Opinión
Lucho, el padronazgo mayor

La década de los sesenta marcó tendencias en el viejo Valle, trajo consigo la alegría saborística de los apetecibles pingüinos, que después degradaron en bolis, sin desconocer que los mejores se le debieron siempre al empresarismo primigenio de don Avelino Romero, y al Matracazo, en plena cuadra de ebullición cultural gracias a la influencia del teatro Cesar, el sonsonete diario del viejo Antonio Martínez, la vecindad de la familia Cabas Pumarejo, el depósito de tradiciones y costumbrismo enmarcado en el callejón de la Purrututú y el predominio del barrio Cañaguate, cerca de la influencia autóctona, esquina con esquina, de Sebastián Martínez y el prominente galeno Leonardo Maya Brugés.
Lucho ganó preeminencia por la correspondencia de su inquietante pestañeo visual, directamente proporcional a la buena salud que ostentaba y vertía en su infatigable ir y venir, sin quedarse quieto siquiera un instante. Noble labor, ejemplar y virtuosa, la de su querida madre, la señora Celmira Guardias, cuya paciencia oceánica fue premiada con hijos ejemplares, cuya calidad humana anidó para siempre en el corazón de Adalberto, el gran Chelín de Colombia, sin restarle mérito al volcánico Luis, serio, servicial y sereno.
Hace unos días, tuve el privilegio de volver a saludarlo, a expresarle con un gran abrazo mi afecto y consideración, con motivo del velatorio, en su despedida terrenal, a la muy querida madre de mis primos del alma, Nuria y César, así como de Yulieth, brote amoroso de su vida matrimonial con Aníbal Guardias, servidor y pensionado de Ecopetrol, en tiempos en los que no era fácil lograrlo. Me enterneció el sentimentalismo de Raúl Vega, quien apenas vio a Lucho, reprimió hasta el cansancio un par de lágrimas, que descorrieron palmo a palmo su geografía mejillal, atribuidas al recuerdo imperecedero del día en que hizo su primera comunión, con varias confesiones previas, por la perseverancia padronística.
El caganal de Barrilito
Con Menejo, fueron los porteros infranqueables en casetas de Valledupar. Precisamente, el señor Delio Cotes, lo mantuvo en el club campestre Brasilia, sobre la novena, cuadras arriba del viejo Mercadito, donde fue inmortalizándose y el aporte carnavalero de Antolín Lenis y su combo Orense, con el canto sublime de 'la cieguita' Lucy González. Para la muchachada, como para la afición carnavalera de entonces, la fiesta de Momo, Baco y Arlequín, constituía el mejor momento para enmaicenarse, bailar con buenas agrupaciones musicales, encapuchonarse y si todo resultaba bien, enamorarse de una buena vez.
Ese año, la batalla de flores realizada el sábado de carnaval, había sido más exitosa que en los años anteriores. Lucho reunió a su barriada, desde pasadas las ocho de la mañana, pendiente de colarse a Brasilia, proponiéndose hacerlo desde temprano con simulación colaboracionista en procura de que los meseros dieran concepto favorable y pudieran quedarse dentro para que ese domingo de carnaval la pasaran lo más sabroso posible a pesar de que entre todos solo reunían tres pesos a lo sumo. Antes de las nueve entraron, porque todavía la puerta estaba sin control, pero la demora fue que Barrilito, quien ostentaba fama universal de que no se le colaba nadie, terminara de desayunar, tras un reposo breve, hizo la primera revisión interior, encontrándose con el 'batallón Luchístico', como que eran doce mal contados, sin mediar palabras los sacó, franqueó la puerta, se estacionó allí y dispuso el operativo de control, desde las 10 am, abriéndose la taquilla, comenzó la gente a hacer el ingreso lícito. Salieron resignados, listos para reingresar por cualquiera de los tres flancos vulnerables, como en efecto lo hicieron, pero en las tres ocasiones, en menos de 'lo que canta un gallo' Barrilito los detectó poniéndolos otra vez 'de páticas en la calle'. Agobiados, aceptaron la derrota, "hay que castigársela", sentenció Lucho. Sin pensarlo más, fueron al lote prisdodo, cooperativizaron el 'daño' colectivo, emponcheraron orines y heces, sobre las 2 de la tarde, vaciaron el contenido sobre la humanidad fiscalizadora de Barrilito. En esas condiciones se le presentó a don Delio Cotes, quien le ordenó, retirarse con su 'edentina' y, baño continuo durante el resto del día con jabón tusica verde y creso riguroso.
