Opinión
La tarea del profesor Caamaño
"Por ahí estuvo el profesor Caamaño, buscándote". Esas eran las palabras que periódicamente me decía la seño Gloria, mi madre, las veces que yo estaba por el pueblo. Últimamente el profesor y yo no nos volvimos a ver. Quizás, porque nunca encontré el camino para visitarlo en su casa fresca de palma, o porque siempre voy de prisa y me concentro en otras cosas.
El profesor Gonzalo Caamaño García, fue el directo responsable de que hoy numerosos profesionales lo sean. Se dedicó a la enseñanza toda su vida. Primero, como profesor de primaria, y luego, como fundador y rector de un colegio de bachillerato que todavía existe en San Fernando, Magdalena; San José, lo bautizó.
Fue un promotor incansable de muchas obras sociales que aún hoy nos acompañan, y de las que él fue protagonista. El profesor Caamaño se preocupó hasta el último de sus días porque quienes abandonábamos su colegio por culminar nuestros estudios, fuéramos dignos representantes de esa tierra "donde quiera pusiéramos la huella". Deben tener “vergüenza de patria chica”, nos decía a menudo.
Yo lo recuerdo con mucho cariño. En una ocasión cuando yo atravesaba por un momento difícil de mi vida por haber perdido a alguien muy importante para mí y de lo que todavía no me he recuperado, se me acercó y me dijo al oído: "de ahora en adelante, lo voy a llamar por su segundo nombre para no atormentarlo".
Cuando su colegio estaba falto de profesores, que era la mayoría de las veces, él suplía esas faltas impartiéndonos verdaderas cátedras. A mi, particularmente, me gustaba asistir a sus clases de ortografía los miércoles a las dos de la tarde. Uno de esos miércoles, cuando estábamos próximos a salir a vacaciones de fin de año me dejó una tarea para la clase siguiente. Por muchas circunstancias las clases de ortografía se suspendieron, después nos graduamos de noveno y cada quien tomó caminos diferentes. Mi investigación quedó en veremos. El profesor Caamaño nunca olvidó que me había impuesto una misión y yo no me había reportado. Por eso, cada vez que le decían que yo estaba en el pueblo, se acercaba a mi casa a preguntar por "el joven" como también me decía.
Una tarde calurosa de diciembre lo vi caminar por todas y cada una de las cinco calles largas, arenosas y misteriosas de San Fernando, en compañía del médico Edgar Ruiz Aguilera, otro de sus antiguos y admirados discípulos. Caminaron toda la noche hablando de todo.
Esa tarde al verlo a lo lejos volví a recordar la tarea que me había dejado mucho tiempo atrás. Con remordimientos de conciencia fui donde el profesor de Español y Literatura, Ramón Delgado Caicedo -el mismo que alguna vez me montó en su bicicleta clásica de mil batallas llevándome a su casa para que leyera las novelas ejemplares de Cervantes-, y me hizo la caridad de decirme la tarea.
El profesor Caamaño vivía solamente para el bienestar de los demás. Poco se preocupaba por él. Aún después de retirarse de su labor como docente vivía preocupado por la calidad de la educación que se impartía en aquel colegio que alguna vez él fundó.
El profesor Caamaño, quizás pensó que me olvidé de él apenas salí de su respetable institución. Pues no. En mi pecho no cabe el olvido. Y menos, cuando en una tarde sin arreboles de su vida, me escogió para acompañarlo en sus largas, famosas y frecuentes caminatas por el pueblo cuando iba muriendo el sol. En esa ocasión me dijo: “Joven, le tengo fe”. Esa confesión me dejó petrificado.
Me quería dar un patatús las pocas veces que me encontraba al profesor Caamaño en el camino de Batatal cuando él amanecía con ganas de respirar aire puro. Era entonces cuando se montaba en un caballo prestado, se ponía su sombrero vueltiao y se vestía mejor que cuando el obispo llegaba a visitarlo. Toda esa ceremonia para ir un ratico a su pequeña finca, la convertía el profesor Caamaño en un rito que demoraba seis meses de preparación. Él no me veía cuando nos cruzábamos en el camino porque estaba extasiado de tanto paisaje hermoso que se podía ver a lo largo del camino y yo podía respirar tranquilo.
Ya con la respuesta en mi poder siempre quise buscar al profesor Caamaño para dársela, pero nunca lo hice. Primero era porque no la tenía; y cuando la conseguí al fin, pensé, sin razón, que era demasiado tarde. Poco después de la muerte de este insigne personaje de San Fernando, fui al pueblo y en una conversación familiar terminamos hablando de los recuerdos de esta persona que junto a la seño Gloria, tienen el record de poseer el mayor numero de ahijados de toda esa próspera región. Entonces me acordé. Le pregunté a Isyo en qué parte del cementerio estaba la tumba del profesor. Fui allá y me acerqué. Como en aquellas épocas de clases le respondí a su tarea de pie, con las manos extendidas a lo largo del cuerpo, sacando pecho, levantando la cabeza como él nos había enseñado: "profesor, buenas tardes, los dos punticos que se le colocan a la letra U encima para que suene, se llaman Crema o Diéresis". Me quedé un momento esperando que me volviera a decir: "muy bien joven, seguro que esa respuesta la encontró en el Almanaque Mundial de su papá". Pero no, esta vez su palmadita en mi hombro fue el silencio.
Salí triste de ese santo lugar pero olvidé decirle, que desde su partida, las misas dominicales en el pueblo ya no son iguales, porque en el momento de la elevación, ya no se escucha el tañer de las campanas como solo él sabía hacerlo: de una manera magistral.
La cura de burro que me he impuesto para redimir mi falta, es que en honor al profesor Caamaño, cada vez que tengo la oportunidad de escribir, trato en lo posible, de utilizar palabras que tengan esos dos punticos sobre la letra U.
Fabio Fernández Meza
Sobre el autor
Fabio Fernando Meza
Folclor y color
Cronista colombiano originario de San Fernando (Santa Ana, Magdalena). En esta columna encontrar textos sobre la música vallenata, su historia y sus protagonistas, así como relatos cortos que han sido premiados a nivel nacional e internacional.
1 Comentarios
Todo un académico el profesor Gonzalo Caamaño, aunque no fue maestro de escuela mío, pudimos conversar algunas veces, encontrando en él un ser lleno de mucha luz, transparente, sencillo, educaba con la palabra, el ejemplo y el respeto hacía los educandos, como esa amplia conversación en San Fernando en enero de 1991.
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