Opinión
El reino de la piña
Son amores de vieja data. Cada martes de carnaval, mi Mamá conseguía un par de piñas verdosas y a las seis en punto de la tarde, las rallaba, las dejaba al sereno en jarra de vidrio e iniciaba la morriña de rigor: mañana bien temprano los purgo.
El miércoles de ceniza, mientras en la calle la mojadera era el momento, al interior de nuestra casa la fila india avanzaba en la toma del jarro full de jugo de piña en cuyo océano naufragaban dos sal de frutas y un par de papeletas de magnesia picot. Al terminar, recibíamos el premio gordo: un pocillo con agua de panela caliente y, luego, a esperar el “llamado” para descongestionarse.
En Valledupar, los carnavales fueron siempre un espacio cultural con tradición, riqueza creativa y fervor popular. Personajes de entonces como, Evaristo Gutiérrez, Oscarito Pupo, el médico Leonardo Maya Bruges, Sanim Murcia, Tomás Rodolfo Acosta, Adalberto Verdecia Rodolfo Campo Soto, el compita Jácome, Jaime Olivella Celedón, el famoso Guinda, Ibelintong Montañez, Casto Socarrás Reales, Carlos Calderón, el Triby, Carlos Maldonado y tantos más, dieron lo mejor de sí para mantener el decurso festivo, carnestoléndico y tradicional. Primero eran los desfiles y los encuentros amigables, luego los salones, las casetas y después las guachernas como símbolo de unidad popular de sana diversión y de promoción, divulgación preservación de nuestro patrimonio cultural inmaterial.
Don Víctor Cohen, llegado de Puerto Colombia, oxigenó nuestros carnavales, les dio porte y nos guió para aprovecharlos como espacio de integración popular, sin distingos de clase, pese a su capacidad para separar lo uno de lo otro cuando se trataba de comparsas, bailes y festines.
El Salón central, la pollera colorá, el nuevo ritmo, Brasilia y luego Macondo y después Tumba la Caña, Cali Bella, Broadway y la caseta Aguardiente Antioqueño –entre otros- fueron depositarios de gran parte de la historia carnavalera, al tiempo que en Guacoche y otros corregimientos también se carnavaleaba.
Ananas comosus, la piña, es una planta perenne de la familia de las bromeliáceas, nativa de América del Sur. Es especie de escaso porte, hojas duras y lanceoladas de hasta un metro de largo, fructifica una vez cada tres años: un fruto fragante dulce muy apreciado en la gastronomía. Es una fruta que adorna, aromatiza y realza el entorno, tiene una presencia magistral y en sus tiempos de señorita apetece por doquier. Es proteolítica, digestiva: la bromelina es un fermento digestivo comparable a la pepsina y la papaína. Antiinflamatorio, hipolipemiante, antiagregante plaquetario. Diurético, vitamínico, de gran valor nutritivo. Agente de difusión, detergente de las llagas. Indicado para dispepsias hiposecretoras, reumatismo, artritis, gota, urolitiasis,arteriosclerosis. Bronquitis, enfisema, asma, mucoviscidosis. En uso tópico: limpieza de heridas y ulceraciones tróficas. El corazón de piña se ha preconizado como coadyuvante en regímenes de adelgazamiento, por su contenido en fibra, con acción saciante y ligeramente laxante. En materia alimentaria se la utiliza en la preparación de postres y en último tiempo la cocina oriental se ocupa de ella. En materia de jugos y como acompañante en alguna variedad de pizzas y otras comidas ligeras, también se la tiene en cuenta.
La piña, como esta tierra mágica, histórica, señorial y sin igual, es también musical. Tiene una gran presencia en nuestra cultura y, por diversas razones, llegó para quedarse en nuestra vallenatía. Sabido es que la piña madura es la primera canción que interpretan quienes aprenden a tocar acordeón vallenato. Esa melodía interpretada por Guillermo Buitrago, echó raíces en nuestro folclor. Como el nombre de Juancho Piña, su hermano Carlos; precedidos por quien fue gran animador musical de los carnavales vallenatos, el maestro Juan Piña y sus muchachos. Y de ñapa, el siempre querido, recordado e inestimable viejo Emiliano Zuleta, quien nos enseñó a querer su Posesión el piñal, también le hizo una hermosa canción interpretada por él en el álbum, de los Hermanos Zuleta, Dinastía el folclor. Poncho fue más lejos: “y esto va, pa´la gente de Manaure. Y más arribita el piñal de mi tío André”.