La debacle de Monchón
Monchón fue siempre amable con Lucho, celebraba sus ocurrencias y le fascinaba su intermitencia visual, que no lo era, se trató siempre de parpadeo constante que, algunos atribuyen al estrés mientras que, otros señalan que es su estrategia triunfal, desde niño, con muy buenos resultados en la conquista femenina y en el plano ciudadano. Con base en el afecto cuasi familiar, los recibió complacido, ocho días después de los carnavales, en la fiesta de víspera por un acontecimiento personal, pasada la media noche, llegaron a la fiesta Lucho y su cuadrilla. Los atendió con gusto, advirtiéndoles que lo que no había era comida pues la repartieron hora y media antes con muy gran acogida, eso sí, los invitó a acompañarlo al día siguiente, desde las 10:00 horas, "a comernos el chivo que tengo en el traspatio", llevándolos para que lo vieran. Un hora después, se despidieron, asegurándole que se iban rápido para dormir y descansar, garantizándole que a las 10 de la mañana llegarían a acompañarlo con el guiso. La verdad es que a la hora señalada, 10 a.m., todavía Lucho y su corte seguían emparrandados, sólo esperaban lo último del chivo, el arroz de asadura con frituras de gordana y ripios restantes del guiso que consumieron a las siete de la mañana en punto, mientras Monchón y lo más granado de su familia, con chopos, revólveres y hondas requebraban la robada del chivo sin saber cuándo ni cómo, ni mucho menos por dónde. Lucho y su personal no dejaron rastro alguno, pero Monchón se repetía una y otra vez mentalmente, ¡Lucho se me robó el chivo!
A punta de limón
Claro que es el mismo Lucho, sobrino de la señora Carmen Guardias y del propositivo Andrés Torres. El mismo que se iba con cuidaito', como quien no quiere la cosa, le arrebataba el sombrero carnavalero al veteranazo de Adalberto Verdecia, uno de los animadores emblemáticos del carnaval vallenato, quien al siguiente día se acercaba meticulosamente donde la vieja Celmira a preguntar por su hijo, enseguida llamaban a Chelín, creyendo que era para sacar alguna cuenta, "no, ese no, el monito", decía él, pero que va, lo llamaban, lo gritaban, sin que apareciera. Él, bien encaletao' debajo de la cama materna, con el sombrero apertrechao', que lo devolvía cuando le daba la gana.
Lucho, el que se ubicaba frente a los pitos de la banda Picapiedra, con un limón mandarino en la boca, chupándolo sin parar, con lo cual provocaba una profusión salival en los saxofonistas t trompetistas. El primero que protestaba era Olaya Araméndiz quien, de manera sutil, le sugería que mejor chupara raspao' u otra cosa, imponiéndose la costumbre de tocar dándole la espalda para paliar la inundación bucal. Le seguía el venerable Hugues Maya quien, con la decencia que lo caracterizaba, le decía a manera de ruego, "échese una bailaita". Quien se lo decía de manera clara y retadora era el tiernísimo Abelito Verdecia, cuya estampa raizal enfundada en sus pantalones caqui, de paño o lino, recorre la recordación vallenata, lo llamaba al orden con ese carácter que se desvanecía apenas Lucho le espabilaba dos minutos sin parar.
Ese hombre actual es, más que servicial, un ciudadano honorable, hijo ejemplar, excelente padre, con hijos bien formados, educados, cultos y la honorabilidad heredada, símbolo de la grandeza humana de su estirpe.
Alberto Muñoz Peñaloza
Sobre el autor

Alberto Muñoz Peñaloza
Cosas del Valle
Alberto Muñoz Peñaloza (Valledupar). Es periodista y abogado. Desempeñó el cargo de director de la Casa de la Cultura de Valledupar y su columna “Cosas del Valle” nos abre una ventana sobre todas esas anécdotas que hacen de Valledupar una ciudad única.
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