Ocio y sociedad

Las sentencias del doctor Panzza

Eddie José Dániels García

17/02/2020 - 02:55

 

Las sentencias del doctor Panzza

Una profunda consternación causó en Valledupar el fallecimiento del doctor Vicente Panzza Martínez, quien llevaba más de veinte años radicado en esta ciudad, la que amaba entrañablemente, y donde ejercía con lujos de detalles el precioso y consagrado arte de la medicina. Aquí, en esta amañadora villa del Santo Ecce Homo, gracias a su abnegada dedicación profesional y a su sensible carisma, se había ganado el aprecio y la admiración de todas las personas que tuvieron la oportunidad de conocerlo, de tratar con él y de pertenecer al círculo de sus amistades preferidas. Su muerte inesperada se produjo cuando apenas se encontraba en el esplendor de su existencia y empezaba a alcanzar la madurez científica en el ejercicio de la medicina, profesión que había comenzado a ejercer desde antes de recibir su título de médico cirujano en la prestigiosa Universidad de Cartagena en 1981. Una penosa enfermedad, de esas que acechan al organismo humano, puso punto final a su existencia y cerró sus ojos el 25 de julio de 2012.

El doctor Panzza, como era llamado por sus amistades, y Vice o Vicentico como le decían sus familiares, había nacido en Talaigua Nuevo, departamento de Bolívar, y era un descendiente ejemplar del matrimonio formado por don Vicente Panzza Herrera y doña Margarita Martínez Meza, dos queridos personajes de esta población. En este pueblo tranquilo y acogedor, situado sobre la ribera del Río Grande de la Magdalena, en el brazo de Mompós, Vicentico vivió los años de su infancia y de su juventud, apreciando el risueño cauce del río, la belleza de la flora tropical y el bucolismo del entorno callejero. Al lado de una generación de contemporáneos, la mayoría de ellos profesionales, cursó los estudios primarios en la Escuela Pública de Varones, regentada por don Tomás Daniels Avendaño, un consagrado maestro momposino que había recalado en Talaigua desde hacía varios años. Más tarde inició los estudios de bachillerato en el histórico Colegio Pinillos de Mompós y los culminó en el Colegio La Divina Pastora de Riohacha.

Desde que inició sus estudios de medicina en la celebérrima universidad cartagenera, Vicentico dio muestras inequívocas de haber nacido para ser un médico ejemplar, y merced a su talento cuidadoso logró coronar su carrera con muchísima entrega y devoción. Sus primeros pinitos en la ciencia de Hipócrates comenzaron a realizarlos en Talaigua, apenas cursó los primeros semestres de la facultad. El pueblo lo recuerda, siempre entusiasmado y solícito, realizando operaciones menores y haciendo prácticas preliminares en el centro de salud de esta población, en ese entonces, un corregimiento de la Villa de Santa Cruz de Mompós. De la misma manera, era común verlo, realizando visitas callejeras, atendiendo a las llamadas fortuitas y colaborando con la gente necesitada de servicios médicos, en enfermedades pasajeras. Hoy lo recuerdo con el fonendoscopio terciado en el cuello, un minimalentín en la mano y transitando con premura, para cumplir con un llamado urgente dispuesto a socorrer los dolores de un enfermo casual.

A comienzos de los años setenta, gran parte de la familia de Vicentico abandonaron a Talaigua y  se fueron a vivir a Sincelejo. Lo mismo hicieron otras casas talaigüeras que emigraron para esta ciudad con el sueño de buscar la educación de sus hijos. Ya para esa época, dos de sus hermanas mayores, Meredith y Eufrocina, tenían definidos sus hogares y se habían radicado en Cartagena desde los años sesenta. Otra hermana mayor, Tula María, una reconocida pedagoga, ocupaba un puesto directivo en la Escuela Normal de Señoritas de Sincelejo y había fijado aquí su residencia. Con ella se vino también Ana Encarnación, la primogénita de la familia, y sus tres hijos: Herminda Cecilia, Carlos Alberto y Marly del Rosario.  Al verse solos en Talaigua, Don Vicente y doña Margarita, con mucho dolor se desprendieron de su pueblo querido para radicarse en la capital sucreña. Con el paso de los años, ya bastante avanzados de edad y aquejados de salud, fallecieron en esta ciudad a comienzos de siglo, con un intervalo de tres años.