Crecí en el viejo Valle, pueblo de mi alma, sitiado por la música, la cultura y el anfitrionismo. Por mi casa, en la carrera novena de siempre, pasaban arhuacos con su recua de mulas y yeguas, cargadas de iguanas expiradas pero a la vuelta estaban las prostitutas felices del bar Águila y en la esquina, con el señor Suárez, las mejores paletas de la vida: de rosa, chocolate, guayaba, guanábana y las inconfundibles de piña. A unos pasos operaba el área del transporte intermunicipal: Cosita Linda, Rápido Ochoa, Brasilia, Transbolívar, La Costeña y Copetran. Pues bien, ahí en la sede, había una refresquería, al mando de un santandereano de raca mandaca. Vive en el recuerdo el formidable jugo de piña que allí se conseguía, hecho con esmero, dedicación y técnica. Que delicia. Casi al frente estaba el kiosco Santandereano, proveedor del mejor caldo de pollo, alitas cocidas, muslos de pollo y los famosos pescuezos. En esa fonda la piña hipinto no era fría ni deliciosa, era glaciar y, como decía el santandereano propietario, encoñadora.
En el mercado viejo, sede de la hoy Galería popular, el señor Gilberto, cortaba piña en rodajas y las expendía con el sonsonete de que eran nuestras: traídas de Pueblo Bello y dulces como la miel. Vendía un guarapo, cuya receta se llevó a la tumba, con la fruta en cuadrículas y un preparado descomunal que almibaraba el cielo de la boca como caricia refrescante, sin pudores ni timideces.
La piña mantuvo un romance con el coco, cuya vigencia se mantiene intacta, en virtud del cual contamos con los dulces amarillosos que son un regalo para la buena vida, en estos tempos de penurias emocionales, languideces económicas y avatares climáticos. Desde otros territorios recibimos el pie de piña y los entretenemos con la fastuosa chicha de arroz, con cáscara de piña, muy ligada a nuestros ancestros. También se acoge la piña colada, coctel incitador pero se le tiene su acoquine en nuestro medio: el incansable guandolo, cuya elaboración, no solo es un arte, precede la rasca de rascas. De manera que, en ese sentido, cuando menos, empate pero la piña conserva su sitial.
A paso seguro Valledupar progresa, de manera igualitaria, se ofrecen oportunidades para nutrirse de las cosas buenas que la hacen grande como destino, vividero y fuente cultural. Se disfruta en sus calles, en sus casas solariegas y en el río Guatapurí, huele a progreso y pese a los calores y/o las desavenencias por el retozo político, son más las razones para seguir el camino, para no devolverse y continuar por la senda de la decencia, la eficiencia, la eficacia y la efectividad.
Para paliar los ocasos de la escasez y recibir, con agrado y optimismo, la continuidad de ciclo lunar, siempre es mejor caminar por cualquiera de las calles del centro de la ciudad y degustar, con agrado sostenible, el refrescante jugo o un par de rodajas de piña, con las mejores calidades en sabor, acuosidad y color. Tenemos la piña oro miel, que se ha tomado nuestras calles, como contributo de la tierra al privilegio inmenso de comer sano. Es tiempo de propiciar mejoras, como diría Diego te coge Pío: con o sin piña pero ¡con piña es mejor!
Alberto Muñoz Peñaloza
@albertomunozpen
Sobre el autor
Alberto Muñoz Peñaloza
Cosas del Valle
Alberto Muñoz Peñaloza (Valledupar). Es periodista y abogado. Desempeñó el cargo de director de la Casa de la Cultura de Valledupar y su columna “Cosas del Valle” nos abre una ventana sobre todas esas anécdotas que hacen de Valledupar una ciudad única.
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