Opinión
Rutas de esperanza
Al final de la vida no se busca fama, dinero, hombres, mujeres, títulos, casas o carros. ¿Para qué? Con la vejez se llega a la certeza que todo aquello que consumió tiempo y energía, aquello por lo que se entregó la salud, no era más que cenizas. Menos que eso: fango maloliente en el que algún cerdo se revuelca. O, peor aún: al final del camino se llega al convencimiento de que aquello por lo que se perdió cientos de noches, miles de días, décadas de trabajo, no es más que estiércol.
Tal vez esa sea la razón por la que de los sueños derivan actividades que son cotidianas para los que estamos lejos de la muerte: pintar la casa, comprar una lavadora, recuperar una deuda.
Recuerdo que mi abuelo, poco antes de morir, quería levantar cercas y sembrar maíz. Algo que hasta yo, con mi absoluta torpeza para las actividades agrícolas, podría hacer. Pero para él, con setenta y cinco años y una vieja fractura en la cadera, era un sueño inalcanzable. La inercia de la vida nos empuja a que deseemos hasta el último momento porque vivir y desear son una y la misma cosa.
Justamente porque aún le quedan deseos, es que Woodraw T. Grant decide ir en busca del millón de dólares que le promete una revista. De nada sirven los gritos de su esposa, las trampas de su hijo mayor ni los consejos de su hijo menor. Woody no solo tiene en contra su edad y un historial de alcoholismo, sino los errores que se tatúan en el acero. En tanto que, como afirmaba Shakespeare, los aciertos se tallan en el agua. Y el agua, que es otra forma de tiempo, se llevó los aciertos de Woody muy lejos de esa vejez que lo impulsa a buscar el dinero para comprar una camioneta y un compresor. El remanente (que debe ser más del 98%) no le interesa. Puede que lo arroje a la basura, que lo lance al aire, que lo regale. ¿Para qué sirven un millón de dólares cuando no queda mucha vida en el cuerpo?
A pesar que todo está en contra del viejo Woody, lucha. Y lo hace a diario. Un día lo encuentran caminando en la avenida interestatal, al siguiente en un barrio cercano. Está decidido a irse a pie hasta Lincoln (Nebraska) para reclamar lo que, supone, le pertenece. El hijo mayor y la esposa quieren dejarlo en un asilo: ¿para qué enredarse con un anciano que tiene la temeridad de soñar?
Pero antes que se decidan, Woody escapa nuevamente. Entonces David, el hijo menor, lo encuentra en una estación de buses. En ese instante, vencido por la tenacidad de su papá, decide llevarlo a Lincoln. Quizás lo hace para encontrarse con el padre que no conoció y con ese pasado siempre se pierde en monosílabos carrasposos que evaden más que explicar. O tal vez lo hace para encontrarse a sí mismo: sólo quien contempla las raíces puede conjeturar el tamaño del tronco en el que morirá la primavera.
Así las cosas, hijo y padre salen hacia Lincoln. Y es justamente en este viaje que sucede Nebraska, la película de Alexander Payne.
Ahora, si se pregunta si Woody alcanza sus sueños, le puedo decir que por definición, nadie alcanza los sueños.
En efecto, Sueño es una “Cosa que carece de realidad o fundamento, y, en especial, proyecto, deseo, esperanza sin probabilidad de realizarse”. Óigase bien, “sin posibilidad de realizarse”. Pero al combinarla en la misma estructura sintáctica con Alcanzar (“Llegar a poseer lo que se busca o solicita”) se gesta ese hermoso oxímoron que engendra un nuevo significado. No se trata de lograr, alcanzar, conseguir, obtener. Sino de luchar, combatir, insistir, perseverar. Los sueños no importan, sino el camino para alcanzarlos. Finalmente, si se llegara a ellos, se acaba el caudal de emociones y alegrías que se encontraron en el trayecto. Ya lo decía el gran Cavafis:
“ten siempre en tu mente a Ítaca.
La llegada allí es tu destino.
Pero no apresures tu viaje en absoluto.
Mejor que dure muchos años,
y ya anciano recales en la isla,
rico con cuanto ganaste en el camino”.
Por eso, si usted persigue sueños (que estoy seguro que lo hace), pida al cielo que sea un camino largo y atiborrado de ciudades y prodigios, de noches en blanco y amaneceres tibios, de amores que lo desvíen de la ruta por unos cuantos años, para que al final de sus días esté celebrando miles de aventuras, decenas de aciertos, millones de sorpresas que encontró en las rutas de esperanza. Porque el camino es el galardón. El trofeo queda para quienes desean tener estantes llenos y vidas vacías.
Diego Niño
@Diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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