Ocio y sociedad
En Manaure, Cesar, hay episodios perdidos del realismo mágico
Segundo de una serie de 6 artículos periodísticos que pretenden rescatar la tradición oral de tres municipios del departamento Cesar: Manaure, La Paz y San Diego. Puede leer el primero en este enlace.
Historias con tinte de realismo mágico perduran en el espacio y en el tiempo gracias a otro libro de texto, la tradición oral. La canción ‘Almas felices’, de Alfonso Cotes Maya, lo ilustra: “Dicen que allá arriba, cerca de Manaure, se escuchan cuentos, se escuchan cantos, una parranda con guitarra y mucha risa”. Cuentos como el del carro al que le echaron comida por creer que era una bestia, el baile del ‘barato’ y el de ‘la colita’ y el de la procesión fúnebre por una cerda todavía se escuchan en esta población.
Manaure es un municipio afable y arrullador, bordeado por la Serranía del Perijá. Con una extensión de 127 kilómetros cuadrados, para el 2014 habitaban 14.188 personas, según el Departamento Nacional de Planeación. La temperatura media es de 24 grados centígrados y es bañado por el río que lleva su mismo nombre. Sus límites son al norte, con el departamento de La Guajira; al suroriente con La Paz, Cesar y al occidente con Venezuela.
Es un hecho documentado que Gabriel García Márquez, uno de los máximos exponentes de la corriente literaria conocida como ‘Realismo mágico’, visitó la población de Manaure en el año 1952. Para entonces, trabajaba como vendedor de libros de la editorial González Porto, cuyo representante para Colombia era Julio César Villegas. Había aceptado la propuesta en una reunión con Villegas, sostenida en el hotel del Prado, en Barranquilla. Según consta en Vivir para contarla, el libro autobiográfico de García Márquez, este se convertiría en “vendedor de libros a plazos en la provincia de Padilla, desde Valledupar hasta La Guajira”.
El escritor apunta que, “en su segundo viaje de negocios conoció Manaure, en el corazón de la sierra, donde llevaron a temperar a mi madre, Luisa Santiaga Márquez, cuando era niña, por unas fiebres tercianas que habían resistido a toda clase de brebajes”. Y que, además, fue el pueblo en el que se encontró con José Prudencio Aguilar, un “contrabandista de oficio, derecho y de buen corazón” de quien tomó el nombre para uno de los personajes de la novela ‘Cien años de soledad’, el contendor que José Arcadio Buendía atraviesa con una lanza en la gallera.
Más allá de estas dos referencias que aluden a las raíces familiares y a la inspiración literaria de García Márquez en el contexto manaurero, el realismo mágico de Manaure contiene relatos que, si bien no se consignaron en la obra cumbre del nobel, dan la impresión de ser extensiones orales del universo de Macondo, ecos de un mundo en el que los hechos fantásticos son parte del día a día.
El carro al que le echaron comida
Desde finales del siglo diecinueve y durante la primera mitad del siglo veinte, comenzaron a llegar gentes, por caminos de herradura, a la extensa sabana que hoy es el pueblo de Manaure. En un primer momento, arribaron inmigrantes de territorios aledaños al municipio, como el departamento de la Guajira y, posteriormente, con el recrudecimiento de la violencia partidista a partir de 1948, se establecieron grupos humanos provenientes de los santanderes. Se dio apertura a los primeros caminos “a punta de picos, palas, machetillas y rulas”, dice Ángel Martínez, habitante de la población.
“Vinieron los primeros carros. Para esa época, llegó el de Osmando Márquez, conocido como ‘El soplo divino’, que arreaba materiales de construcción. También un carro al que le decían ‘El tigre mono’, que fue una especie de chiva, traída por cachacos en el 48, cuando asesinaron a Gaitán. Llevaba pasajeros a Valledupar y los traía de regreso. Transitaba por esa carretera que se hizo a pico y pala. Iniciaba en La Paz y cruzaba el río Manaure dos veces, en los puntos conocidos como ‘Casablanca’ y ‘La rectica’”, asegura.
No obstante, según el relato de Martínez, el primer carro habría venido mucho antes de que se hicieran los primeros caminos. –Un carro pequeño, no sé qué clase de carro sería, pero sí sé que fue el primero que llegó aquí –afirma. Era de un señor a quien llamaban ‘Lionzo’. Al parecer, lo trajeron a pulso por las lomas y lo instalaron en la casa de un señor conocido como Baldomero Quintero. Era tan desconocido que una señora –Juana Rosado- creyó que era una bestia y dijo que por qué no le habían dado agua ni comida; tomó un canasto de recolectar café y le puso cáscaras de plátano para que se alimentara.
El baile del ‘barato’ y el baile de ‘la colita’
El auge musical de Manaure durante el siglo veinte estuvo determinado por tres factores principales: los intérpretes y compositores de música vallenata de acordeón que, en su itinerario parrandero, llegaban del departamento de La Guajira; las bandas de viento de municipios cercanos, contratadas para amenizar las fiestas patronales y los grupos, cantantes y compositores locales de música que alegraban bailes populares.
