Ocio y sociedad
Un muchacho en La Montaña
Aún no se ha ido la penumbra. Una sinfonía de pájaros de especies diversas se mezcla con el murmullo sempiterno del arroyito de aguas puras e incesantes que van regando de vida su camino hasta entregarse –kilómetros más abajo- al río Guatapurí. Se oyen gallos cercanos y lejanos que con su canto contestatario advierten la pronta llegada del día. El sol comienza a anunciarse por encima de las siluetas de los cerros, pintando una acuarela de oro en degradado hecha de nubes sobre el fondo azul del cielo. Y se hace la luz. Y se va la penumbra. Y comienza un nuevo día en La Montaña, nombre que lleva la finca localizada en la parte alta de la Sierra Nevada.
Hace frío, pero ya la piel de Jordi lo reconoce como uno de sus amigos allá sobre los cerros y lo abraza de la misma manera que lo hace con el sol cuando se yergue en su cenit como antagonista fiel de la lluvia y la niebla que lo hielan todo. En un fogón de leña hierve el café en una ollita exclusiva para él; es un grano ahí sembrado, cosechado, secado, tostado y molido, que unta con su aroma la cotidianidad matutina y tiene la magia de hacer de las mañanas momentos cálidos con sabor panela fabricada en los trapiches de la sierra.
Jordi Ortiz Ditta cumplió los 18 años hace poco. Es un muchacho con alma de campesino que le gusta habitar allá, a 1.800 metros de los dramas citadinos, de los parches nocturnos de las esquinas, de las ofertas indecentes que abruman y tantas veces seducen a jóvenes como él que recién empiezan a dibujar su horizonte de vida. “A mí me gusta es el monte”, dice y enfatiza su afirmación: “casi en el pueblo no me gusta estar; en las casetas pelean, tiran botellas, en cambio acá está uno relajado sin tanto problema”.
Durante el desayuno -de plátano pintón cocido con huevos revueltos con hogao, queso y más café negro- habla un poco de él: Nació en Rincón Hondo, un pueblo de Chiriguaná, en el centro del Cesar. Estudió hasta el grado sexto y se dedicó al trabajo del campo, a vivir como vecino de la flora y la fauna montañosa, se hizo un erudito en la recolección de café, en la preparación de la tierra para sembrar la yuca, en conocer el momento justo de recolectar el maíz; en el comportamiento del clima, como por ejemplo que “cuando la neblina llega hasta la mitad de la montaña no llueve duro, pero cuando arropa la casa ahí sí hay que prepararse para la lluvia y el frío en la noche”. Es gracias a este fenómeno, el de la neblina, que ha visto desaparecer las montañas bajo el manto gris y anochecer a la una de la tarde, como también fue testigo aquella vez que del cielo llovieron pedazos de hielo tan grandes que le abrieron cráteres a las hojas de lulo y rajaron las de plátano.
Terminado el desayuno, Jordi calza unas botas de caucho, guantes, camiseta doble, sombrero, se pone en el cinto un machete y se le ve desaparecer por entre los naranjales, cultivos de tomates, lulos, guayabas y toda suerte de frutas que rodean la casa de la finca y conectan con los cultivos de yuca y café loma arriba. No son fáciles las jornadas en el campo. Es un trabajo físico que demanda fuerza y resistencia, más en estos días cuando no está la persona encargada de atender la casa y a ellos mismos –Jordi y Fernández, el administrador de la finca- les corresponde prepararse los alimentos. Es así como al mediodía el muchacho reaparece entre los frutales, prepara arroz con guiso de tomates con salchichón y platanitos maduros. Almuerzan y regresa a su jornada hasta el crepúsculo.
La noche fría se matiza un poco con los leños prendidos en la cocina y alumbra el diálogo antes de irse a dormir. Jordi no tiene certeza de cuánto será el pago por su trabajo estos meses, de eso hablan después; en algunas fincas es así, cuando hay confianza entre patrones y jornaleros, se trabaja así: les pagan al final de temporada todo el salario junto. “Me pagan en diciembre”, cuenta con el rostro iluminado; “es mejor que me den la plata así junta porque después uno se la va gastando”. Le conviene a él, que tiene la intención de comprarle materiales a su madre para que acabe de construir su casa en el pueblo.
Ver a Jordi tan apasionado de la vida campesina devuelve la esperanza en tiempos en que los jóvenes buscan cada vez más los entornos citadinos y expresan su voluntad de nunca regresar al campo; sucede así en todas las regiones de Colombia, donde el campo se queda cada vez más solo, pese a las iniciativas desde las comunidades y a través de programas estatales para reconectar a los muchachos con su origen campesino. Un caso para ejemplificar este fenómeno se da en el corregimiento Las Minas de Iracal, en Pueblo Bello (Cesar), donde han bautizado una vereda con el nombre de ‘Macho solo’, debido a que no solamente no quieren regresar los jóvenes sino tampoco las mujeres, espantadas por los fantasmas del conflicto armado que perviven en los territorios de desplazamientos, masacres y efectos violentos del conflicto armado colombiano.
Cuando piensa en su futuro, Jordi se visualiza viviendo en calma, en el campo; no hay tráfico pesado ni carreras para alcanzar el transporte; no hay largas filas en supermercados ni las carreras de cumplir un horario en una oficina. En su proyección futura hay cultivos y él está rodeado de montañas, con ríos, animales por doquier, mucho verde, pero sobretodo mucha tranquilidad; no importa que las suyas sean noches sin chats, cine, Netflix o salida en combo al centro comercial de moda. “Quiero seguir trabajando en el campo” dice, sin dudar y piensa en -¿por qué no?- tener su finca propia. Aun el amor no le ha estremecido el corazón, aunque sí visiona una familia con esposa e hijos. Bien entrada la noche, Jordi cruza el patio corriendo para mojarse menos porque llueve en la montaña y se va a dormir.
Tras un sueño plácido y pese a que es domingo, día de descanso, Jordi se levanta con el sol, bebe café caliente y se sienta en una banca de tabla a escuchar música en el radio solar que los mantiene al tanto de las novedades del mundo. Es a través de ese radio que está conectado con los géneros musicales y sus nuevos formatos; entonces se le oye cantar vallenatos tradicionales, nuevas formas de vallenato y reguetón; se los sabe de memoria. El domingo es la ocasión para tumbarse en la hamaca un rato, lavar las botas, devolverle el color a la gorra y treparse en los palos de guayaba y naranja, donde se le ve pasando de una rama a otra con la destreza de una ardilla, para reposar después en su paraíso libre de tecnologías.
Hay tranquilidad en La Montaña. Los conflictos más grandes hoy son que un mulo arisco salga corriendo monte adentro y haya que perseguirlo para hacerlo volver, que una avispa traicionera se ensañe con la cara de alguien, que al curro con la carga de alimentos en la subida o que se demoren las lluvias y los sembrados sufran de sed, “pero eso estamos en octubre, el mes de las lluvias”.
Es también el mes de recolección de café porque los granos están maduros, de bajar las naranjas, guayabas, lulos, tomates, ajíes, plátanos, guineos y demás productos que se cultivan en los campos, de donde sale la base alimentaria de la humanidad entera.
Mariaruth Mosquera
@Sherowiya
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