Ocio y sociedad
Lancaster De León: de emigrante anónimo a embajador del vallenato

Si era un coterráneo suyo a quien le presentaban, y éste con la natural curiosidad le preguntaba si tenía algún parentesco con aquel legendario futbolista que jugó para el Junior a mediados del siglo pasado, quien llevaba su mismo nombre y apellido, lanzaba un ligero suspiro nostálgico como antesala, para luego afirmar que sí.
Ahora, si esa persona era venezolana y aplicaba el mismo formato anterior, pero indagando esta vez si su apellido guardaba alguna filiación con Oscar, “El diablo de la Salsa”; además de responderle afirmativamente sin meditar, con su labia bárbara ampliaba con pormenores fantásticos los diferentes escalones que, supuestamente, lo ataban al árbol genealógico con el susodicho personaje. Y si ese encuentro fortuito terminaba explayándose con la complicidad del ocio y el licor, entonces era cundo Lancaster De León Oviedo hacía gala de sus dos consagradas virtudes: el invento y la hipérbole. Sostenía que su otrora Obra Maestra, “Enamorada”, en época reciente la habían grabado en alemán, y ya con esta, aclaraba, eran diecisiete versiones en idiomas diferentes. O no era raro que saliera en el mismo compartir, que era el hijo número treinta y tres en orden descendente, de los sesenta y nuevo que tuvo su padre Amaranto, de los cuales cincuenta y cinco salieron acordeonistas.
Contaba, de manera reiterativa, con argumentos de diplomático, el día en que el presidente López Michelsen le envió el avión presidencial para que fuera a tocarle una parranda de cumpleaños a Palacio. Sus contertulios, pacientes y hechizados con esa serie de relatos fabulosos, no rompían filas hasta tanto no se enteraban cuál era el final de cada una de esas historietas.
Epiménides Zambrano, músico y compositor guamalero –el padre de Jimmy- recogió, en una de sus tantas composiciones, una que tuvo corte épico, con los fragmentos más sobresalientes de sus incontables exageraciones, entre las que sobresale aquella vez en que Jorge Oñate lo llamó urgentemente desde la sala de grabación de la disquera CBS, para que tomara el primer vuelo hacia Bogotá ya que lo requería como su compañero de fórmula como acordeonero, pues, el anterior lo había despedido por diferencias profesionales. Pero con tal mal fortuna que un retraso en el vuelo, derivado a al cierre temporal del aeropuerto de Barranquilla, lo privó de esa gloria.
Para la crítica especializada, en una investigación seria del acontecer vallenato, fue un estupendo y recursivo acordeonero. Para algunos de sus contertulios habituales, un mitómano encantador. Pero para este humilde folclorista y cantautor anónimo, quien fue fugazmente su compañero de fórmula en una experimentada producción musical en el año 80, y su amigo de cabecera por más de dos décadas, fue un excepcional músico, que además, le agregaría otro título preciado: ”el mejor cuentista del foclor”.
Cuando ya era perceptible el matiz de cambio que afloraba en los más encumbrados representantes de la Cultura Vallenata, Lancaster se atrevió a someter a prueba sus valiosos pergaminos, pero en otras latitudes. Mientras la década de los 70s. quemaba sus últimos cartuchos, traspasó la frontera dejando atrás, su “Banco Tropical”, y a media máquina, los síntomas musicales en un disco de larga duración que había grabado con un cantante guajiro de nombre Saúl David, conocido como “Pepe Cachete y, algunas composiciones que la habían grabado algunos reconocidos intérpretes, entre ellos, Julio de la Ossa.
Encalló como peregrino furtivo, en la ciudad que un día vio nacer a Bolívar, Bello y Miranda: la gran Caracas. Una urbe con una diversidad socio cultural muy ajena a la suya y donde se aglutinaba no menos de una veintena de nacionalidades diferentes. Llegó con la convicción que la música no tiene fronteras ni ningún país es dueño de las notas musicales. Así, que más temprano que tarde, comenzó a tejer como araña encarnizada el escenario, donde después de arduas batallas, lograría en buena medida cristalizar su soñado proyecto. Caracas fue desde entonces su santuario para el experimento.
No se había sacudido todavía el polvo del camino cuando le tocó entrar a unos estudios de grabación para acompañar con su bohemio acordeón al cantante Jorge Santander, un paisano de Rafael Orozco, en la producción musical de un L.P. para el sello Fonodiscos. Fue – no tengo datos anteriores – el primer disco completo de puro vallenato que se grabó en Venezuela. Pero la desconfianza, revuelta con el recelo de los promotores disqueros por este género musical, aunado a la improvisación del factor humano a la hora de finiquitar dicho producto, fue suficiente para que la ilusión que se tenía con el disco, muriera al nacer. La crítica, sin embargo, fue benévola ante la tacaña aceptación.