Teniendo casi toda su familia ubicada en Sincelejo, Vicentico, que ya estudiaba en Cartagena, solía venir a esta ciudad con marcada frecuencia y reencontrase con sus viejas amistades de Talaigua. Para esa época, yo me había vinculado al Instituto Simón Araújo, el prestigioso plantel sincelejano, y como gran amigo que fui de sus padres, y lo sigo siendo de sus hermanas, tuve la oportunidad de charlar y departir con él en diversas ocasiones. Estos encuentros me brindaron la ocasión para conocerlo de cerca y apreciar sus grandes cualidades. Con relación a lo moral, era una persona sobrada de lote en todos los valores que rodean a los seres humanos: atento, respetuoso y servicial. Y, por otra parte, se caracterizaba por ser buen charlador, amante de la bebida exquisita y dueño de una tremenda capacidad ingeniosa, la cual combinaba con una sutil nota de humor que le fluía espontáneamente en todas las conversaciones y se convertían en sentencias cruciales, que eran admiradas por los contertulios y demás personas que lo rodeaban.

Era un fidelísimo amante de la música vallenata, y se consideraba un zuletista furibundo, que se llenaba de orgullo cada vez que expresaba a voz en cuello esta particularidad. Y así era: recuerdo que una vez, departiendo con él en su residencia del Barrio Majagual, nuestra velada, que se prolongó por varias horas, sobrevivió al tenor de cinco o seis discos, por supuesto, de los hermanos Zuleta: “La diosa de la serranía” de Santander Durán Escalona, “La pimientica” del viejo Emiliano Zuleta Baquero, “La conquista” de Edilberto Daza Gutiérrez, “Despertar de un acordeón” de Antonio Serrano Zúñiga, “El carrito brujo” de Rafael Sánchez Molina y “Mi salvación” de Poncho Zuleta. En otra ocasión, departiendo con otros amigos que lo apreciaban entrañablemente, entre ellos, Juan Lascano Quevedo y Humbertico Gutiérrez Quevedo, ambos fallecidos, la nota musical la pusieron hasta el cansancio “Río crecido” y “Río seco”, las dos canciones estelares de Julio Fontalvo Caro, cantadas magistralmente por Poncho Zuleta en 1974.

Desde que coronó sus estudios de medicina en los albores de los años ochenta, Vicentico se vinculó al departamento del Cesar. Con el título profesional a cuestas, a partir de entonces fue conocido como el Doctor Panzza. Inicialmente se radicó en Pailitas, donde había realizado el año rural, y merced a su espíritu relacionista había cultivado muchas amistades. Más tarde fue nombrado director del hospital de Aguachica, uno de los municipios más apartados de Valledupar, que se introduce hacía el interior de la República y donde se mezclan las idiosincrasias antioqueña, santandereana y costeña. Aquí se radicó varios años y tuvo la oportunidad de conocer y granjearse la amistad de algunos ciudadanos importantes, vinculados, sobre todo, al mundo de la política. En agosto de 1986, con la llegada de Virgilio Barco a la Presidencia de Colombia, el doctor Panzza fue nombrado Secretario de Salud del Cesar, gracias al nombramiento que le hizo doña María Inés Castro de Ariza, quien había sido designada gobernadora de este departamento.

Desde entonces, estableció su residencia entre Aguachica, donde estaba radicado, y Valledupar donde administraba la Secretaría de Salud. Llegaba los lunes bien temprano y regresaba los viernes al anochecer. Era un sacrificio que sumaba más de seiscientos kilómetros de recorrido todas las semanas, y que cumplió durante el año medio que permaneció en el cargo. Pero no fue en vano, valía la pena realizarlo, porque estando ya en la Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Uparí, empezó a conocer y a tratar muchos personajes de reconocido prestigio político, académico y cultural en esta amañadora población. Asimismo, incentivó su pasión por la música y los aires vallenatos, especialmente, el paseo y el merengue, los cuales entonaba y tarareaba con un rostro placentero. Entonces, con mucha seriedad y sutileza se fue relacionando con los máximos dirigentes del Festival de la Leyenda Vallenata: Doña Consuelo Araujonoguera, Gustavo Gutiérrez Cabello y la Polla Monsalvo, quienes fueron sus amigos y lo apreciaron en extremo.

Vencido por su amor al vallenato y enamorado de la capital cesarense, sobre todo, arrobado por la exuberancia de la vegetación urbanística, tomó la firme determinación de radicarse en esta ciudad a finales de los años ochenta. Se vinculó, entonces, como médico de planta en el Hospital Rosario Pumarejo de López y comenzó a ejercer a toda plenitud y con mucho profesionalismo el noble desempeño de la medicina. Siempre pendiente de rendir al máximo y de favorecer en lo más posible a los enfermos de urgencia para preservarles la vida, tal como lo había prometido en su juramento hipocrático. Se vinculó también como médico en la Universidad Popular el Cesar y ofreció sus servicios en algunas clínicas e instituciones prestadoras de salud. De esta manera, logró amañarse rápidamente en la ciudad, conocerla en todas sus dimensiones, difundir su prestigio personal y ampliar un nutrido radio de amistades, que lo rodeaban en el ambiente popular, en el campo profesional y, por supuesto, en el folclor vallenato.

