Ocio y sociedad

La cara alegre de la diáspora

Alfonso Osorio Simahán

04/02/2022 - 05:45

 

La cara alegre de la diáspora
La frontera entre Colombia y Venezuela / Foto: intriper

 

Es martes 4 de marzo del 2020. Para verificar la hora de aquel día le echo un vistazo a mi móvil, el cual me indica que son las 5:15 a.m. Es el instante en que el autobús que partió de Valencia y, en el cual me encuentro, ha llegado a su destino: la ciudad fronteriza de San Antonio del Táchira, Venezuela.

Una vez que nos hemos apeado de la unidad y, cada uno de los pasajeros logramos retirar nuestros equipajes, nos percatamos que todo a nuestro alrededor, salvo contadas excepciones, está en tinieblas. Un lugareño nos confirma, con signos de normalidad, que hubo un apagón general en el estado Táchira en las primeras horas de la noche anterior. Una media docena de taguaras, expendedoras de comida rápida son los únicos lugares donde se ve un poco de claridad, que la producen pequeñas plantas eléctricas de las que son alimentadas con gasolina. Sin pérdida de tiempo, camino para hacer la acostumbrada cola en la Avenida Venezuela, sitio obligado y, el cual se ha convertido en una especie de plataforma de lanzamiento para el migrante común.

Lo que encuentro a lo largo y ancho de la Avenida es un panorama dantesco que contrasta con el pasado reciente. Más de un millar de migrantes y viajeros rutinarios, muy apiñados y en desorden, aguardan a que la Guardia Nacional retire las vallas peatonales para acceder a territorio colombiano. Esos aletargados minutos de angustiosa espera son aprovechados por los llamados “trocheros”, para ofertar, cual guías turísticos oficiales, un cronograma de variadas trochas para aquellos que no portan el permiso de movilidad fronteriza (PMF) que exigen las autoridades colombianas. Esa arriesgada costumbre de optar por esos atajos peligrosos, hoy es la alternativa más cómoda para burlar a las autoridades de migración.

La luz verde para proseguir la marcha ocurre a las 6 de la mañana, hora venezolana. Empujado, por no decir que arrastrado, por la multitud, empezamos a atravesar los 315 metros de longitud del puente binacional Simón Bolívar. Que nadie se le ocurra devolverse, o siquiera detenerse en medio de aquella atropellada avalancha, porque terminará sin remedio pisoteado en el suelo. Hay un instante en que la marcha se torna más lenta y pesada, porque unos contenedores atravesados de forma horizontal del lado venezolano restringen el paso. Sorteando de todas maneras la transitoria dificultad, cual náufrago que alcanza la costa; al fin, pisamos suelo colombiano.

Más fastidiado que cansado, decido saborear un desayuno en una pequeña fuente de soda que queda en el sombrío sitio conocido como La Parada. Una vez que ya he sacudido el estrés, un sobrevenido relax me obliga a revisar detalle por detalle mi bitácora, cuya primera anotación había comenzado veinticuatro horas atrás, que fue cuando empecé a realizar este necesario, pero inexplicable éxodo. No está de más darlo a conocer, pero sin resabios, porque para los espíritus folclóricos como el nuestro, la verdad, no hay descompostura en lo personal; lo contrario, lo hemos tomado como cualquier experiencia consoladora.

El caso es que, alertado por una crisis integral en pleno desarrollo, madrugué al terminal de pasajeros Big Low Center de Valencia, a comprar un pasaje para San Cristóbal, escala de tránsito, ya que mi destino era Cúcuta. Pero un nudo de cola que serpenteaba sin principio y sin fin, me alerta que en esa primera empresa de transporte que visité, no iba a encontrar lo que buscaba. Me dirijo a otra, y un rumor de que están cobrando el doble del precio de los boletos y que tiene que pagarse en efectivo, me obliga a corretear para otra línea de transporte. En la siguiente y, en el resto de las demás, anuncian que los cupos están agotados. Decido, entonces, dirigirme al único menú que quedaba y el cual yo esquivaba: unas diabólicas camionetas “piratas” que llaman Encava –su marca de fábrica- y son célebres, porque si no vuelan por la velocidad que les sacan sus atarvanes choferes, es porque pierden el tornillo que las hacen volar al agarrar carretera.

Casi que me toca venirme sentado encima de una montaña de equipajes, porque la unidad venía atestada por familias enteras; ahuyentadas por los mismos borrascosos efectos de la coyuntura socioeconómica que estamos viviendo. No me quedó otra. Me sentía como yo creo que debería sentirse el anónimo peregrino sin destino.

Creí, además, que por mi estatus de colombo-venezolano era inmune a los riesgos o secuelas que deja una cómplice e incomprensible diáspora. Pero la demoledora realidad que yo pensaba, que no era asunto mío, sacudió mí adormecido talante apenas pisé ese sitio fronterizo, donde desayuné, que llaman La Parada. Pudo llamarse por afinidad, también La Pasada, porque allí nadie se detiene, y el que lo hace, es obligado, ya que, en ese territorio sin ley, pasa de todo. Se consigue desde una aspirina hasta un carro último modelo. Pero el catálogo más solicitado es la oferta acosadora que hacen los gestores de las empresas de transporte terrestre internacional, a los migrantes que viajan a varios puntos del cono sur.