Con todo y eso, Lancaster, nunca se planteó darle un giro a su firme propuesta. Su cometido era muy explícito: difundir su evangelio musical, que era lo único que él sabía hacer. Vinieron por lo tanto, una, dos…y hasta una docena de producciones más, poniendo siempre de relieve su heroico empeño como intérprete y compositor. Pero los resultados nunca fueron más halagadores que los primeros. Se consolaba a la sazón del compositor sandiegano Raúl Garrido: “…en el camino caluroso de la vida, hay muchos casos de ganar o de perder; luchas para mí han sido muy nobles porque para eso nacimos los hombres…”. Y fue su gran verdad. Nunca se dio por vencido. De un momento a otro se ganó el respeto y la consideración de la comunidad vallenata y del gremio musical caraqueño.
Para los pocos compatriotas que todavía no lo conocían personalmente y lo veían de manera constante, con su vestir impecable y gestos refinados merodeando por las instalaciones del Consulado General de Colombia, en Caracas, lo menos que podían imaginarse era que se trataba de algún funcionario de esa sede. Pero casi lo era, aunque en calidad “Ad honorem”. Pues su presencia no era otra cosa que asesorar u orientar a esa vasta masa de paisanos que día a día se apilonaban por esos predios para tramitar cualquier tipo de documentos. A propósito, esa misión diplomática lo escogió como su músico de planta. No hubo programación de eventos oficiales u otros actos culturales, donde el primero de la lista no fuera Lancaster de León. Y siempre estuvo predispuesto para ello con pasión desmedida y sin aquellas enfermizas pretensiones económicas. Ni por equivocación en ningún momento de eso interminables encuentros le escuché preguntar por la paridad cambiaria del bolívar con relación al peso. El dinero fue un arma secundaria para su sustento y básicas comodidades. La ocasión en que un grupo de amigos les sugirieron alternar la música con otro oficio para generar otros ingresos extras, les repitió el mismo verso: “El acordeón y mi voz serán el único machete para trabajar”.
Su probidad y decencia estuvieron siempre a prueba de cañonazos. Ni en los momentos de desasosiego o tribulación se le oyó lanzar algún improperio o grosería. Mesura y tolerancia, fueron otras de sus tarjetas de presentación.
Jamás se desprendió de la razón profunda que lo vinculaba ineludiblemente con su evocada región. Sus amistades más cercanas sabíamos que siempre estaba al tanto de las noticias o novedades más relevantes que surgían de la comarca del Cacique Upar. En eso sí era una fuente confiable. Su hermano Carlos a menudo advertía: “si no quieren que los pique la culebra con sus embustes, pregúntenles por los últimos chismes en materia de vallenato.
La noche aciaga en que me llamó un colega para notificarme de su repentino deceso, el resto de la jornada nocturna se convirtió para mí en una sobrecogedora vigilia de divagaciones. Sin sacudirme todavía de la marejada realidad, fui extrayendo del escaparate de los recuerdos algunos episodios que marcaron el peregrinaje de una relación amigable que perduró hasta su triste despedida. Evocaba yo, aquella noche, que solo bastó una semana para afinar y cristalizar aquel proyecto de grabar un Larga Duración para el Sello Discomoda, donde, como lo anuncié anteriormente, fui su pareja como vocalista. Lo hicimos con tanto ímpetu, y con tanto apego a lo vernáculo, que no nos dio tiempo siquiera para percatarnos que estábamos cayendo en los mismos vicios anteriores, más otra novedad: ser más arcaicos que la “rutina” de Abel Antonio Villa. Como estaba predestinado, el producto final quedó congelado en los depósitos de la disquera. Buscando un esquivo consuelo, le insinuamos al gerente de mercadeo de Discomoda, si Colombia no podía ser una mejor alternativa a la hora de promocionar el disco; pero éste, anclado a su oficio, nos frenó con una respuesta lapidaria: enviar de Venezuela, Vallenato para Colombia, es como pretender traer petróleo de allá.
Otra desventurada anécdota que me avivó la mente aquella noche, fue un episodio desagradable que nos había ocurrido veintidós años atrás. Nos contrataron para amenizar una fiesta-acto- de graduación de bachilleres, en el auditorio del Liceo Andrés Bello. El caraqueño para la época tenía la deforme convicción que todo lo que se tocara con acordeón, caja y guacharaca, era la tradicional cumbia.
