Opinión

Amigos que pasan por nuestra vida

Diógenes Armando Pino Ávila

13/04/2018 - 04:40

 

Carlos Guevara Tamara promovió la lectura en el Cesar a través del bibliobús / Foto: Archivo PanoramaCultural.com.co

 

En esa trashumancia obligada que uno hace por la vida, va encontrando en cada estación del camino a muchas personas, multitud de personas, de esas, algunas son pasajeros, igual que nosotros, que sólo coincidimos por la circunstancia de estar vivos, pero que de ninguna manera se relacionaron con nosotros. Son seres fugaces que recordamos, por el vestido, por su maleta, por el niño que cargaba en brazos, por el anciano que llevaba de la mano. En fin, los recordamos, si es que se alcanza a recordar, por algo circunstancial que de ninguna manera lo ligó con uno.

Algunas se relacionan con nosotros, pero en una relación elemental, de saludo, de formalismos que pueden estar cerca y distantes al mismo tiempo, el único nexo es el lugar, el barrio, el trabajo, el condominio, la escuela, el colegio o la universidad; son un simple accidente, no trascienden, pasan sin dejar huellas, son como las olas que se van sin dejar rastros pues inmediatamente son reemplazadas por otras olas de mayor o menor intensidad. Encontramos personas que en algún momento se relacionan con uno, pero que dejan un rastro de malquerencias, de recuerdos desagradables y que uno quisiera no haber conocido nunca, son personas tóxicas que en algún momento o en varios, perturbaron nuestra tranquilidad e incomodaron nuestro espíritu, personas que uno quisiera mejor no recordar, pues cada vez que llegan a nuestra mente el desagrado regresa.

Hay otras que uno encontró en algún momento de la vida y que marcaron por siempre nuestra existencia, son personas con las que compartimos momentos de alegría, con las que festejamos las simplezas de la vida y que en su compañía esas simplezas se convertían en actos trascendentes difíciles de olvidar, son los amigos de la infancia con los que jugábamos a las escondidas, son los compañeros de la escuela con quienes compartíamos el recreo y la merienda, con los que intercambiábamos los cuadernos y los papelitos de caramelo. Algunos los conocimos en la secundaria y la Universidad, eran el parche con los cuales compartíamos comentarios y burlas, éramos confidentes de pecadillos y de novias nuevas, el hombro amigo donde descargábamos el desconsuelo y la tristeza de alguna tuza que nos tocara el alma, los parceros de «va pa’esa» o «pa’ la que sea», el amigo de juergas, de escapadas, la llave licenciosa que nos alcahueteaba en todas nuestras locuras. En este grupo están las novias, muchachas de risas francas y sonrisas rojas que alegraban nuestra vida juvenil.

Otros los conocimos por circunstancias de interés común que marcaron nuestras vidas, estos fueron amigos especiales con los que compartíamos aficiones, yo tuve un amigo de estos, la pasión por la lectura nos llevó a conocernos. Un día cualquiera llegó a mi pueblo un vehículo cerrado con unos letreros en las laterales que en letras negras se podía leer «Bibliobus», lleno de curiosidad lo vi pasar, esa tarde pasé por el parque principal y ahí estaba parqueado con las puertas abiertas y un hombre adulto hablaba por un megáfono a una veintena de niños que le rodeaban. Me paré cerca para escuchar su charla, él en un lenguaje sencillo invitaba a los niños a embarcarse en la aventura de leer, les ofrecía libros de cuento, libros ilustrados para que leyeran en el parque, les decía que todo ese fin de semana iban a estar en el pueblo. Tomó un libro y sin impostación, con voz clara comenzó a leerles un cuento de niños, al terminar su lectura hizo preguntas, las respuestas eran seguidas de comentarios jocosos que él hacía y los niños reían. Ante mis ojos estaba un excelente animador de lectura infantil. Cuando los niños tomaron los libros y se acomodaron bajo la sombra de los maiztostaos de la plaza, me acerqué y dialogué con él. Me dio su nombre: «Carlos Guevara», un hombre de cera rubicunda y ojos burlones con una sonrisa condescendiente de gente buena. A partir de este encuentro nació una gran amistad alentada por la lectura, por la animación de la misma. Cada vez que iba a Valledupar lo visitaba en su casa, donde con esa hospitalidad propia del hombre sabanero, invitaba a almorzar los platos típicos de su tierra, platos estos de la cocina criolla con algunas variantes libanesas. Su esposa, una mujer menuda, amable y cariñosa nos servía el mejor café del mundo, un tinto con jengibre que era una delicia.

Carlos siempre tenía una anécdota que contar, la cual matizaba con frases célebres de personajes famosos, con la perspicacia y el sarcasmo que solo las personas inteligentes poseen, gocé de su amistad y su hospitalidad por largos años. Escuché embelesado las historias que contaba de su juventud y su niñez. Admiré su colección de trompos y gocé de la protección de su Santo Eccehomo y de las oraciones que Mayo, su esposa, hacía por mí y mi familia. Carlos murió y no pude asistir a su sepelio, esa deuda del recuerdo y del cariño no la he podido saldar, por eso hoy lo evoco como amigo, como maestro y como una persona especial que conocí y marcó de alguna manera mi forma de pensar sobre la amistad y la lectura.

 

Diógenes Armando Pino Ávila

@Tagoto

 

Sobre el autor

Diógenes Armando Pino Ávila

Diógenes Armando Pino Ávila

Caletreando

Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).

@AvilaDiogenes

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