ha vivido: contando en panes lo que otros cuentan en billetes, midiendo su vida en el calor del horno y en la gratitud de los suyos. Hay dignidad en esa forma de economía doméstica, en esa contabilidad afectiva que no se enseña en las escuelas, pero que sostiene familias enteras.

Ser mujer y cabeza de familia en La Paz no es tarea fácil. Viuda desde hace años y madre de tres, Libis encontró en la venta de almojábanas no solo su sustento, sino su forma de dignificar la lucha. No pidió ayuda. En lugar de eso, encendió el horno cada madrugada, amasó con paciencia, caminó bajo el sol. Educó a sus hijos con el ingreso diario y les enseñó que el trabajo digno no avergüenza. Que en cada pan caliente también se cuece el futuro. Y lo hizo sin alzar la voz, como tantas otras mujeres del Caribe que convirtieron la escasez en arte, el dolor en fuego y el amor en pan.

Luisiana, que ahora tiene veinte ocho, ya comienza a seguir sus pasos. A los trece aprendió a encender el horno sin miedo, a distinguir cuándo la masa está en su punto solo por el olor. “Las mujeres llevamos la varita”, dice Libis con orgullo. Y no se refiere a una varita mágica, sino a ese poder invisible que pasa de generación en generación, como una llama que no se apaga: el poder de sostener el hogar con las manos en la harina y el alma en alto. Porque si los hombres construyeron los caminos, las mujeres encendieron las cocinas y, en silencio, mantuvieron vivo el corazón del mundo.

En La Paz, la negra de las almojábanas, como la conocen con cariño es más que una vendedora. Es parte del paisaje emocional del pueblo. Su presencia en la esquina de la avenida del Ciro Pupo es constante, como el canto del gallo o el repique de las campanas de la iglesia. Campesinos, maestras, estudiantes y hasta funcionarios hacen fila por igual, no solo por el sabor, sino por lo que representa: constancia, honestidad, raíces. En un mundo que cambia a velocidad absurda, Libis permanece. Y eso, en sí mismo, ya es una forma de magia.

La almojábana, aunque humilde, es un símbolo profundo. Su origen se remonta a los días del mestizaje, cuando las mujeres negras y mestizas mezclaban harina de maíz con queso fresco en los patios coloniales. En las manos de Libis, esa historia no se ha perdido. Al contrario: se ha fortalecido, se ha convertido en legado. Cada pan es un eco de aquellas voces que no fueron escritas en los libros, pero que aún viven en el aroma del maíz, en el canto de las ollas, en el crujir de la leña.

Hay días en los que el cuerpo le pesa. Lo reconoce sin lamentos. “Los huesos ya me avisan que no soy la misma”, dice mientras se estira la espalda tras una jornada de venta. En el fondo, sabe que no podrá hacerlo para siempre. A veces, cuando el horno se queda encendido unos minutos más de lo debido, Libis se queda mirándolo en silencio, preguntándose si Luisana, o tal vez su nieta, querrán encenderlo también cuando ella ya no esté. No hay certeza, pero sí esperanza. No hay herencia impuesta, pero sí un deseo: que la raíz no se seque, que el fuego no se enfríe.

Hay en ella una sabiduría ancestral, una convicción sencilla pero firme de que las cosas hechas con amor no mueren. Por eso sigue levantándose con la primera luz del día, aunque las piernas le tiemblen y los dedos ya no sean tan ágiles. Porque mientras sus manos amasen, mientras el horno respire, habrá una historia viva que contar. Y no solo la suya, sino la de todas las mujeres que con harina, queso y fuego han tejido la memoria del Caribe.

Cada tarde, cuando el último cliente se marcha y el calor del horno comienza a disiparse, Libis se sienta en su vieja mecedora de palma a mirar el humo que se eleva despacio, como si buscara el cielo. En ese momento de silencio, parece encontrarse con esas otras mujeres: su madre, su abuela, y todas aquellas que amasaron pan y vida con la misma devoción. A veces, uno podría jurar que el humo forma figuras, que baila lento, que murmura nombres antiguos. Como si el horno mismo, agradecido, devolviera cada gesto.

Libis Rojas no tiene una calle con su nombre ni una placa en la plaza principal. Pero tiene algo más: la memoria viva de un pueblo que no olvida el sabor de lo verdadero. Mientras su horno siga encendido, mientras sus manos sigan moldeando la masa con cariño, La Paz seguirá siendo un lugar un poco más cálido, más tierno, más humano.

Porque en esta historia no hay princesas ni castillos, pero sí una mujer con alma de fuego, que hizo de la almojábana un arte, de su horno un altar y de su vida un ejemplo. Una mujer que, sin saberlo, hornea también la historia de un pueblo. Y mientras el fuego siga latiendo bajo el barro, mientras haya harina y amor, habrá también un mañana que se amase con las manos de una mujer.

 

Jharold Fabián Serpa Sosa

1 Comentarios


Javier Noriega Jaime 12-08-2025 05:42 PM

Excelente cronica,aporta toda una historia de vida de clasica mujer de LaPaz,Cesar,trabajadora incansable,honesta y emprendedora

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