Opinión
El avenazo

Es una de sus apetencias insustituibles, desde que lo conozco, las prefiere en cualquier consideración, a partir de lo cual, fue convirtiéndose en especialista, autodidacta sí, pero de manera innegable. En sus rituales diarios, por las noches, se entrega a informarse por las noticias, al tiempo que, con la lengua, su boca y la cara interna de sus labios, las texturiza, se ciñe de manera precisa a saborear, a minetizar con sumo cuidado, convencido de que es bastante difícil encontrar otro quehacer que lo satisfaga más.
Por conocerlo bien, me resulta fácil recordar sus idas al mercado viejo, bien temprano, por lo que parecía que en su condición de pre-adolescente, a lo mejor se iba a “pescar” cerca de los bares de entonces, brisas del Neimarú, el Colón, si bien pasaba primero por ‘el Maicaíto’ en busca de hallarlas ya que, a esas horas de la mañana, los servicios ofrecidos serían más baratos. Hasta que un día se le hizo seguimiento y nada de lo imaginado era cierto, su andanza se orientaba por la entonces carrera quinta, exactamente frente a tienda de don Pacho, diagonal a Eternit, el almacen de Orlando A. López.
Los encantos anteriores terminaron a partir de su ingreso al glorioso Colegio Nacional Loperena, cuando todavía era solo para varones, pero el inestimable e inolvidable Franco, se la situó, cada mañana de lunes a viernes, en el rostro frontal del plantel, convirtiéndose en uno de los primeros en arribar tan pronto Valverde, y después el viejo Lopez, sonaba la campana que anunciaba el primer ‘recreo’ por jornada. Siguió la rutina en Bogotá, a partir de 1971, en aquel primer espacio habitacional en el que con, el otro ‘imprescindible’, Álvaro Morón Cuello, descubrieron los prolegómenos de Wander Rivero Zuleta, quien completaba la convivencia estudiantil, famoso por chocavenizar con calidad saborística. Dios le prestó, mucho después, a su encantadora Jacque, cuya partida terrenal lo privó del amor, de la compañía idónea y del encanto nocturnal, del cual quedan los recuerdos y la ollita pangada como entonces. Fueron muchos años de privación, de doloroso recuerdo, de frustración creciente, anudándose en silencio con fuerza descomunal de la ausencia, esa nostalgia devastadora, en lo cual, cada vez que visita su tierra, me esmero en acompañarlo, como baquiano experto, para encontrar otra que al menos se parezca, unas veces, se ha medio complacido, otras, lo dejaron exhausto de la “piedra”.
En su venida reciente, semejante tema no fue la excepción, fue lo único, esta vez cambió la interlocución, por lo cual no le escuché mención alguna, actitud que mantuvo hasta el momento de abordar para retornar a la fría capital. En silencio murmuré, cómo cambian los tiempos, esta vez no la nombró ‘ni por panela’.
De cualquier matojo…
Pero qué va, un trío de meses luego del regreso, recibí la gratísima llamada de un manaurero, el prestigioso ingeniero Álvaro Yaguna Núñez, cuyo ancestro villanuevero lo hace musical y ‘tirapiedra’ sentimental, el mismo que, durante la gestión del también ingeniero Gustavo Morales Montero en la empresa vallenata Emdupar, mostró sentido de responsabilidad, diligencia, capacidades y probidad, como jefe de la división técnica. Me contó de su preocupación creciente al no saber el resultado de la ‘expedición vitamínica’ emprendida hace un tiempo por ‘el compadre Gustavo Morales’, para mostrarle a su querido hermano, Álvaro Muñoz Peñaloza, que en nuestro Valle de amores las buenas costumbres no se han perdido del todo, que así como la arepas de queso todavía se ven, la que tanto le gusta es posible encontrarla. Me preguntó, prosiguió el escritor Yaguna, en qué parte de Valledupar podría encontrar una, si bien no con las cualidades eternas de la de Franco, que por lo menos retrase la extinción. De inmediato, según el relato, el ingeniero, de menor circunferencia abdominal, soltó la chiva, “vea compadre Tavo, no lo piense 2 veces, llévelo al Guatapuri plaza comercial, allá la encuentra, ese hombre se lo va a agradecer toda la vida”. El hijo emérito del magistral Juancho Morales ‘brincó en un solo pie’, gracias Yagu, esa es la solución, mañana ‘le torcemos el pescuezo a ese gallo’.
Mi amigo Álvaro Yaguna, de quien ‘el menorcito’ de Faustino y Carmen, afirma sin pensarlo 2 veces que, no por pequeño y gordito, es menos activo con ‘la lengüita’ que el canilla‘e coclí, me llamó para averiguar, como quien no quiere la cosa, qué pasó con la expedición vitamínica, ante lo cual le manifesté que averiguaría con gusto, porque nada sabía al respecto. Y averigüé, conversé con mi hermano, quien confirmó todo, pero fue enfático al señalar que la espesura sintética, la palidez hepatítica y el sabor enanístico, acrecentado gracias al azúcar y a la esencia, se confabulan para penetrar sin compasión, los hígados receptores, en concierto para delinquir digestivo, cuyo diagnóstico posterior, de seguir adelante con el plan, es, ‘hígado graso’, leve si la ‘suerte’ fuere buena. “El Dr Morales me comentó que no fue cosa de él, todo se debió a lo sugerido por uno de los de Blanca Nieves, “increíble, ¿cómo te parece muchacho?”.
Alberto Muñoz Peñaloza
Sobre el autor

Alberto Muñoz Peñaloza
Cosas del Valle
Alberto Muñoz Peñaloza (Valledupar). Es periodista y abogado. Desempeñó el cargo de director de la Casa de la Cultura de Valledupar y su columna “Cosas del Valle” nos abre una ventana sobre todas esas anécdotas que hacen de Valledupar una ciudad única.
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