Prácticamente dos agrupaciones colombianas, de manera simbólica, eran las que dignamente representaban el sentir de nuestra Costa Caribe, y los únicos artistas que se escuchaban en ciertas emisoras locales: Los Corraleros de Majagual y el conjunto de Aníbal Velásquez. De vez en cuando se colaba con timidez, Noel Petro. De manera peyorativa a los aires musicales que las citadas agrupaciones interpretaban los llamaban “raspacanillas”. Lo que dedujimos más tarde fue, que quien nos contrató, pensó que nosotros también estábamos matriculados en esa “escuela” musical. Pero la hecatombe emocional estaba por caernos encima aquella noche. Debutamos, llenos de altivez, con el clásico, El Cantor de Fonseca. Estábamos por iniciar la tercera estrofa, cuando sorpresivamente nos vimos obligados a dejarla vacante ante el vendaval de rechiflas y abucheos de los exaltados estudiantes. Uno de los organizadores del evento, como para apaciguar la atmósfera, nos aconsejó que tocáramos algunos de los éxitos internacionales de las agrupaciones mencionadas. Sin consultar con el resto del conjunto, Lancaster comenzó a tocar y cantar un mosaico de cumbias archiconocidas. Pero debió ser por el sobrevenido estrés, que a mitad del camino se le olvidó la letra de las canciones. Para recomponer la pifia no le tocó otra cosa que balbucear a lo figura onomatopéyica, la melodía de las letras olvidadas. Pero el remedio fue peor que la enfermedad. El estruendo y la gritería alcanzaron ánimos de tintes belicosos de parte y parte. El saldo del concierto: tuvimos que abandonar el recinto de manera intempestiva y hacer una vaca para el taxi, ya que lo único que brilló fue la ausencia del pago.
En una charla informal, un músico reconocido colombiano, reflexionando a lo personal, expresaba que Lancaster, si tal vez se hubiera quedado en Colombia se habría erigido como uno de las figuras musicales más respetados y más solicitados para cualquier proyecto dentro del folclor vallenato. Sin embargo, aquellos que todavía nos desbarrancamos por laderas del romanticismo, opinamos lo contrario. Estamos convencido que Lancaster de León, fue otro de los que tuvieron el privilegio al ser el elegido por Imperio de Francisco el Hombre, para que con su fuelle tempestuoso de armonía divina, y su lengua feroz para el encanto, abriera la talanquera para que los Binomios, los Diomedes y los Vives…y los Dangond hallaran un terreno abonado y libre de subterfugios, para instaurar otra colonia vallenata.
Era muy frecuente escucharlo decir: “antes que finalice el segundo milenio, la gran expresión popular del pueblo venezolano (arpa, cuatro y maraca) dará un paso atrás desde los cuatro puntos cardinales de su geografía, en pos de darle cabida a nuestro género vallenato”.
En el año 1996, en plena tarima, le sobrevino un accidente cerebro vascular que lo mantuvo al borde de la muerte. Pero su temperamento flemático, y sus ansias inmensas de vivir para proseguir con su apostolado musical, lo recuperaron milagrosamente.
Al volver de nuevo al ruedo, César Castro, quien era el “mandamás” del género tropical bailable en todo el Oriente venezolano, lo trajo a las filas de “Los Corraleros”- nombre que aún explotaba César- como cantante y acordeonero. Iba a completar dos años como integrante de ese conjunto.
El 10 de julio de 2003, mientras se preparaba para un evento que organizaba la Alcaldía de Caracas, con motivo de otro aniversario de la Independencia de Colombia, sufrió su segundo infarto. Pero esta vez, no fue “cuento”. El desenlace fue fatal: a los 58 años, se apagaba la voz y el acordeón del “látigo de los acordeoneros resabiados”, como se auto proclamó en una madrugada de éxtasis parrandero.
Si la historia de nuestro acervo cultural no trastabilla en mezquindades, cuando abra la página dedicada a los que lucharon su vida entera por el impulso musical de nuestra identidad, no podrá faltar por ningún motivo el nombre de Lancaster de León. Dejó una trocha abierta como referente importante, para que las generaciones futuras y defensoras del vallenato costumbrista encontraran un mejor destino. Se le reconocerá su sacrificio y el amor que mostró por su región, y lo recordaremos como lo que siempre fue: un peón a morir de la música vallenata.
Nota del autor: Lancaster de León, nació en el Banco, Magdalena, el 20 de febrero de 1945. Murió en Caracas el 10 de julio de 2003.
Alfonso Osorio Simahán
Sobre el autor

Alfonso Osorio Simahán
Memorias de Berrequeque
Abogado en ejercicio, profesión que alterna con la de gestor cultural. Folclorista a tiempo completo y compositor de aires autóctonos del Caribe.
4 Comentarios
Me habían hablado mucho de él.Pero ignoraba algunos aspectos de su vida .Estupenda nota.Cómo hago para escuchar algo grabado de Lancaster? Se lo agradecería dr.Osorio
Una buena nota, siempre me parecio curioso el nombre Lancaster, de hecho no conozco otra persona con ese nombre. Enamorda es un clásico vallenato, Chema Ramos y Los Chiches hocieron buenas vetsiones.
Si,señor..!...Tiene usted estupenda información...y buena memoria, amigo Edgardo..! Abrazos..!
Hermosa y excelente relato de mi hermano el culto, mi hermano Lancaster fué un ser humano, tierno, culto, delicado, fino en su actuar y vestir. Para mi el mejor acordeonero. Gracias a estas memorias casi tan iguales como si él mismo Lancaster las estuviera escribiendo. Ese talento innato para compner y tocar ese acordeón no se borran de mi mente. GRACIAS AL AUTOR POR TAN NOBLE GESTO. GRACIAS
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