Ocio y sociedad
López Michelsen: un cachaco con corazón costeño
Cuando el doctor Alfonso López Michelsen, llegó por vez primera a Valledupar, coincidencialmente, y sin saberlo, se hospedó en una casa que se encuentra en la plaza, la de la familia Castro, donde había nacido la madre de su padre Alfonso López Pumarejo, doña Rosario Pumarejo de López.
Esta bonita coincidencia marcó para siempre al doctor López quien se autoproclamó “Vallenato” en honor a su abuela que murió cuando no pasaba de los 26 años. Se volvió adicto a estas tierras, tanto, que ya sus habitantes no le paraban bolas al cachaco que Rafael Escalona iba a esperar al aeropuerto periódicamente acompañado de un conjunto vallenato y una botella de Sello Rojo, el whisky favorito del compositor y mujeriego empedernido; y el Doctor López, para no desentonar, se “soltaba el moño” y mostraba su casta heredada por allá por las sabanas del diluvio. Se inmunizó tanto en esta región, que desde el primer día que puso su pie en ella jamás volvió a sufrir de nada, ni siquiera de uñero.
Yo creo que el doctor López se volvió “Vallenato” porque sólo en estas tierras podía encontrar a una linda vallenata que pudiera emular a su abuela, por lo linda, por lo tierna, por lo guerrera, como todo lo femenino que habita esta próspera región. Luego, en 1967, el Presidente Carlos Lleras le da una estocada final a su sueño y se lo convierte en realidad: lo nombra Gobernador del recién creado departamento del Cesar.
De tanto escuchar buenos acordeoneros, al gobernador López Michelsen se le ocurrió en una noche de Sello Rojo y de cantos vallenatos hacer un concurso para elegir anualmente al mejor. Pero ese concurso se le salió de las manos y hoy ese certamen ideado para ser local es universalmente conocido, y todo porque él quería ver quién tocaba e improvisaba mejor, si Emiliano o Lorenzo Miguel, y ni siquiera al final de sus días no lo pudo dirimir.
Al doctor López, le interesaba que en el interior del país, supieran que allá en ese pueblo rodeado de cerros y de ríos, de tragos y chivos, de algodonales y ganados, había un folclor que estaba sin desbravar, y en lo más profundo de su ser deseaba conservarlo así, cerrero, porque era consciente que si lo amansaban, algún resabio le quedaba, como al final sucedió.
Sus últimas parrandas siempre quiso que fueran como las primeras, rodeado de sus amigos; sí, de esos amigos que eran sus amigos porque compartían la misma ensoñación de escuchar un acordeón en plena madrugada, el repicar de una caja y el zumbido de una loca guacharaca; y no por su condición social ni intelectual.
El doctor López Michelsen iba por todos los rincones de Colombia diciendo que esa música del Valle de Upar era digna de encantar a los dioses; tanto “jodió” con este tema que hasta a su escolta personal, el famoso boyacense “Romerito” a quien el DAS le asignó siendo Presidente y que lo acompañó hasta el pasado 11 de Julio de 2007 cuando falleció, lo convenció de la magia de esta música como a muchos otros escépticos funcionarios y conocidos suyos que hoy la tararean y la silban y son sus fieles seguidores gracias al empeño del primo del maestro Tobías Enrique Pumarejo.
Al doctor López Michelsen cuando se encontraba entre su gente que era la gente vallenata, no importaba que no fueran precisamente los que viven alrededor de la plaza ancestral, le daba por cantar las canciones de su amigo Escalona, y pedía algo imposible en la parranda solo para “mamar gallo” y divertirse un rato: pedía a los verseadores que hicieran un acróstico, ellos encantados le respondían que sí, pero cuando él daba el nombre, todos se rascaban la cabeza en señal de preocupación: Alfonso Antonio Lázaro López Michelsen, su nombre completo.
De aquel proyecto hecho realidad hay muchas anécdotas buenas y malas, tristes y alegres, y que por respeto o por dolor él nunca mencionó.
Allá donde está su abuela, Doña Rosario Pumarejo de López, él está hablándole de gallos, de piloneras, de acordeones y cantos de vaquerías, del suero con yuca y café con leche en las sabanas del diluvio que antes no eran de ninguno, del homenaje que le rindieron en Valledupar; pero contento, bacano, (como diría el mismo doctor López) de encontrarse con su abuela que hoy bien puede ser su nieta, porque los muertos no envejecen, como le dijera alguna vez su comadre Consuelo.
Pero quién quita que de pronto este año se escuche en la plaza, en plena competencia, la voz del parrandero cachaco que grite emocionado: ¡Ay hombe, Colacho!
Este año el Festival Vallenato no tendrá al invitado especial que prefería dejar una convención de su partido para otro día simplemente porque coincidía con lo que él más amaba: La fiesta de acordeones, allá donde la hormiga pela donde hay hojas. Se notará todos los años la ausencia del “vallenato de corazón”, a quienes todos miraban como “de los nuestros”.
Saboreaba la suerte que su abuela había tenido al igual que la dicha que él no tuvo como lo fue haber nacido en estas tierras bendecidas por Dios; y quedarse por siempre y para siempre allí sin importar que canten los gallos en plena madrugada porque para él siempre será 30 de abril de 1968 y siempre escuchará la canción Rumores de Viejas Voces, como aquel día donde Gustavo Gutiérrez se enamoró y lloró de la emoción.
Fabio Fernando Meza
fafermezdel@gmail.com
(*) Gracias muy especiales a Isyoli Meza Delgado, en San Fernando, Magdalena, sin cuyo “halón de oreja” no hubiera sido posible esta crónica.
Sobre el autor
Fabio Fernando Meza
Folclor y color
Cronista colombiano originario de San Fernando (Santa Ana, Magdalena). En esta columna encontrar textos sobre la música vallenata, su historia y sus protagonistas, así como relatos cortos que han sido premiados a nivel nacional e internacional.
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