Este infierno está del lado colombiano: el caos; el tráfico de ida y venida de peatones y carretilleros; el llanto, la gritería de los vendedores ambulantes y el sopor de rutina se entremezclan con un ambiente teñido de desesperanzadora realidad.

Sudo, y me sacudo; no el sudor, sino las vísceras que se han descompuesto porque en esos momentos siente uno que lo han despojado como un autómata, no solo de la nacionalidad, sino de la identidad; para convertirnos en aquel ciudadano extraviado en un universo huérfano de oportunidades, y descompuesto por un evidente subdesarrollo; que no se sabe si es peor el socioeconómico o el cultural. Flagelo que azota a la mayoría de los países que llaman tercermundistas, por las infames políticas públicas de los gobiernos de turno.

Pero no todo es desolación y tristeza en medio de ese caos insostenible. Avanzo a lo que vine. Al tomar la primera buseta que me ha de llevar al centro de Cúcuta, esta va repleta de pasajeros tanto sentados como parados; sin embargo, en medio de esa diversidad de pasajeros, se coló un adolescente venezolano con un mini equipo de sonido colgado en el cuello que le servía de pista musical para deleitarnos, bien entonado, con una vieja canción del Binomio de Oro. Era el preámbulo de un memorable concierto vial. Porque, a medida que avanzaba la buseta, notamos con sorpresa agradable que gran parte de la ciudad se ha convertido en un circo, o mejor dicho, en un teatro a cielo descubierto. Esa percepción la corroboré en los días posteriores. Como destino de escala perentoria para los que buscan la tierra de promisión, La Perla del Norte ha servido también de escenario gratuito para que una gran variedad de artistas callejeros exploten sus habilidades y talentos. No es solo en las busetas de pasajeros en donde resuena, o se ve el canto y la vena artística; en cada esquina, semáforos, calles y avenidas concurridas se apuestan solistas, malabaristas, magos, prestidigitadores, bandas y conjuntos de todos los géneros musicales made in Venezuela. Buscan captar la generosidad peatonal. Cualquier moneda o billete en curso que caiga, es el medio para sobrevivir en la frontera, o para que ese precario dinero les sirva para seguir, cualquier día, sus itinerarios impredecibles.

Buscando hacia el casco central, se mueve otra secuencia, pero de la misma película. No hay local comercial donde no se encuentre una cola de compradores venezolanos -que son los llamados retornables – cuya misión es abastecerse de productos de primera necesidad. En la historia de la ciudad nunca se había dado una zafra de dimensiones colosales en el comercio, como las vividas en este período.

El 11 de marzo del 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS), por medio de su Director General, declaró ante el mundo que el covid-19 era una verdadera pandemia y que se aproximaban días difíciles. Iván Duque, algo dubitativo, hizo eco tardíamente de tal alocución, y decretó para el sábado 14 de marzo cierre de sus puntos fronterizos.

Yo tenía previsto regresar el 15 a Venezuela, pero en vista de esa contingencia de última hora, lo decidí para el viernes 13. El retorno es la misma película macabra, pero a la inversa, con una novedad que me llama la atención: en una casa hogar cristina, del municipio Villa del Rosario, una cola kilométrica espera que sean las 12 para ver si hay chance para un almuerzo de caridad. Muy cerca de allí, en un puesto de periódicos, me llamó la atención uno de los titulares en el diario regional La Opinión; donde habla de 2 venezolanos asesinados vilmente en una trocha llamada el Indio por un grupo de irregulares colombianos. Mientras a un costado de la vía de acceso al Puente, una madre venezolana en compañía de sus 2 hijos menores, que venían del Ecuador, llora desconsolada porque un inescrupuloso ladrón, camuflado de carretillero, aprovechando el caos y el eterno tumulto en La Parada, le timó parte de su valija.

Pero lo más dramático que yo haya vivido, fue una vez que intenté de nuevo atravesar el puente internacional Simón Bolívar. Ante la tensión que había suscitado el cierre de la frontera, se triplicó la población migrante y la población flotante venezolana para entrar a Cúcuta en planes de compras. Migración Colombia exigía como requisito para el ingreso el uso del tapabocas; y esas impresionantes imágenes me pusieron a cavilar al ver que a la real diáspora, para colmo, le salía otro enemigo silencioso.

 

Alfonso Osorio Simahán

 

Sobre el autor

Alfonso Osorio Simahán

Alfonso Osorio Simahán

Memorias de Berrequeque

Abogado en ejercicio, profesión que alterna con la de gestor cultural. Folclorista a tiempo completo y compositor de aires autóctonos del Caribe.

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