Ocio y sociedad
La herencia de los abuelos
Esos abuelos nuestros, hombres nobles que cumplían con la palabra empeñada y honraban religiosamente sus deudas, sin importar lo grande o pequeñas que fueran, esos ancianos venerables que trabajaron de sol a sol en esos parajes rurales donde vivían, donde levantaban a su numerosa prole, formándoles como hombres y mujeres de bien, enseñándoles en el día a día a realizar los oficios propios de la faena diaria, para, según ellos, que fueran hombres y mujeres de bien y no vagos inservibles.
Esos abuelos que enseñaban la disciplina y el comportamiento con el ejemplo de su propia vida y cuando se ameritaba, el fuete, la penca o cinturón, bastaba para hacer entender al descarriado hijo lo importante de alinearse a los preceptos paternales, porque lo importante no era aparentar ser un hombre correcto, lo importante y obligatorio era serlo, y en ese ser, se jugaba el buen nombre de la familia, el lustre de ser familia honesta y sana, lo que equivalía en muchos casos a ser el único patrimonio familiar y como tal cuidado y preservado con celo y valentía.
Esos abuelos incansables que, a pesar de la edad, siguieron trabajando hasta que, vencidos por los años, tuvieron que ceder el espacio a los achaques, los que aceptaron sin resignarse, pues cada que podían se levantaban y hacían pequeñas tareas caseras y escondiendo sus fatigas tras el abanicar pausado del sombrero sobre su rostro para refrescar el sofoco manifiesto tras copiosa sudoración. Esos abuelos de matrimonios eternos, de bodas pasadas por todos los metales y piedras preciosas y que, aun teniendo romances e hijos extramatrimoniales, permanecían unidos a sus esposas sin que ello fuera motivo para desatender sus obligaciones de padres.
Esas abuelas pacientes, hacendosas de andar nervioso que se desvivían por la atención de hijos y maridos, que encanecieron vistiendo sus faldas anchas debajo la rodilla, con modas antiguas de estampados pequeños y sencillos con colores de medio luto, la que en sus largos años acumulaban duelo sobre duelo, primero de sus padres, hermanos mayores y de ahí en delante de toda la parentela. Esa abuela que sufría en silencio los problemas familiares y que con magia estiraba los pocos ingresos y con amor en su sazón nos brindaban los platos más sabrosos jamás probados en otras cocinas.
Esos ancianos que nos enseñaron las buenas costumbres, los que con tan solo un gesto, un ceño fruncido, una mirada penetrante nos daban la mayor reprimenda, esos ancianos afables que fueron estrictos con sus hijos, pero que la edad doblegó convirtiéndolos en los cómplices de las travesuras de los nietos. Esos padres mayores que miraban con amor desbordado a su descendencia, esos mismos que doblaban rodilla al acostarse y al levantarse a pedir a Dios que siguiera prodigando bendiciones a sus familias.
Pues bien, esos ancianos que han comenzado a abandonar este mundo, los que nos dieron como legado, costumbres y tradiciones, los que no entienden algunos fenómenos sociales de nuestra época, de seguro se estarán preguntando como lo hago yo desde hace algún tiempo: ¿A qué obedecen algunas modas modernas? ¿Por qué se pierden algunos rasgos identitarios de nuestra cultura y tradición? Es difícil dar respuesta a estas preguntas porque tienen varias respuestas que van de acuerdo al nivel cultural, la edad, la crianza, el compromiso social con su comunidad y tantas otras variables que pueden incidir en la respuesta.
A propósito de esto me ronda en la cabeza uno de los fenómenos de la moda festiva en el Caribe colombiano, me refiero a ese Caribe de pueblo, el que analizo y observo a diario y del que alimento mis notas. Nuestros abuelos vestían pantalones de dril (ya lo he contado en otro artículo), vestían de olan para dominguear, usaban sombrero sabanero y albarcas trespuntá, se aquietaban los cabellos con brillantina y se rasuraban la barba con enormes barberas que afilaban en una fina piedra de amolar y pulían en una penca de cuero; tan prácticos que para afeitarse no usaban espejos sino que la yema de los dedos eran los sensores que le mostraban las recias pilosidades que esquivas se escondían a su navaja.
Ahora en las fiestas patronales y ferias de nuestros pueblos se ha generalizado como moda festiva, la imitación del antioqueño, observo sorprendido que desde la aparición de los paisas, primero como ganaderos, comprando la tierra productiva de nuestros pueblos y desplazando con dinero a los nativos, y últimamente el ejercito de mercenarios y sicarios que conformaron en su mayoría el paramilitarismo inicial, que dejaron una huella dolorosa de muerte y desolación, pero además colonizaron parte de la mente ingenua de nuestras gentes.
Me refiero a la vestimenta que usa la mayoría de las gentes en las ferias y fiestas, que ahora lucen al hombro ponchos antioqueños y sombreros aguadeños en la cabeza, en una imitación grotesca de los paisas y un abandono a las formas identitarias que nos legaron los abuelos. ¿Nos colonizaron? ¿Abandonamos nuestra identidad caribe?
¡Siquiera se murieron los abuelos, sin ver como afemina la molicie!
Diógenes Armando Pino Ávila
@Tagoto
Sobre el autor
Diógenes Armando Pino Ávila
Caletreando
Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).
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