Opinión
Un atentado musical a la tranquilidad
Hace pocos días, llegué a casa después de una jornada de trabajo extenuante. Eran las 7 o quizás las 8, no recuerdo, pero definitivamente, estaba en la cama a las 9, con mi pijama y mi librito de oraciones para despedir el día de la mejor manera. Recuerdo incluso que le di el tradicional beso a mi esposa para desearle una buena noche y dulces sueños. Y luego apagué la luz.
Pasaron diez minutos, tuve tiempo de dar cuatro vueltas en la cama, antes de que se estacionara delante del edificio en el que vivo un carro audio, o dicho de otra manera, una discoteca ambulante.
De inmediato sentí la cama moverse y saltar de un lado a otro. Mi mujer creyó que había un terremoto en Valledupar. Sus ojos salieron de su órbita al sentir cómo las paredes temblaban con cada pulso rítmico.
La mesita de noche, los muebles de la casa, todo se movía y, lo peor de todo, era que yo podía escuchar cómo carajo los dueños del carro cantaban y reían en la calle. Aguanté unos minutos hasta que me harté de bailar en la cama. Entonces me alcé, encendí la luz y fui a la sala para ver qué ocurría y comprobé que estaban dos carros parados en la calle de enfrente, a tan solo una veintena de metros, regalando música vallenata y chispún a todo timbal.
No tengo nada en contra de la fiesta y las expresiones de alegría, pero me pareció escandaloso que un grupito de jóvenes decidiera montar su discoteca al lado de una zona residencial y que, además lo hicieran sin ningún reparo, tomando aguardiente y ron, dejando los envases en el suelo, soltando un “Ay hombe” y carcajadas a cada instante, y bailando como si se fuera acabar el mundo (que, de hecho, no se acabó).
Mi esposa llegó más tarde, con una mueca de espanto y, sin esperar que dijera nada, cogí el teléfono y llamé a la policía. Me atendió un joven que se apresuró a decirme que mandaba una patrulla, pero nunca vimos nada.
Veinte minutos más tarde, esos pelaos seguían bailando y brincando, tomándose fotos con los Blackberry y gritando. No sé porqué pero sentí que habían intensificado su fiesta al ver que nadie hacía nada.
No parecían entender que la tranquilidad es un derecho y que las discotecas son el mejor lugar para bailar. No entiendo qué satisfacción puede sentir una persona al mostrar que ha gastado todo su dinero en un equipo de música, y que tal vez no tenga para comer la semana siguiente, porque casos como estos no son raros.
El carro audio es un atentado a la convivencia y a la armonía. Y más cuando las autoridades deciden no actuar y se convierten de repente en cómplices. Porque también tuve la oportunidad, en otras ocasiones, de observar a los cuadrantes y ver cómo algunos se mantienen en la esquina siguiente escuchando la música y divirtiéndose con las ocurrencias de los que beben delante de nuestra casa.
Y ahora que Valledupar se ha convertido en un escenario predilecto para acoger a los carros audios, ¿cómo haremos nosotros para dormir?
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