Ocio y sociedad

Memorias de Berrequeque: un sinceano varado en Nueva York

Alfonso Osorio Simahán

29/10/2025 - 03:35

 

Memorias de Berrequeque: un sinceano varado en Nueva York
Calles de Nueva York / Foto: Shutterstock

 

Llevamos cualquier cantidad de anécdotas encima, cómo quien carga un morral repleto de afecto, alegría, y por qué no, de sinsabores. Hay algunas que son superlativas para narrar; no solo por las causas que las produjeron, o el  sitio en que surgieron las historias, sino por  la sorpresa y el efecto emocional que generó aquel instante, como la siguiente que vamos a evocar que  es tan verídica y tan real en su contenido y forma que lo único postizo es el estilo pomposo en que la  explayamos.

A mediados de febrero de 1993, se cernía todavía sobre Nueva York las últimas nieves, con la promesa tardía del invierno. Para mí, el pichón de comerciante informal de mercancía seca, aquel paisaje era la antesala del negocio. Era la tercera vez que, en el lapso de un año, cubría la ruta Caracas-New York, una peregrinación que ya tenía un ritmo conocido: ir a comprar un boleto de avión a la agencia de viajes de mejor oferta para el momento, aunque estas fueran maliciosas; para aquella ocasión, aparte de la rebaja en el costo del tiquete, era un carro de alquiler "gratis" que promocionaban por tres días. Un paquete atractivo para cualquier viajero despistado.

Aterrizar en el aeropuerto Kennedy aquel día en que sobrevino esta historia era como pasar del sol costeño a un refrigerador gigantesco. Mi amigo, un ecuatoriano que me fue a esperar al aeropuerto, era un viejo conocido que había hecho conmigo el primer viaje a Nueva York, pero aquella vez decidió quedarse a vivir con su familia, ante la recomendación de una hermana suya con más de 20 años de residir en los Estados Unidos. Por tal motivo conocía lo poco o lo mucho de los vericuetos neoyorquinos, pero no manejaba yo. Ante este dilema, en pleno aeropuerto, recordé aquel recurrente y viejo axioma venezolano: "quien maneja en Caracas, lo hace en cualquier parte del mundo"; y justo este modesto conductor lo hacía desde hacía más de 12 años en la capital venezolana. Y otra cosa, lo que me animó agarrar un volante gringo, era porque el tráfico de Nueva York fluye con cierta confianza por la ayuda que brindan las oportunas señalizaciones colgantes en avenidas, calles y autopistas.

Total que, después de hacer los trámites de rigor en las mismas instalaciones aeroportuarias, nos subimos al auto que la empresa internacional "Rent Car" nos asignó; éste era un vehículo modelo, creo, asiático, de aspecto sencillo, sincrónico , típico de las ofertas "gratuitas" que uno sospecha que,  al menos,  pueden arrancar. La misión, llegar a Manhattan. El destino: un hotel barato, estratégicamente ubicado cerca de los centros de venta al por mayor, en este caso era el Herald Hotel, Calle 32. El camino nos llevaría por un ritual inevitable: cruzar el Río Este.

A unos 5 kilómetros de recorrido: "El carro lo noto como perezoso, mi socio, ¿no?", comentó mi amigo, Ricardo, con su clásica dicción ecuatoriana, notando una lentitud inusual. Yo le resté importancia, por lo del clima, y la verdad es que confiábamos demasiado en la mecánica de la suerte.

El Puente de Brooklyn, una proeza de ingeniería de concreto y acero, se alzaba como un monumento a la ambición. Es la puerta de entrada al Bajo Manhattan, zona donde estuvieron enclavadas durante mucho tiempo las desaparecidas Torres Gemelas, el corazón del imperio donde la mercancía -ropa - que yo iba a comprar y llevaría burlando algunas autoridades y con tantas peripecias a Venezuela, cobraría valor.

