Ocio y sociedad

Rita Contreras: una brújula existencial para la mujer de hoy

María Ruth Mosquera

19/10/2016 - 08:15

 

Rita Lucila Contreras en Villanueva-Guajira / Foto: María Ruth Mosquera

“Las mujeres como ella deberían escribir un manual de vida al que pudiéramos acudir mujeres como yo cada vez que urjamos de inspiración para seguir siendo y haciendo”, reflexionaba Sofía. No terminaba de entender por qué el encuentro con aquella matrona le había causado esa sacudida en su más íntima humanidad. Avanzaba a paso lento sin tener un destino definido; sólo intentaba digerir esa experiencia, convencida de haber tenido acceso a una brújula existencial que señalaba a una vida en su forma más elemental, sin tiempos ni prisas, a salvo de los prejuicios sociales y las ansiedades protagónicas del ego.

Fue a dar a la plaza principal del pueblo y sentó en una banca a cavilar. Pensaba en su vida, en sus luchas propias, sus renuncias, los precios sociales que ha pagado para ejercer su libre albedrío; pensaba en esa mujer: Rita Contreras, ¿Cómo es posible que a esa edad pueda ser dueña de tanta lucidez, de tanto aplomo, de tanta vida?, se decía en un monólogo silencioso. Y revivió en su mente el vivificante encuentro.

La encontró sentada en una silla de madera y cuero. Tenía puesto un vestido de rayitas blancas y negras con encaje fino y zapatos blancos; aretes y dos anillos color plata como su cabello, que llevaba recogido en un moño; un pañuelo en su regazo. Frente a ella estaba el caminador con el que hace poco reemplazó el bordón al que había acudido por demanda de los años. “Rita Lucila Contreras Cabrera, nacida el 31 de octubre de 1911, en Villanueva, La Guajira”, dijo con voz firme y una sonrisa amplia que acentuó los pliegues longevos de su rostro.   

Ella creció en un tiempo en que el mundo era teatro de respeto, ética y laboriosidad; en el que se jugaba con los hermanos a la ‘gallina ciega’, al ‘escondido’ y otros entretenimientos infantiles que traducían camaradería e implicaban al ser humano de cuerpo presente; haciendo un cultivo frondoso de afecto y dulzura del que sigue cosechando frutos hoy, más de cien años después.

De sus mayores heredó el ‘don de gentes’, la responsabilidad para vivir y también la coquetería femenina que la hacía emperifollarse con zarcillos y aretes para ir a los bailes y dejar una estela de muchachos enamorados y dispuestos a dejarlo todo por esa jovencita hermosa de apariencia y esencia. “¿Qué si tenía pretendientes? ¡Claro!”, enfatiza ella y añade que le fascinaba bailar en las Colitas y Cumbiambas de sus años, sosteniendo espermas encendidas en sus manos.

Se casó muy joven, parió diez hijos y enviudó temprano, un 22 de diciembre, cuando su esposo estaba en la gallera apostando a los gallos y en medio del contentamiento cayó fulminado por un infarto que se le llevó en un santiamén.

Entonces Rita se vio frente a su realidad: con unos hijos chiquitos, con su duelo del alma, sin su esposo y compañero de días. Lloró, se enojó con el destino, exigió inútilmente explicaciones; pero luego secó sus lágrimas y se irguió frente a su circunstancia, echando mano de todo el brío que almacenaba en su ser y del profundo amor de madre que la surtía de la fuerza necesaria para saltar de la cama a la una de la madrugada para ir al río a cargar el agua, como actividad primera de una faena cotidiana de diecinueve horas.

Los suyos eran días sin recesos, con el tiempo justo para cortar la leña, sacar el mugre de la ropa a punta de manduco, pilar maíz, hacer las arepas de queso, tostar y moler el café, preparar las bolas de cacao, buscar el bastimento, pelar la gallina y guisarla para alimentar a sus hijos; en fin, para cumplir con sus fuerzas las tareas que antes eran de dos. “Yo molía la sal en piedra”, dice. Se acaricia las manos, se las mira y exclama: “Las manos se me torcieron. Es por las arepas que había que asar”.

Aquí, Sofía es despertada de su embeleso por la imagen de su propia abuela –Inés- y aparecen en su mente imágenes de las arepas de maíz con afrecho que ésta molía y asaba exclusivamente para ella; escucha en su subconsciente sus carcajadas y proverbios y concluye que los viejos añejan tantos refranes como sabiduría. “Los rostros de las abuelas son como espejos en los que siempre deberíamos buscar nuestros reflejos”, se dice en silencio.

Escucha a Rita Contreras narrar episodios de la calidad de la vida en sus tiempos, lamentarse de las transformaciones de estos tiempos, que también ha hecho suyos. “Antes, todo era más barato, la carne el queso; ahora no, ahora todo está caro, ahora no hay respeto; hay mucha violencia. Nosotros salíamos, paseábamos y todo era sano”. La observa con ternura, casi con devoción y la anciana le devuelve una sonrisa que lo inunda todo de paz.

Rita es una mujer autosuficiente que no tiene contraindicaciones en sus alimentos, que bebe dos copas de vino al día, que ríe a carcajadas, que conserva su matriz, que no tiene líos de hipertensión, azúcar, estrés ni ningún síntoma de los males del mundo de hoy. Este octubre, en el último día del mes, se despertará de nuevo a las dos de la mañana, pues nunca pudo escapar al hábito de madrugar; se bañará y se vestirá sola como lo ha hecho siempre, abrochando su sostén en su espalda, cuidando que su enagua esté a la altura adecuada y atará su cabello con un moño. Y se dispondrá a recibir a los suyos para celebrar sus 105 años, para seguir dando ejemplo a la humanidad, pero sobre todo a las mujeres de su linaje que miran en ella una especie de interdicción ante la debilidad. “No tendría derecho a ser cobarde, teniendo una Súper Abuela como ella”, dice Fabrina Acosta, una de sus nietas, quien asume con estoicismo, arrojo y fe los retos de la vida, en honor a esa mujer sabia y valiente a la que tiene el privilegio de abrazar y amar con reciprocidad.

Un suspiro profundo regresó a Sofía al parque de Villanueva. Observó las formidables ceibas que adornan las esquinas y concluyó que definitivamente Rita es una ceiba: Fuerte, imperturbable, abrigadora, confiable, de raíces vigorosas, de sombra que abriga el alma. Así se sentía Sofía: Sensible, transformada, a salvo; como si el diálogo con la centenaria mujer hubiera obrado en ella una cirugía intangible que te extrajo las vanidades, las zozobras causadas por lo material.

Esa noche, en sus oraciones incluyó una especial: la oportunidad de ver de nuevo a Rita, de verse en sus ojos, sentir sus manos añosas y sapientes, para que le infunda los bríos y apropiarse de ellos para sentir que siempre Rita, con todo lo que representa, estará presente, porque las mujeres como ella nunca mueren; se quedan aquí como una especie de cómplice psíquica de las mujeres a las que inspiraron, tal como la había inspirado a ella.

 

María Ruth Mosquera

@Sherowiya

 

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