Opinión
El doctor Vargas
Hay personajes que recordamos con una sonrisa, mezcla de cariño y algo de admiración, son o fueron amigos que, por su personalidad desenfadada, por su altruismo o sus locuras, evocamos en las parrandas, en las tertulias de amigos y festejamos sus ocurrencias. Qué decir cuando están presentes, sus dichos, sus ademanes, sus osadas aventuras, sus anécdotas y su vida festiva nos alegran el rato. En el fondo, sentimos una envidia sana hacia ellos que, son capaces de desenchufarse de las hipócritas normas de comportamiento acartonado que a diario nos imponemos en el actuar, ellos andan por la vida con el cordón arrastra pues su batería interior mantiene carga autónoma para andar siempre saltándose los protocolos y gozan pasándose por la faja las normas y directrices que amargan nuestras vidas.
Éste es el doctor Vargas, su vida es una urdimbre de anécdotas y episodios jocosos que alegraron la vida del círculo cercano de sus amigos. Partamos de su nombre, su padre un médico de la ciudad de El Banco, tengo entendido, era un admirador del presidente de los Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy, por la sonoridad del apellido lo tomó como nombre para su recién nacido hijo: Kennedy Vargas Saballé, la familia le simplificó el nombre y sencillamente le llamaban “Queñe”, y así creció con la muchachada del barrio, jugando a los boliches y pateando balón en la pequeña cancha aledaña al sector donde vivía.
Todos los meses iba a El Banco Magdalena a recibir de su padre la cuota de manutención, pero su papá le había puesto como condición que para darle la cuota alimentaria debía llevar el boletín escolar donde rezara que asistía al colegio y sus notas escolares. “Queñe” cumplía con creces esta condición, pues era un alumno aventajado con buena parla y una dosis elevada de ingenio. Un día saliendo del consultorio de su padre, como siempre apartó el valor del pasaje de la chalupa que lo llevaría de vuelta a Tamalameque y por seguridad guardó el resto del dinero dentro del forro plástico con que protegía el boletín escolar. Contemplando el paisaje y conversando con los demás pasajeros se olvidó del dinero y cuando llegó al Puerto de Tamalameque se requisó todos los bolsillos, la relojera, los zapatos, las medias y no encontró el dinero, por tanto, urdió una mentira, para él la mentira perfecta.
Cuando llegó a casa, con cara de tragedia, se tiró bocarriba en un sofá. Magola, su madre, preocupada le preguntó «¿Qué le pasa?», él narró que cuando salió del consultorio de su padre lo siguió un tipo y llegando al puerto le sacó un revólver y le exigió el dinero y no tuvo más remedio que entregarlo. Magola, resignada, dijo: «¡Bueno, «¡qué se va a hacer, menos mal que no te hicieron daño!». “Queñe” creía haberla sacado barata, pero en ese instante entra un profesor que estaba alojado en su casa y, al ver las caras circunspectas de madre e hijo, pregunta «¿Qué paso?». Magola cuenta con tristeza el cuento que su hijo le acaba de narrar. Héctor, así se llama el profesor, indaga al joven sobre las características del atracador y Kennedy lo describe como «un hombre alto de uno noventa de estatura, color blanco, cabellos monos, vistiendo con un jean azul desteñido marca Lee, una camisa vaquera de cuadritos de broches de nácar y unas botas negras de caña alta con unos caballitos blancos dibujados en los costados. El profesor dice a modo de consuelo: «¡La plata es ganancia, Dios nos echó al mundo en cueros!» Cambiando alegremente de conversación, toma el boletín que Queñe tiene sobre el pecho y dice: «Vamos a ver cómo te fue en el colegio». Toma el boletín y al abrirlo encuentra el dinero y riéndose dice: «A ver, don Kennedy, ¿y este dinero? ¿qué hace aquí escondido?» El joven da un salto, alegre suelta la risa y contesta: «Yo no me iba a dejar dar una cueriza por esa plata, no la encontraba y por eso inventé la historia».
De ahí en adelante su vida fue eso, historias, fábulas, mentiras y jocosidades por doquier, podría escribir un libro completo con todas las que me sé y de seguro habría para otro libro con las que se saben los otros amigos pues Kennedy o Doctor Vargas o Queñe, era un filón que producía en serie este tipo de anécdotas, siempre festejadas por los amigos bajo la amenaza permanente que el hacía exclamando: «¡Yo no soy escaparate de nadie!», dando a entender que más adelante contaría una historia de sus amigos.
Su ilusión era ser médico, pero abandonó el bachillerato después de estar todo un año leyendo novelitas vaqueras en una pensión de estudiantes en Pamplona, haciéndole creer a la familia que estaba terminando el bachillerato. Por esa ilusión por la medicina los amigos le decíamos El doctor Vargas, y se nos fue, levantó vuelo al infinito una mañana de junio hace dos años, yo creo que eso es otra de sus mamaderas de gallo, que no está muerto ya que, en todas las reuniones de amigo, alguno cuenta una de sus jocosidades y las festejamos como si estuviera presente. ¿O Tal vez está presente burlándose de él mismo y de nosotros?
En cada pueblo hay uno o varios Queñes que inventan historias y le maman gallo a la vida.
Diógenes Armando Pino Ávila
@Tagoto
Sobre el autor
Diógenes Armando Pino Ávila
Caletreando
Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).
2 Comentarios
Excelente narracion
Diogenes, me gusta como logras escribir lo que con agrado se ha vivido. Un abrazo Rafael Perez
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