La pendiente comenzó, suave al principio, luego más pronunciada. El motor, que había roncado débilmente hacía rato, ahora protestaba con un sonido cavernario.

El pequeño auto, víctima de una posible mala carburación o del sistema de calefacción que le robaba toda la fuerza en aquel helado mediodía, empezó a perder impulso. No subía. Se ahogaba. Justo en la parte más alta del tramo, donde la vista de los rascacielos de Manhattan se abre imponente, el carro simplemente se detuvo, no quiso andar. Lo apagué. Silencio. Solo, el ruido del viento y el rugido sordo del tráfico que venía detrás.

"¡Qué vaina!", exclamé. No era solo un inconveniente. Era un grave problema. Detener un carro en la cúspide del Puente de Brooklyn, a la hora pico, era casi un crimen contra la fluidez de Nueva York. La cola se formó inmediatamente; una cadena recta de vehículos impacientes aguardaba.

Salí del carro, nervioso, con la urgencia del que sabe que el tiempo es dinero y, la cortesía vale cero en la Gran Manzana. El frío me golpeó de nuevo. Miré hacia atrás: la cola era monumental, una tranca épica. Y justo, detrás de nuestro humilde auto de alquiler, para remate, se erigía, imponente y negra, una limusina de lujo, un símbolo del poder y la riqueza neoyorquina, la antítesis perfecta de mi realidad como vendedor informal.

El protocolo me obligaba a avisar y no podía dejar mi carro como un obstáculo mudo. El chófer del monumental carro de atrás había bajado la ventanilla polarizada. Con cortesía, mientras discutía con mi acompañante, me acerqué. Me permitió ver dos figuras: por supuesto, al chofer, mostrando un rostro impasible, y un solo pasajero en el puesto de atrás. Este pasajero vestía atuendos que me parecieron musulmanes, con un turbante y un traje formal, irradiando una seriedad y un estatus que contrastaban violentamente con mi gorra de pelotero y mi chaqueta de Jean para el frio.

Haciendo alarde de mi "inglés garrapateado",  machucado a base de películas y necesidad, me preparé para el diálogo internacional. Me incliné, respirando sobre el cristal para hacerlo empañar un poco, y balbuceé lo mejor que pude: "Mister, excuse me. My... car... broken. Problem with .... Uh... car no up. I need... help to move... down."

El chofer, un hombre alto y robusto de unos 50 años, con guantes de cuero, y gorra a lo kepi militar, me miró. Su rostro, que antes era una máscara de impaciencia, se transformó en algo totalmente inesperado. Una media sonrisa asomó cargada de una picardía que reconocí al instante; acto seguido me hizo una mueca, tipo amistosa. Interpreto que había escuchado mi golpeteo Caribe, sin duda, cuando yo previamente, al acercarme a él, hablaba en voz fuerte con mi amigo sobre los planes a seguir ante aquel percance; un eco inconfundible costeño que resonaba, incluso, bajo el disfraz de mi desastroso inglés.

Y entonces, soltó la bomba lingüística que me dejó completamente desarmado, una frase que cortó la tensión de Nueva York con la brisa cálida de otra costa. "¡Eche, mi llave, qué va! , deja ya esa nota ¡Móntate pa' remolcarte de una... hasta abajo!". El mundo se detuvo en la cima del Puente de Brooklyn. Mi cerebro, que se había preparado para una retreta de jerga técnica en inglés o, peor, una maldición en neoyorquino, procesó la frase: "¡Eche!", el vocativo inconfundible. "Mi llave", la familiaridad del compadre. "¡Qué va!", el fatalismo jocoso. Y el acento... ese acento que no era ni caraqueño ni ecuatoriano, sino la charada y el ritmo jacarándoso de la Costa Caribe colombiana.
¡Era un quillero! Mejor dicho, un barranquillero de clase, haciendo de chofer de limusina para, talvez, un empresario musulmán en pleno Manhattan. A mi amigo ecuatoriano, quien fue el primero en volverse a montar en el carro, le dije:
"Tranquilo, es un paisano, pana. ¡De la Costa!", con una risa nerviosa.

