Ocio y sociedad

Las tres mil tumbas de Lucho

María Ruth Mosquera

13/12/2016 - 06:15

 

Lucho hizo la excavación para sacar los restos mortales, pero cuando miró dentro del ataúd, un manojo de nervios se le desparramó por el cuerpo y lo dejó pálido de espanto; era la primera vez que practicaba una exhumación y no estaba acostumbrado ni preparado para ese tipo de hallazgos. Él esperaba encontrar un esqueleto, pero el cuerpo permanecía intacto de la cintura hacia arriba.

“¿Y ahora qué hago?”, se preguntó mientras dirigía su mirada a la viuda que, en contraposición a él, permanecía serena observando el trabajo y al verlo dudar le dijo con tono firme: Necesitamos desocupar el lote porque no es de nosotros, así que sáquelo. “La verdad es que yo estaba bastante nervioso porque esperaba encontrar unos restos, pero lo que había era otra cosa”, recuerda Lucho, 25 años después de ocurrido éste hecho que se le quedó incrustado en la mente y que las casi mil exhumaciones efectuadas después de ésta no han logrado borrar. 

Esperando quizás una orden milagrosa que lo salvara de tan ingrata faena, miró a su jefe que estaba en el sitio y que por la expresión de su rostro le había leído el pensamiento. “Bueno, Lucho, hágalo”, le ordenó al tiempo que lo dotaba de una segueta y un cuchillo para descuartizar al difunto. “Bendito sea Dios”, pensó el empleado y con manos temblorosas comenzó la dispendiosa tarea de separar la carne de los huesos para depositarla en una bolsa; luego desarmó el esqueleto partiéndolo por las articulaciones y lo amontonó en otra bolsa porque más tarde serían guardados en una caja y entregados a los familiares.

El trabajo le tomó casi una hora, tiempo en el que no pudo controlar un sudor viscoso en su frente y en las manos que le empapó los guantes por dentro. Le parecía que nunca iba a terminar y mientras rompía coyunturas, hacía análisis de la futilidad del cuerpo; “se me pasaban muchas cosas por la cabeza porque uno se pone a pensar: ¿bueno qué es uno? si esto lo hago yo hoy, mañana lo van a hacer conmigo. Es que eso era como cuando uno arregla un pollo o un cerdo y le saca los huesos a parte; es igual, y yo tenía práctica haciendo eso, pero no con seres humanos”.

Fue una experiencia que le tocó vivir por casualidad, debido a que el sepulturero encargado de las exhumaciones no estaba disponible en ese momento y alguien tenía que hacer el ‘trabajo sucio’. Hacía un año había asumido en el cargo de sepulturero en el cementerio del pueblo, en la población de Bolívar.

A sus 18 años, Luis Campo había llegado a Bolívar procedente del Magdalena, donde se dedicaba a labores pastoriles; comenzó trabajando en una finca, pero un día un amigo le hizo el ‘puente’ para ocupar una vacante que había en el cementerio y el joven había respondido “va pa’ esa”. De eso hace más de medio siglo, tiempo en el cual éste sepulturero ha enterrado tres mil muertos y ha practicado exhumación a más de mil; sin embargo, su sensibilidad permanece intacta y muy a menudo se contagia del dolor y el llanto de otros.

No olvida su primer día de trabajo; no sabe si es porque tiene excelente memoria o porque ese fue su primer día de clases en una escuela en la que se matriculó para vivir en contacto diario con la muerte y el sufrimiento de mucha gente. “Cuando yo entré, me encontré con unos patrones muy buenos; había un señor llamado Rafael que me dijo vamos a trabajar y el mismo día me puso a prestar un servicio; imagínese, uno no acostumbrado a trabajar en estas entidades le dan nervios; yo tenía mi recelito”.

Antes que llegara el cortejo fúnebre, Lucho, junto con otro compañero, alistó el lote, le sacó la tierra, le puso ladrillos a los lados e instaló el descensor; fue un trabajo normal, pero llegada la hora del entierro, el primíparo vio a tantas personas llorando desconsoladamente que no pudo contener las lágrimas. “Ver un personal llorando a uno le da sentimiento porque uno también tiene corazón”.

Mientras trabajaba (bajando el ataúd, colocando las tapas arriba para luego cubrirlo con tierra) apartaba y bajaba el rostro “porque yo no quería tampoco que me vieran llorar; no era que yo fuera a soltar el llanto a requiebro suelto, pero se me salían las lágrimas”.

De la persona muerta sólo supo que era una mujer por el nombre escrito con letras doradas sobre una cinta morada en el ataúd y que enterrarla lo puso nervioso como nunca antes lo había estado en su vida. “Eso no es nada”, fue lo único que le dijo su experimentado compañero, al final del servicio, mientras le daba un golpecito en el hombro.

