Ocio y sociedad
Doña Clemencia
Los estudiantes la conocían como la señora de las repollitas. Se pasaba el día ofreciendo estos pastelitos en prados y edificios de La Universidad Nacional.
—Lleve arequipe con reposhitas —pronunciaba la elle con acento argentino, para agregarle un poco del humor la acompañó toda la vida.
Algunas veces aceptaba la invitación de los estudiantes para hacer aeróbicos, contar chistes o irse con ellos a las marchas.
Viva la U. ¡Viva! Viva la U-Ni-Ver-Si-Dad.
Cantaba por la Avenida El Dorado al lado de miles de estudiantes que llevaban banderas, pancartas y tambores. Corría, saltaba, se emocionaba como cualquier muchacho. Y como cualquier muchacho hablaba, reía. Lo asombroso era que llevaba la palabra del señor Jesucristo. Ateos, escépticos, comunistas, socialistas, progresistas, veganos, paganos, la escuchaban con respeto.
Con respeto y cariño.
Agradecían dándole la mano o abrazándola cuando vencían la prevención. O comprándole repollitas. Como podían, reunían el dinero para pagar la deuda que crecía a medida que avanzaban la marcha.
O la deuda que crecía a medida que avanzaba la tarde en la universidad.
Entre parciales y talleres, entre chistes y bebetas, entre amores y desilusiones pasaban las tardes. Pasaba la vida. Y pasaba la señora de las repollitas con consejos y esperanza.
Qué bien caía el consuelo en los oscuros días de parciales. Y qué alegría que llegara la esperanza cuando parece que se cierran todas las puertas. Más aún si el consuelo o la esperanza los ofrecía una mujer sin prejuicios.
Porque si algo tuvo doña Clemencia fue respeto hacia la diversidad y hacia las decisiones de los demás. Para ella era indiferente que tuvieran piercing, tatuajes, que bebieran o se fumaran un porro en su presencia.
Todos la conocían y todos la escuchaban o esperaban en las tardes en las que hacía falta una repollita para calmar el hambre, la soledad o el estrés. Sin embargo, un día la señora de las repollitas no regresó. Nadie supo qué le pasó. Las preguntas iban y venían por pastizales, pasillos y grupos de facebook.
Una mañana un estudiante la encontró en el Portal de las Américas. La abrazó como se abraza a un amigo que no se ve en años. Después, celular en mano, le pidió el favor que le enviara un saludo a los estudiantes de la Nacho.
—Para mí ha sido muy dura la muerte de mi mamá. Por eso no he ido, porque la universidad me trae muchos recuerdos. Pero en el nombre de Jesús estaré por allá antes que termine el semestre —dijo.
Pero no pudo cumplir la promesa.
Primero fue un dolor bajito. Los exámenes se sumaron sin que los doctores supieran qué causaba el dolor. El 22 de diciembre la internaron en el hospital San Ignacio. Allá tuvo que someterse a más exámenes, más pruebas, hasta que determinaron que tenía cáncer. Decayó rápidamente y murió a la 1:30 de la mañana del 23 de marzo de 2015.
El 26 de marzo la noticia corrió por la universidad como una mancha de petróleo en el mar.
Natalia Jabonero, estudiante de filología, no tardó en darse a la tarea de organizar un homenaje para el lunes de pascua.
La tarde de ese lunes llegaron los hermanos y sobrinos de doña Clemencia. Se sentaron en las gradas que están bajo la mirada ceñuda del Che Guevara. A las seis llegó Lina y María del Pilar, la sobrina y hermana. Fueron ellas, junto con Simón, hermano de Lina, quienes la acompañaron en los últimos meses de vida.
Los hermanos, al ver que no llegaban muchachos para el homenaje, decidieron encender las velas que fueron acomodando en los márgenes de las puertas del auditorio León de Greiff. Los jóvenes, animados por la iniciativa, se acercaron lentamente. Encendían su vela y después la acomodaban al lado de las otras. Algunos se iban inmediatamente, respetando el duelo de los familiares. Otros se quedaban para intercambiar anécdotas.
—Mi primiparada fue gracias a la señora de las repollitas. El día de los exámenes médicos estaba con una compañera en la playita y ella llegó a vendernos repollas. Le compramos y luego nos dijo que si ya le habíamos entregado el alma a Dios. Callamos. Entonces dijo que hiciéramos una oración. Oramos un rato —afirmó una muchacha no mayor a veinte años.
—Un día fui con mi tía para llevar a mi abuela al médico. Estábamos en la sala de espera del hospital cuando ella reunió a las personas para predicar. Fue impresionante porque nadie le dijo nada. Todos la oían.
—Cuando estuvieron los indígenas en la Minga, ella quería venir a acampar con ellos. Hasta trajo ropa y todo —comentó Francia, la hermana melliza.
—Negociante. No se imagina. Era una hormiga para trabajar —interrumpió Luz Helena, otra de sus hermanas.
—Nunca aprendió a cocinar, ¡Nunca! —acotó el pastor Ricardo, su hermano. —No hacía un tinto, no hacía nada; era exagerada para el aseo: lavaba el pocillo tres veces antes de tomar en él. Pero no cocinaba.
Todos callaron paladeando el recuerdo de MaríaClé, como le decían en la familia.
—Otra cosa que no se conocía mucho, es que ella le gustaba el ministerio carcelario —dijo Ricardo para romper el silencio. —Iba a las cárceles a predicar la palabra del señor.
Las anécdotas se fueron mezclando hasta ser un rumor de voces y risas que se fue apagando a medida que avanzaba la noche.
A las nueve quedaban Lina con sus amigos y Simón, su hermano. Hablaron de la muerte de doña Clemencia. También hablaron de enfermedades largas, que desaparecían al paciente en medio de una agonía lenta. También hablaron de enfermedades cortas. Apenas un suspiro. Y de decisiones que nadie quisiera tomar.
—Me tocó firmar los papeles para que desconectaran a mi papá —dijo Antonio. Después bajó la mirada para evadir las espinas del recuerdo.
Con el paso de las horas se fue dispersando el grupo hasta que quedaron Lina y Simón. Lina miraba los pastizales que a esa hora no eran más que sombras entre las sombras. Quizás recordaba a su tía caminando por ese lugar. Hablando del señor Jesucristo mientras los muchachos de todas las ideologías y culturas la escuchaban con respeto.
A las once todos se fueron.
Quiero creer que a esa misma hora doña Clemencia caminaba al lado de Jesús. Le contaba con la alegría de siempre, que en la tierra vendía repollitas en un lugar igualito al cielo: pastizales enormes, edificios blancos y muchachos alegres y escandalosos que sueñan con un mundo más justo.
Diego Niño
@Diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
2 Comentarios
¡Excelente historia! Un saludo Diego :D
Misael, gracias por el elogio. Saludos :)
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