Opinión

Vine a contar mis penas

Fabio Fernando Meza

01/06/2016 - 07:20

 

Cuánto me hubiera gustado presentarme diciéndoles que es para mí placentero estar al frente de tan distinguidas personas, pero no es así. Me hubiera gustado decirles que soy de allá, de donde ronca el tigre y la manada de animales salvajes se va de los claros de las montañas porque él se los come al amanecer, pero sería decirles mentiras.

Me hubiera gustado decirles hoy que soy comedor de Babillas, de pescados tan grandes que no caben en el plato. Mentiría, porque la ciénaga desapareció al igual que las Sirenas que con sus embrujos seducían a los pescadores los Viernes Santos. Ya no queda nada. Ni siquiera hay recuerdos de aquellos atardeceres y mi abuelo decía que le dolían los ojos de tanto mirar a esa belleza salvaje. Todo acabó.

Qué tristeza tener que confesarles aquí, en este lugar, que ya en el cerro los caballos no se escuchan relinchar. No hay árboles que le den  sombra ni tierra donde pastar.

En ese pueblo bonito y sano todos éramos felices e indocumentados, iletrados, si se quiere, pero respetuosos de nuestro entorno y de nuestro hábitat porque nos daba el aliento para vivir. Pero un día algunas personas en nombre del progreso comenzaron a escribir nuestra historia al revés y el vendaval cesó, el jardín se oscureció y el turpial primoroso se fue para ninguna parte. Los árboles cayeron humillados ante las motosierras, las abejas dejaron de manar su miel y los nidos que estaban en sus copas  se fueron sin decirme adiós.

Yo soy el campesino de abarcas y de sombrero nacido allá donde se oculta el sol, donde el río se convirtió en una autopista de acero y los pocos animales de agua salen todos los domingos a pedir limosna a la orilla de la carretera para poder sobrevivir y están aprendiendo a caminar sobre la arena requemada. Sí, soy de San Fernando, Magdalena, un pedazo de costa Caribe donde antes la naturaleza era tan pródiga con los habitantes de este pueblo que los niños ya nacían con su diploma de bachiller.

Mis ancestros se criaron rodeados de todo lo bueno que la madre naturaleza es capaz de producir, donde las lluvias eran más puntuales que un Inglés y más intensas que Luis Fernando Gómez, el de farmacia. Ellos eran amigos de sus amigos y cuidaban los manantiales, sí, esas aguas que nuestros hijos dentro de poco solo conocerán por Internet. Hoy yo sólo soy el pálido reflejo de esa inmortal memoria de mis ancestros, estamos sin agua que cuidar, sin aire que respirar, sin árboles a los que la niña desilusionada les contaba sus cuitas de amor y ellos le regalaban consejos para sobre llevar su pena. No volverán los tiempos de la cometa, y ojalá vuelvan las hormigas voladoras después de un aguacero, que salgan los muertos a halarnos por las piernas en las noches de mala luna y a motilarnos porque estamos muy cabellones.

Hoy todo es desolación. Ya no hay nada que contar. Hasta el campesino que estaba en la Serranía se vino para el pueblo, yo vivía esperanzado en que conservara su conciencia y el teléfono celular se la quitó.

Hoy sólo se ven niños con su cara triste mirando a lo lejos, esperando lo que no ha de llegar. Pero si en mi pueblo llueve en Bogotá no escampa: tumbaron los grandes árboles, desaparecieron quebradas en nombre de la civilización. Sus habitantes dicen que “el monte es para los mosquitos”, y ya ni siquiera se bañan los niños en los aguaceros porque el agua de lluvia puede estar contaminada de corrupción y desidia. Si le damos un respiro a la madre naturaleza volverá a pintarse los cachetes de verde, a darnos unas nalgadas como niños malcriados y a decirnos que no le jodamos más la puta vida, que la dejemos en paz, carajo.

Yo sólo quisiera preguntarles a ustedes hoy, si puedo decirle a la tierra y a su medio ambiente que todo se va  a solucionar, que la herida que le hemos causado el tiempo la cicatrizará. Que nada se volverá a repetir. Que Luis Fernando  Gómez volverá a bailar champetas y reguetón...

Necesito vivir aquellos tiempos donde el rumor de las corrientes de los ríos invitaban a hacer el amor en sus orillas de miedo, donde los animales salvajes nos enseñaban a vivir en sociedad, donde lo que era para el perro se lo comía el gato y no pasaba nada, donde todos se levantaban de madrugada untados de cariño y de solidaridad y con el ímpetu sin desbravar para llevarse el mundo por delante. Y las niñas primorosas le preguntaban a las aguas cristalinas quién era la más hermosa de todas reflejando sus bellos rostros en la laguna cercana.

Quiero volver a sentir la carcajada eterna de mis abuelos por ver cosechados el fruto de sus esfuerzos, ver a mi abuela peinando su negra y larga cabellera bajo el frondoso Tamarindo simplemente para que se perdieran los pescadores realizando sus faenas en la inmensidad de la Ciénaga y recordaran que Dios existe.

Que vuelvan los Indios con su nariz achatada, sus pómulos salidos, con sus pócimas y brujerías y ungüentos de plantas desconocidas y nos den de beber un poquito para ver si así despertamos del letargo de muchos años donde lo único que hemos aprendido es a matarnos los unos con los otros, porque no tenemos más con quien pelear ya que el Medio Ambiente desde el último glaciar está penando en vida y nos asombramos que todavía no esté muerto.

Yo soy esa persona que todavía tiene la pretensión de ver el sol brillando en las noches y la luna pecando con un lucero los medio días. Y todas las madrugadas le doy gracias al dios de la costa porque todavía no se ha marchitado mi esperanza de contar otra vez este cuento  al derecho y al revés.

Los invito a ir al campo y pasar un verano con los duendes, allá donde sus habitantes no sufrían antes ni de uñero, para que se quiten el calzado y se ensucien los pies de mierda de gallina.

 

Fabio Fernando Meza 

Sobre el autor

Fabio Fernando Meza

Fabio Fernando Meza

Folclor y color

Cronista colombiano originario de San Fernando (Santa Ana, Magdalena). En esta columna encontrar textos sobre la música vallenata, su historia y sus protagonistas, así como relatos cortos que han sido premiados a nivel nacional e internacional.

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