Para ese entonces, la población del campo santo no alcanzaba los 800 muertos, por lo que las labores mañaneras de jardinería –que también le toca hacer a los sepultureros– era mucho más fácil que ahora, cuando existen muchísimos cadáveres sepultados, cuyas tumbas hay que mantener impecables.

La parte más complicada de su trabajo la representan los niños a los que ha visto llorando por la pérdida de sus padres. “Ellos sí me hacen dar mucho sentimiento. Uno siente porque uno está vivo también y nadie quisiera ver a un niño llorando; si verlos en la casa conmueve, imagínese verlos en el cementerio porque se quedaron huérfanos”.

No obstante, sus noches son tranquilas, duerme ‘como un bebé’, aunque sus primeros días como enterrador estuvieron cargados de sentimientos encontrados en los que se mezclaban la alegría de tener un trabajo que era estable y que además le permitía descubrir un mundo nuevo para él, lo asombraba la tranquilidad con la que sus compañeros asumían el contacto con el dolor ajeno y la sangre fría con la que a veces se referían al mismo y pensaba que con el tiempo a él le pasaría igual; eso lo tranquilizaba porque así no lo golpearían tanto los sepelios y todo sería más sencillo, pero hoy, cuando está a punto de pensionarse, sigue arrugándosele el corazón cada vez que le toca prestar un servicio y ver a la gente llorando.

Son muchas las experiencias que ha vivido este sepulturero, entre ellas un susto tremendo que una noche le pegó un hombre vestido de blanco que al final resultó ser la estatua de un santo.

A los dos días de haber llegado a trabajar en el Campo Santo, su jefe le pidió que se quedara esa noche para ayudarlo a regar. Eran las ocho de la noche y ambos salieron con sus implementos de trabajo a recorrer el cementerio, pero de pronto Lucho vio a lo lejos a un hombre de blanco que parecía acercarse; quedó petrificado del susto; sin embargo no se atrevía a comentarle a su jefe, pero cuando había avanzado unos pasos más no soportó el terror y le dijo: Rafa, allá hay un señor parado, a lo que su interlocutor respondió riéndose: “Nooo hombre, ese es el Santo”.

Otro susto se lo llevó un día cuando le tocó sepultar a una paisana que conocía muy bien. Esa noche pasó por la tumba y sintió que la muerta se movía; “me asusté y empecé a correr, pero me dije; ajá qué voy a hacer si ya está muerta”.

Todas estas son anécdotas que han ido curtiendo a este hombre contra los ‘espantos’ que se dice habitan los cementerios. Comenta que vive rodeado de cerca de tres mil personas, entre las que se pasea durante todo el día, pero no puede hablar con ninguna porque todas están bajo tierra.

Aunque anhela pensionarse, no le cambiaría nada a su trabajo porque ha aprendido a hacerlo bien, a prestar un buen servicio, pese a que en su diario está escrito el relato de un doliente que en pleno sepelio sacó un puñal con el propósito de traspasarlo porque accidentalmente el féretro se cayó y el familiar dolido, triste y agresivo, concluyó que los sepultureros lo habían tirado adrede.  También le han tocado momentos de profunda tristeza, como el día que sepultó a su hermana mayor, a la que tres años después él mismo desenterró.

Son casi tres mil historias, de amor, desamor, lucha, guerra, pasión, dolor, alegrías, de vidas vividas y también aquellas historias que no pudieron escribirse, las que acompañan a este sepulturero en su diario vivir y que con su silencio eterno le proporcionan paz y tranquilidad. Es una paz extraña. El canto de los murciélagos y los búhos le dan un toque de misterio a las noches en este cementerio, pero a ese misterio también ya se acostumbró Lucho; “al comienzo daba sustico, pero con el tiempo eso se va alejando”, dice.

En términos espirituales, no sabe a ciencia cierta qué pasa con los seres humanos después de la muerte. Ha escuchado muchas cosas, pero se inclina a creer que el que se muere, muerto se queda y ya. “Pa’ mi el que se murió, ya se murió; no sé si haya posibilidades de que uno regrese del más allá o vuelva a vivir, pero el cuerpo es materia que al enterrarla deja de ser”.

Va a misa esporádicamente porque lo relaja; “cuando uno se siente algo así como estresado, va a misa y se desestresa; no sé por qué será, pero uno además de que le son perdonados los pecadillos sale muy bien del contacto con Dios”. Su día laboral comienza a las siete y media de la mañana y culmina a las cinco y media de la tarde; los sábados trabaja hasta el mediodía y los domingos se turnan con sus compañeros.

Si Dios se le presentara dispuesto a otorgarle un regalo para su trabajo, Lucho le diría: “Bueno Dios; yo quiero pensionarme y que otro tome el trabajo que yo tengo”. No es que reniegue de su labor, sino que quiere dedicarse a sí mismo, a descansar y a restituir a su mujer y a sus hijos el tiempo que los muertos del le han quitado.

 

María Ruth Mosquera

@Sherowiya

 

 

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