Opinión
De la cruz y la alegría
Bendita sea la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y los dolores de su Santísima Madre al pie de la cruz. Esta sencilla y antiquísima jaculatoria expresa con mucho la alegría de aquel que ha puesto su confianza en el Señor.
No es una exaltación del dolor sino la voz agradecida del que, sabiéndose fortalecido y animado por los sufrimientos de Cristo, sobrelleva los propios, consolado por la esperanza de la resurrección. De este modo eleva una acción de gracias fundada sobre la certeza de que la Redención se ha consumado, y por otro lado, enaltece la dulcísima figura de la Madre dolorosa, cuyo ejemplo de valentía frente a la adversidad nos enseña a arrostrar los sufrimientos desde la perspectiva de la fe contra toda evidencia.
En la piedad de la Iglesia, con respecto a las catorce estaciones tradicionales del Viacrucis[1], es de aparición reciente una complementaria, la “XV Estación: Jesús resucita de entre los muertos”, precisamente para que observemos cómo la pasión de Jesús no terminó en la frustrante experiencia de la muerte sino que, cumpliendo todas las profecías del Antiguo Testamento, potenció la victoria del bien sobre la fuerza destructora del mal.
La meditación de este misterio nos invita no sólo a mantener la esperanza y a perseverar en ella, sino que nos permite comprender, con santo gozo, que la resurrección da sentido a la asunción del dolor: Vía Crucis, literalmente en latín: “Camino de la cruz”, es el medio que purifica nuestras intenciones para vivir plenamente la alegría de nuestra propia Pascua.
El particular ambiente en que nos movemos, que sataniza el dolor porque se le atraviesa a la cultura del placer desmedido a que nos induce la sociedad de consumo, desdibuja el significado de la resurrección. Cristo, el histórico personaje de los Evangelios, debió asumir la cruz para restituir al hombre su dignidad más espléndida: la de Hijo de Dios, y el Padre Celestial correspondió al amor sin reparos del Hijo, glorificándolo incluso en el momento mismo del tormento.
Por eso, el Jesús sufriente y llagado, “contado entre ladrones y desecho de los hombres”, como lo llamó el profeta Isaías (Is. 53, 12), no perdió su dignidad, incluso en la vergonzosa desnudez del Calvario, sino que luce como estrella refulgente que ilumina nuestras horas de prueba alentándonos con el consuelo de que, nuestras cruces, consecuencia directa de nuestra mezquindad y soberbia, unidas a la cruz de Cristo son redentoras para muchas personas que necesitan vivir la aflicción para volver la mirada a Dios y regresar a la senda del bien.
He aquí la explicación de la conversión posterior a las experiencias de dolor. Pareciera necesario que Dios permita en nuestras vidas el secuestro, los conflictos bélicos, la corrupción infame de los dirigentes, las temidas campañas de limpieza social, la triste disolución de los hogares, como un urgente llamado a nuestras conciencias pidiendo nuestra voluntad comprometida con la construcción del bien.
No podremos resucitar si no morimos a nuestros apegos, y resucitar supone trascender. No puede trascender quien no es consciente de que sus limitaciones no son más que la incapacidad para verse a sí mismo tal como Dios lo ve. La resurrección, que sujetándonos a la Escritura implica mucho más que la reanimación de un cadáver (Ez. 37, 1ss; Jn. 20, 19ss; Hch. 2, 24ss; 1Co. 15, 14), es la proyección de nuestras vidas en la dimensión misma del amor de Dios, que todo lo supera y satisface; con esta seguridad, los primeros cristianos marchaban jubilosos a las fauces de las fieras, entonando himnos de alabanza que en nada se correspondían con su inminente martirio.
Santísima Madre del Cielo, que tu dolor asumido con entrega amorosa al pie de la cruz, nos ayude a enfrentar el reto de dominar nuestra propia naturaleza caída, que reclama sus derechos como si el ser humano estuviera condenado a ser inferior a la carne. Haznos vivir la alegría de la resurrección y ayúdanos a entender que ésta es inherente al sufrimiento y la tristeza, y superior a ellas, para que no nos dé miedo enfrentar el dolor, porque el dolor da precio a la vida. Así, asumiéndolo desde la perspectiva de la fe, se le tenga por vehículo de purificación y crecimiento espiritual.
Armando Arzuaga Murgas
[1] Ejercicio piadoso, propio de los viernes de Cuaresma, que consiste en rezar y meditar sobre los diferentes momentos de Jesús camino al Calvario.
Sobre el autor
Armando Arzuaga Murgas
Golpe de ariete
San Diego de las Flores (Cesar). Poeta, investigador, gestor y agente cultural. Profesional en Lingüística y Literatura por la Universidad de Cartagena. Formador en escritura creativa. Premio Departamental de Cuento 2010. Miembro del Café Literario de San Diego. Coordinador del Centro Municipal de Memoria de San Diego-CEMSA. Integrante de la Fundación Amigos del Viejo Valle de Upar-AVIVA. Colaborador habitual de varios medios impresos y virtuales.
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