Opinión

Don Pantaleón

Diógenes Armando Pino Ávila

02/08/2019 - 05:55

 

Don Pantaleón

 

Don Pantaleón Peñaloza fue un tipo tranquilo, nacido en un hogar humilde, creció como todos los muchachos de su época haciendo oficios en su casa y correteando por las arenosas calles del Tamalameque de principio del siglo XX. Aprendió el oficio de la sastrería como ayudante de uno de los sastres acreditados en el pueblo. Comenzó haciendo los ojales en la bragueta de los pantalones de dril color caquis, de bota ancha y dobladillos, adornados con repulgos y relojera, que los clientes del común usaban para dominguear, en contraste con los pantalones de holán o lino blanco que usaban los comerciantes y hacendados, donde lucían las largas leontinas doradas que mantenían cautivo en las profundidades de sus bolsillos el reloj Ferrocarril de Antioquia, que mostraban con orgullo y ostentación.

Panta, como cariñosamente era llamado en su entorno familiar, no fue nunca un hombre físicamente agraciado, de ahí que la gente comentaba una anécdota de la señora Silvia mamá de éste, a la que una vecina le preguntó «Doña Silvia, ¿cuál es el más simpático de sus hijos» a lo que ella inocentemente respondió «El mejor de mis hijos es-Panta». Por su oficio de sastre, terminó familiarizándose con la textura de las telas y encariñándose con el colorido de las mismas, por ello montó un pequeño almacén de telas al que disciplinadamente fue engrandeciendo hasta convertirlo en el almacén de telas más grande de la población.

Se puede decir que don Panta vivió entre linos, sedas, liencillos, opales, margaritas, tafetanes, holán y popelinas y otras piezas de telas, que como un arcoíris se exhibía en la estantería de madera de su almacén. Pasaba el día apaciblemente, comercializando su mercancía mientras hablaba con sus clientes sobre el partido liberal, tratando sutilmente de convencerlos de que había que votar por el candidato de su partido y no por el contrario. Muy a pesar de no salir de su almacén, ganó reconocimiento ante los políticos del Magdalena Grande y, luego, ante los políticos del recién creado departamento del Cesar, al punto que las delegaciones o avanzadas liberales que venían de Santa Marta y tiempo después de Valledupar, lo primero que hacían era llegar a su almacén. Era tal la fascinación de los políticos por don Panta, que Víctor Camacho, un mamador de gallo contumaz, decía a boca llena «Pantaleón no tiene votos, pero tiene oración y secreto para que los políticos liberales le dejen la plata de la política».

Su oficio de mercachifle y su pasión por la política la combinaba por una afición repentina por el juego de ajedrez, juego éste, que con mucha paciencia le enseñó un español de nombre Restituto Coto Gutiérrez, que se acriolló en nuestro pueblo, llegado en el año 1925 en compañía de su hermano doctor Gutiérrez, ambos trabajando, el uno como médico y el otro, nadie me ha podido decir de qué, en la empresa americana Andian National Corporation, que construía los 538 kilómetros del primer oleoducto colombiano, para llevar los crudos desde la Refinería de Barrancabermeja hasta Mamonal cerca a Cartagena, el cual cruzaría el territorio del Tamalameque de esa época. Nuestros mayores recuerdan que dicho oleoducto tenía en sus estudios una de las diez plantas de bombeo en las sabanas de Tamalameque, pero los prohombres del pueblo se opusieron por temor a que Tamalameque se incendiara, por tanto, ésta la situaron en la localidad de Costilla.

Don Pantaleón y Restituto Coto Gutiérrez pasaban largas horas jugando al ajedrez mientras entrecruzaban comentarios jocosos y sarcásticos con los amigos que llegaban a conversar y verlos jugar ese juego, para algunos lento y para muchos aburrido, donde después de meditar movían las piezas negras y blancas en el tablero lleno de cuadros. Parece ser que Restituto Coto en su trashumancia había vivido algún tiempo en Italia, por ello comenzó a enseñarle a don Panta algunas frases en italiano, pero su alumno no era muy aventajado en idiomas y, solo aprendió una sola frase, la que combinaba con español y la utilizaba cuando veía que estaba perdiendo la partida. En esos casos cambiando la voz exclamaba: «¡Estamos perduti cammino Cucutilla!» e inmediatamente acostaba el Rey.

 

Diógenes Armando Pino Ávila

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Sobre el autor

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Caletreando

Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).

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