El chofer, con un gesto de la mano, me indicó que me subiera rápido. El plan era sencillo y audaz, una solución típica de quien se ha forjado en la calle: la limusina, con su motor de lujo, empujaría a nuestro carro de alquiler, sufriendo de frío y mala mecánica, por el resto de la cuesta y, luego, por la bajada, hasta un punto seguro en Bajo Manhattan.

En pocos segundos, estábamos los dos de nuevo en el auto, yo al volante y el chofer costeño maniobrando su enorme vehículo para acercar el parachoques al nuestro. No hubo necesidad de cuerdas ni de grúas. El toque fue suave, un empujón calculado.

Sentimos el impacto leve, y de repente, el carro que se había rendido a la nieve y al invierno gringo volvió a moverse, impulsado por la fuerza motriz del caribeño "disfrazado" de chofer de limusina.
Fue un descenso surrealista. Bajando el Puente de Brooklyn, con la estatua de la Libertad a lo lejos y los rascacielos acercándose, la limusina empujaba mi humilde auto. El pasajero de atuendos musulmanes en la parte trasera, ajeno a la conversación caribeña que se había desatado entre su chofer y yo, seguramente pensó que era la forma más eficiente de lidiar con un infortunio.

En la bajada del puente, el carro, por lógica física, aunque estaba apagado, se descolgaba solo; al llegar a lo plano, aprovechando su último impulso, giré como pude por una calle lateral sin tanto congestionamiento y allí me detuve. Todavía nos encontrábamos lejos del mencionado hotel. La limusina que con precaución venía a pocos metros de nosotros se detuvo en la otra acera; el chofer se bajó con una sonrisa más amplia y se presentó: ¡Germán, rebolero, viejo usted de "Curramba!”. Me extendió una tarjeta con su nombre completo y el logo de la compañía de limusinas para la cual trabajaba, un recuerdo tangible de la aventurada asistencia.

"Ya sabes, 'llave'", me dijo, con ese tono socarrón que me hizo sentir de nuevo en casa, lejos del frío en la incertidumbre de Nueva York. "Aquí, en este pueblo grande, nos rebuscamos, pero siempre van a encontrar un paisano para hacerles la segunda, ¡aunque sea con el carro! Que te vaya bien con el 'rebusque' del mene - mene".

Le di las gracias con un apretón de manos que valía más que mil dólares. Su tarjeta se convirtió en mi amuleto de ese viaje. Ese día, en medio de la última nieve de febrero de 1993, en el lugar más icónico y frío de la ciudad más grande del mundo, aprendí que la verdadera magia del "rebusque" no estaba solo en vender la mercancía. Estaba en el encuentro inesperado, en la jerga que rompe fronteras, y en la hermandad invisible de los migrantes que, aunque lleven un turbante o un traje de chofer, siempre están listos para empujar al carro varado de un "llave".

El carro de alquiler me lo repusieron por otro, y por tres días más, justo a tiempo, y en su momento dejarlo de nuevo en el aeropuerto, como había prometido la agencia. Pero la anécdota de aquel "revolero”, el barranquillero, que me arrastró en su limusina, valió por todo el negocio. Fue el calor del Caribe en medio del invierno de Nueva York. Y eso, no se paga con ninguna mercancía seca.
 

Alfonso Osorio Simahán

Sobre el autor

Alfonso Osorio Simahán

Alfonso Osorio Simahán

Memorias de Berrequeque

Abogado en ejercicio, profesión que alterna con la de gestor cultural. Folclorista a tiempo completo y compositor de aires autóctonos del Caribe.

1 Comentarios


José Arbey Morales 31-10-2025 12:05 PM

Qué vaina elegante dr., a mi me paso algo parecido cuando fui a Bogotá . Abrazos!

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