Opinión
Luis Alfredo Sierra, el hombre que aún llora a su compadre
Luis Alfredo Sierra está sentado, o mejor, se columpia en una mecedora de vivos colores y mira la imponente serranía que se abre ante sus ojos. La mecedora permanece en un segundo nivel sobre una pintoresca casita de madera parecida a “La casa en el aire” del maestro Escalona; desde allí también observa en silencio a un nutrido grupo de turistas que tratan de franquear el portón principal de lo que parece ser una viña que está ubicada a varios minutos de la junta, un pequeño caserío de callecitas solitarias y casas de encendidos colores.
Antes de llegar a La Junta se observa a ambos lados de la carretera pastizales color oro sacados como de un sueño, orquestados por un perpetuo rumor de cigarras, a medida que se avanza en el recorrido se divisa a lo lejos una imponente serranía donde las nubes besan la punta del cerro como lo escribió un juglar, frase que más tarde se convierte en una bella melodía, luego hay que atravesar un rio de lecho seco donde sobresalen pequeñas dunas que por la acción de la brisa de varano dejan al descubierto pulidos guijarros. Desde donde se está columpiando, Luis Alfredo llama a viva voz a una mujer que permanece alejada al otro lado de un amplio patio barriendo las ultimas hojas que un frondoso árbol de cañahuate ha dejado caer por el fuerte verano que se ha instalado en la zona. Levanta uno de sus dedos donde sobresale un anillo parecido al de un pontífice haciéndole ademan a la mujer; esta última suelta la escoba y, presurosa, extrae de su delantal un manojo de llaves y abre el portón confeccionado en madera rustica. Afuera corre una brisa seca, proveniente de la alucinante serranía que pareciera que se acercara más, una solitaria cigarra rompe el silencio del medio día y se instala sobre uno de los árboles de trupillo en el desértico paisaje. Cada vez, se ve más cerca la serranía de nieves perpetuas surcada por varios girones de nubes que avanzan lentamente.
Luis Alfredo, con andar pausado, baja de donde está y se planta ante el grupo de personas y saluda, su saludo es como el de un general de muchos soles que ha regresado después de una gran batalla: “Soy Luis Alfredo Sierra a quien mi compadre saluda veintiún veces en sus canciones”. De entrada, logra captar la atención del grupo de personas que lo escuchan en silencio, y cual peregrinos inician detrás de él un recorrido como si siguieran a un monje medieval. Luis Alfredo es un hombre espigado, de mirada cansada, impecablemente vestido para la ocasión, calza un par de botas tejanas y pantalones medio ajustados, su camisa estampada de flores lo hace ver como a un jubilado general al que todos los días por la fuerza de la costumbre y no querer someterse al olvido, se coloca sus charreteras en desuso. Es un hombre que lo ha visto casi todo en los fríos amaneceres del fragor de una parranda, posee la mirada serena de esos pocos y privilegiados mortales que lo han experimentado todo en la vida en lo que respecta a andanzas, parrandas, haciéndole vigilia a una botella de Old Parr, vida de vagabunderías y conocimiento del mundo de las mujeres, pero ante todo de lealtad por uno de sus compadres más queridos y que aun llora. Minutos antes, el grupo de personas parecido a una cofradía y que ahora lo siguen obedientemente susurran entre ellos mientras Luis Alfredo Sierra repite como en un libreto aprendido de memoria una emocionante historia de vida con tintes épicos de uno de sus más grandes amigos el cual revolucionó la música vallenata, cuando habla y gesticula, sus ojos brillan, se iluminan como los de un niño al recordar un evento placentero. Cierra los ojos por un momento y evoca como si fuera ayer las de experiencias vividas al lado de su mejor amigo, un hombre como la mayoría de los mortales quien vivió su vida “inter luces et umbras”. De la serranía irrumpe por la ventana una suave brisa donde permanecen los turistas que lo escuchan atentamente, uno de ellos, al parecer fans del hombre del cual está hablando, se conmueve ante la narración y desenfunda de su pretina un teléfono móvil; la menuda mujer del manojo de llaves le dice al oído que no puede grabar, que no está permitido. Ante la negativa, el seguidor entrecruza los dedos de las manos parecido a un niño al que le han pillado una picardía, resignado enfunda nuevamente su arma tecnológica dentro de su pretina y sus ojos se encharcan de agua por la emoción.
Subiendo a un segundo piso por una reluciente escalera confeccionada en madera, en ambos hay una elevada vitrina donde reposan infinidades de discos recubiertos en una aleación parecido al oro, cada disco tiene grabado el año de lanzamiento, en uno de esos últimos elepés aparece el rostro de un hombre de una amplia sonrisa, sonrisa ingenua, sin maldad donde brilla la luz de un diamante por el flash de la cámara que captó esa foto para la posteridad. Las nubes siguen besando la punta del cerro y ahora avanzan lentamente hacia el infinito. La tarde va cayendo, una brisa fresca recorre una pequeña floresta donde aparece una humilde casa de paredes de barro. Luis Alfredo le dice al grupo de personas que en ese sitio nació y se crio su amigo. Es una casa de barro y techo de paja donde se siente un halo de misterio. En esa casita de dos compartimientos, en el primero aparece lo que fue una pequeña sala, adornada con dos taburetes y una tinaja, en el otro, hay una modesta cama arreglada para la posteridad donde nadie se acuesta.
A lo lejos, dos indígenas bajan de la serranía con sus vestidos inmaculados, sortean el rio de lecho seco y serpentean un camino rodeado de trupillos y cardones, al cabo de unos minutos ya no se vuelven a ver, el grupo de turistas montados en sus vehículos inician su regreso por una estrecha carretera construida en guijarros, desde el segundo piso, Luis Alfredo los ve alejarse para siempre. Ahora cambia de posición sentado en su mecedora y contempla en silencio la serranía que esta despejada sin un rastro de nubes, cómo puntos blancos que se ven en la lejanía, varios indígenas la bajan serpenteándola. Luis Alfredo sigue contemplado el paisaje y tal vez medita el relato de mañana a un nuevo grupo de turistas. La tarde ha caído por completo, Luis Alfredo abandona la vereda Carrizal donde permanece la mayor parte del día, y se dirige a La Junta donde lo esperan sus seres queridos, mañana será otro día para seguir relatando la historia como el más fiel escudero del hombre que para la posteridad lo menciona veintiún veces en sus inmortales canciones.
Ubaldo Manuel Díaz
Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB 2018 – 2019- 2021- 2023 en las categorías de crónica y reportaje.
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