Algunos de los intérpretes o compositores que llegaron fueron Emiliano Zuleta Baquero, Alfonso ‘Poncho’ Cotes, Rafael Escalona, Andrés Becerra, Leandro Díaz, Jorge Oñate, Rafael Orozco, Diomedes Díaz y Alfonso ‘Poncho’ Zuleta. De las bandas de viento, se destacan la de los ‘hermanos Calderón’, de La Paz y la de Reyes Torres, de Villanueva, La Guajira; y dentro de los conjuntos vallenatos locales, la agrupación ‘Alegre Juventud’, organizada y liderada por un santandereano conocido como Argemiro Álvarez, entre 1969 y 1971.
Con este escenario de fondo, toman forma y protagonismo dos bailes a los que se les dio el nombre de ‘El barato’ y ‘La colita’. De ‘El barato’, Nellys Muegues, docente de Manaure y sobrina del desaparecido compositor Juan Manuel Muegues, dice: “consistía en que, durante algún festejo familiar, una señora bailara con varios señores, a petición de cada uno de ellos. Se bailaba como un vals”. Y de ‘La colita’, Ricardo Lúquez, historiador de Manaure, asegura que “Los bailadores tenían que dar determinados pesos por tantas piezas que bailaran. Si había uno que no quería pagar, los músicos le echaban versos hasta que lo hacía ir o pagaba porque se le iba la gente encima”.
Inclusive, se registra una anécdota. Franco Molina, un señor de La Paz, estuvo bailando toda una noche y no dio la contribución a los músicos. El viejo Emiliano Zuleta, ‘viejo Mile’, como le decían al juglar, lo vapuleó a versos y a Molina le tocó perderse de ahí. – Lástima que no me acuerdo ahorita el verso que el viejo Emiliano le sacó –declara Lúquez.
Procesión fúnebre por una puerca
Por la década de 1960, Leonidas Durán, madre del compositor Guillermo Durán, autor de la canción ‘El Palo e’ guayabo’ que grabó Jorge Oñate y Emiliano Zuleta Díaz, tenía una marrana de tamaño colosal que le generaba muy buenos dividendos. Cada parto del animal representaba una jugosa suma de dinero que entraba a las arcas de la familia. –Esa puerca la trajeron de tierra baja, por allá de Mariangola (Cesar). Era muy prolífera –Argumenta Ricardo Lúquez. Leonidas también se dedicaba a la fabricación de almojábanas al estilo de El Paso, Cesar, porque era nativa de allí, según el relato de Lúquez.
Había un terreno, entre las fincas de Alfredo Navarro y Víctor Álvarez, en el que quedaba ubicado un pozo de agua al que la gente acudía con tinajas y ollas a recolectar el preciado líquido. Porque Manaure ha tenido “el sufrimiento del agua, pese a ser una población rica en nacederos y manantiales”. Cerca del pozo, Navarro tenía sus cultivos de hortalizas y tenía autorización de la policía para matar a cualquier animal que ingresara a perturbar sus plantíos. La cerda de Leonidas cruzó los límites permitidos y Alfredo la mató.
“Fue entonces cuando se reunieron todas las mujeres del barrio La Guajira, en cabeza de María del Tránsito y Polonia Ramírez, parteras del pueblo; Teresita Molina, ‘Panchita’ Ramírez y otras de las que no me acuerdo. Eran entre 12 y 15 mujeres. No aceptaron que ningún hombre viniera a acompañarlas. Amarraron el cuerpo de la cerda a un travesaño y, con machete en cintura, lo pasearon dejando oír endechas y lamentos. Era doloroso ver cómo esas mujeres injuriaban y la dueña, llorando detrás de su cerda como si hubiese sido una hija. Por todo el barrio La Guajira se vio esa procesión”, narra Lúquez.
En ‘Cien años de soledad’ ocurre el suceso en el que Aureliano Segundo, bisnieto de Úrsula Iguarán, se encuentra en el cuarto clausurado del gitano Melquíades “abstraído en la lectura de un libro” cuyo “título no aparecía por ninguna parte”. Era una recopilación de historias fantásticas: la mujer que comía granos de arroz prendidos por alfileres, el pescador que pidió prestado a su vecino un plomo para su red y el pescado con que lo recompensó tenía un diamante en el estómago, la lámpara que satisfacía los deseos y las alfombras que volaban. Sobre estos hechos, Aureliano pregunta si eran verdad.
-Sí, lo que pasa es que el mundo se va acabando y ya no vienen esas cosas –Responde Úrsula.
Ni tampoco les echan comida a los carros, ni se baila ‘El barato’ y ‘La colita’, ni se hacen más procesiones fúnebres por las puercas.
Alexander Gutiérrez Navarro
Sobre el autor
Alex Gutiérrez Navarro
Zarpazos de la nostalgia
Nacido en La Paz, Cesar y criado en Macondo, la sede del mundo jamás conocido. Escribe para imprimir fuerza a los relatos ordinarios a través de la extraordinaria conquista de la palabra impresa. Lector asiduo. Estudiante de la vida. Periodista y Comunicador Social en formación.
2 Comentarios
Efectivamente, los relatos que aquí se leen, tienen un gran tinte mágico, como los que un día pude leer en cien años de Soledad, nuestra máxima expresión de la cultura caribeña, y especialmente las de los pueblos que guardan aun ese sabor a folclor e inocencia. Muy bonitos los relatos. Por estas historias, fue que un día Garcia Márquez dijo, que los pueblos de la costa, todos guardan una misma historia. Excelente.
Realismo mágico a flor de piel.
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