Opinión
La letra con sangre entra
Era el lema de las escuelitas del pueblo donde estudiábamos. Eran dos, hoy que las evoco en el tiempo, aflora la sonrisa al recordar sus nombres: Escuela Urbana de varones General Santander y La escuela urbana de niñas Medre Laura. Estos nombres me hacen recordar a ese hombre caribe genial, David Sánchez Juliao: semejante nombre largo para dos salones. Pues sí, en esas dos escuelitas estudiaban todos los muchachos de mi pueblo, sin distinciones de ninguna índole, tiempo después fundaron dos colegios privados, regentados por hombres de personalidad fuerte y rigidez casi que militar. Las cuatro escuelas, como todas en su época, eran de férula y memorización.
El estudiante tenía que aprender de memoria los textos que el maestro escribía en el tablero o que dictaba con énfasis especial, recalcando la ortografía de las palabras. En las clases de matemática (sobre todo en las tablas de multiplicar) salía en público el terror de los chicos, una gruesa regla de madera que pasaba de las manos del maestro a la del alumno aventajado ya que la pregunta que no era respondida, se la hacían al siguiente alumno y si este tampoco respondía se la hacían al siguiente y así sucesivamente hasta que alguno respondía adecuadamente, en este caso, el alumno que respondía bien, castigaba en la palma de la mano, dando tantos reglazos como fuera la respuesta, dos por cinco igual diez, diez reglazos debía dar al desdichado que no se había aprendido de memoria las tablas de multiplicar.
Cuándo había algún brote de indisciplina, hincaban al desordenado sobre granos de maíz, muchas veces había que sostener un ladrillo en cada mano con los brazos extendidos. A juicio del maestro estaba escoger, de acuerdo a la falta cometida por el alumno, la regla o férula como la llamaban o el flagelador de cuero de res al que llamaban “Martín Moreno” el que el sacaba lo malo y metía lo bueno. Ah olvidaba comentarles que el castigo era complementado con una nota en el cuaderno donde el maestro hacía el comentario a los padres de familia, recomendándoles que castigaran al joven por su indisciplina o falta de aplicación en el estudio, y vuelve y juega, al llegar a casa una nueva azotaina de remate.
Los días domingos y fiestas de guardar había que asistir al colegio con el uniforme de gala y en fila desfilábamos hasta la iglesia del pueblo, donde asistíamos a misa de pie y en formación alineada. Era muy común los desmayos de algunos alumnos, sus compañeros más fuerte le sacaban en brazos de la iglesia y lo sentaban en el andén de atrio hasta que se le pasara el malestar, eran misas eternas, de hora y media o más de acuerdo a las reprimendas que el sacerdote quisiera decir desde el púlpito.
De las clases magistrales, recuerdo mucho las de castellano, donde permanentemente estaban recalcando lo de sujeto y predicado con énfasis en la ortografía de las palabras. La mayor parte del tiempo la pasábamos conjugando verbos y sufriendo la conjugación de los irregulares moler, volar, desosar y deshuesar, siempre aprendiendo de memoria la conjugación en todos sus tiempos verbales bajo la amenaza aterradora de la regla o de Martín Moreno.
El programa escolar de religión se dividía en la lectura y aprendizaje del texto “100 lecciones de historia sagrada” y la religión del padre Gaspar Astéte, el primero nos gustaba mucho porque eran pequeños cuentos de la biblia: El arca de Noé, el profeta Jonás tragado por una ballena, cuentos que despertaban nuestra imaginación y la pasión creadora. El de religión era otra cosa, éste estaba estructurado en preguntas y respuestas las que había que memorizar para la salvación de nuestra alma: ¿Qué es pecado mortal? La respuesta que había de aprenderse de memoria decía: Pecado mortal es hacer o decir….
Cosa rara, recordamos con mucho cariño a esos maestros que nos tocó en suerte tener y sufrir, pues gracias a ellos aprendimos las primeras letras y tuvimos la formación inicial que necesitábamos para continuar en esta vida poniendo en práctica las normas de urbanidad de Carreño y tantos otros conocimientos y saberes que nos enseñaron. Hoy que hago esta nota, me pregunto ¿Cuántas tutelas y reclamos se hubieran hecho en esta época contra los maestros y su forma de enseñar?
Diógenes Armando Pino Ávila
Sobre el autor

Diógenes Armando Pino Ávila
Caletreando
Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).
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