Muy pronto se hizo fiel amigo del recordado maestro Leandro Díaz, fortaleció su relación con él y lo visitaba frecuentemente. También mantuvo lazos de amistad con Edilberto Daza Gutiérrez, Santander Durán Escalona, Sergio Moya Molina, Rita Fernández, Colacho Mendoza, Beto Murgas Peñaloza y Emilianito Zuleta Díaz, a quien admiraba y definía como el mejor acordeonista de todos los tiempos. Otro grupo de amigos, entre quienes figuraban: Lubín de la Barrera, Jairo Henao Lascano, José Luis Galeano, Alonso Sarmiento y el profesor Luis Zabaleta, tuvieron la oportunidad de compartir con él y deleitarse con sus refranes, convertidos en típicas sentencias. “Ardita que come maíz no bota la tusa muy lejos”, “Mujer borracha es tafanario sin dueño”. Otras veces, cuando aparecía algún borrachito impertinente, se sobraba en delicadeza diciéndole: “En nombre de Dios, retírate”. Y si éste se obstinaba en quedarse y seguir fastidiando, su sentencia era aún más incisiva: “Hay que quitar esta infección del medio”, afirmaba molesto.

“Primero que todo, quiero que sepan que soy más zuletista que todos ustedes”, era la sentencia que proclamaba el doctor Panzza cada vez que llegaba a una parranda organizada o a una tomata casual, donde la música vallenata hacía su despliegue interminable. “Para empezar, quiero escuchar Mi hermano y yo”, complementaba. Apenas se ubicaba, todos los presentes se animaban a complacerlo y a estar pendiente de sus chispas ingeniosas. Y él, de una manera espontánea, ordenaba traer más trago para evitar una posible sequía. “Dame un lamparazo”, le pedía a cualquiera de los asistentes. Y si por casualidad, pasaba una dama entrada en años, que llamara la atención, tras de lanzarle un requiebro respetuoso, no dudaba en afirmar: “Gallina vieja, da caldo espeso”. Así, saboreando sus frases repletas de humor, transcurría la parranda. De pronto decía: “Me voy, pero antes, quiero oír “El indio Manuel María”. Lo escuchaba, aportaba algún dinero y se despedía diciendo: “Una parranda sin trago es como una finca sin agua”.

Dos personas que apreciaron y vivieron de cerca las sentencias del doctor Panzza fueron Rigoberto Panzza Martínez, su primo, y José Carlos Daniels Gutiérrez, su sobrino, quienes lo visitaban con frecuencia en su residencia Valledupar, y, según me han contado, lo acompañaron a muchas parrandas e invitaciones que le hacían sus amigos y los numerosos compadres que atesoró en esa población. “Era bien recibido y muy apreciado donde llegaba, sobre todo, porque soltaba cualquier chispa que hacía reír a los presentes”, me ha dicho en varias ocasiones su primo. “Los que departían con él, estaban alertos y pendientes de no cometer ninguna falla, porque, enseguida, mi tío los regañaba”, también, me ha comentado su sobrino. Y yo, que lo conocí bien, no necesito mayores explicaciones para evocarlo y graficar en mi memoria esas parrandas y el estilo de sus actuaciones. Por esta razón, hoy, cuando el doctor Panzza, como era conocido en la Capital Mundial del Vallenato, está cerca de cumplir ocho años de fallecido, le he dedicado esta crónica con el propósito de honrar su memoria y preservar sus recuerdos.

 

Eddie José Daniels García

Sobre el autor

Eddie José Dániels García

Eddie José Dániels García

Reflejos cotidianos

Eddie José Daniels García, Talaigua, Bolívar. Licenciado en Español y Literatura, UPTC, Tunja, Docente del Simón Araújo, Sincelejo y Catedrático, ensayista e Investigador universitario. Cultiva y ejerce pedagogía en la poesía clásica española, la historia de Colombia y regional, la pureza del lenguaje; es columnista, prologuista, conferencista y habitual líder en debates y charlas didácticas sobre la Literatura en la prensa, revistas y encuentros literarios y culturales en toda la Costa del caribe colombiano. Los escritos de Dániels García llaman la atención por la abundancia de hechos y apuntes históricos, políticos y literarios que plantea, sin complejidades innecesarias en su lenguaje claro y didáctico bien reconocido por la crítica estilística costeña, por su esencialidad en la acción y en la descripción de una humanidad y ambiente que destaca la propia vida regional.

1 Comentarios


Uber alfonso Oviedo gutierrez 18-02-2020 07:28 AM

Me gusta este relato porque yo doy testimonio de ese recuerdo inolvidable de compartir con el doctor panza en nuestro capital del vallenato

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