Opinión

Nando Peña

Diógenes Armando Pino Ávila

18/10/2019 - 08:25

 

Nando Peña
Tamalameque, Cesar / Foto: archivo PanoramaCultural.com.co

 

Era un hombre corpulento, de nariz rapaz, peinaba canas plateadas y lisas que se desbordaban al lado de sus orejas cuando inclinaba la cabeza, su estatura era colosal y su voz de trueno acompañaba para darle una apariencia de hombre bravo, la cual se disipaba cuando mostraba su dentadura esbozando una sonrisa bonachona, la que siempre acompañaba con un gracejo o una anécdota de sus amigos o de mejores tiempos pasados.

Hijo de un ganadero y terrateniente venido a estas tierras desde Sata Rosa Viterbo, dueño de grandes extensiones de tierras y de ganados, con una fortuna incalculable que le hacía el hombre más importante de la zona. Esta fortuna y forma de vida exacerbó la mente calenturienta de estos pueblos donde tenía sus fincas y en el imaginario popular se creó una leyenda sobre el origen de su fortuna.  Uno de sus trabajadores en uso de su descanso dominical se emborrachó de tal manera, que, camino a la finca donde trabajaba, le dio sueño y se acostó poniendo de cabecera los rieles del ferrocarril que cruzaba por ahí. Vencido por el sueño no sintió el crepitar del tren que se avecinaba a gran velocidad, siendo arrollado y triturado por la mole de hierro. A partir de ese suceso los campesinos comenzaron a revisar hacia atrás las muertes trágicas o no, que se daban en las propiedades de Pérez Peña, como llamaban al padre de Nando, y se tejió en la mente de los campesinos la leyenda que todavía persiste y que heredó su hijo Arturo de que tenía “pauto” con el diablo.

Nando Peña, como llamaban a Hernando Pérez Hortúa, se radicó siendo muy joven en Tamalameque y casó con la hija de un turco, levantando su hogar. Heredó de su padre una pequeña finca, pero lo de él no era la tierra ni el ganado, lo de él eran los números, por eso se dedicó a diligenciar las Declaraciones de Rentas de ganaderos y finqueros del municipio y sus alrededores, esto le permitió cultivar amistades económicamente estables, con los que parrandeaba y departía en su trabajo y en sus descansos.

Nando Peña era un ateo redomado que renegaba de Dios en sus borracheras. Una noche, en una de sus tantas borracheras, se sentó a la puerta de la casa a disfrutar de la brisa seca que brindaba uno de los veranos más largos que había tendido el pueblo, Nando Peña,  comenzó a blasfemar y de repente, la oscuridad de la noche fue violentada por la luz brillante y el retumbar aterrador de un centellazo. Nando Peña quedó mudo y comenzó a orar en voz alta, los vecinos de los patios traseros a su casa, salieron a la calle a decir que la centella había caído en el patio de Nando Peña, su hijos y señoras se asomaron al patio y vieron que el penacho de uno de los cocoteros que se erguían en su patio estaba en llamas. La centella lo había impactado e incendiado, él seguía orando en voz alta: «Señor mío, señor mío, perdoname».

Don Hernando, era buen jugador de billar y un melómano que degustaba con placer los boleros del ayer mientras libaba sus aguardientes en el bar del pueblo, mientras contaba anécdotas de sus amigos, las que festejaba con sus carcajadas de gigante que eran coreadas por las risas de sus contertulios. Era un hombre de gran humor, mamador de gallo y dicharachero. Un día llegó un muchacho recién graduado de abogado, de corte afro, vestido de blanco de la cabeza a los pies, al cruzar al lado de don Hernando éste le puso la mano al hombro y mirando a sus compañeros, señaló con el dedo del muchacho, y dijo «blanco, blanco, blanco» y golpeando suavemente el bolsillo del visitante remató diciendo, «limpio, limpio, limpio». La carcajada general fue estruendosa, el muchacho se sonrojó apenado y trató de irse, pero Nando Peña lo detuvo recomponiendo su actitud diciendo «No se preocupe, mi docto, que el que viste de blanco, lava y estrena»

Por allá a finales de los sesenta, se iba a fundar La Escuela Agropecuaria y el Ministerio pedía como condición que alguien donara unas hectáreas de tierra que sirvieran de granja para hacer las prácticas agropecuarias a los estudiantes. Los terratenientes del pueblo se negaron a donar la tierra y el ministerio se llevaba el proyecto para otra parte del país. Nando Peña escuchó el rumor de que los muchachos seguirían sin posibilidades de estudio, se levantó de su silla, atravesó medio pueblo, llegó a la alcaldía, preguntó por el representante del Ministerio de Educación, lo invitó a la Notaría y regaló treinta hectáreas de tierra, gracias a ello nuestros jóvenes han podido, al igual que yo graduarse de bachilleres y hacer carreras universitarias. 

 

Diógenes Armando Pino Ávila

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Sobre el autor

Diógenes Armando Pino Ávila

Diógenes Armando Pino Ávila

Caletreando

Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).

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1 Comentarios


Rafael Pérez Núñez 29-11-2019 09:07 AM

Siempre te admirado por tu inteligencia y narrativas en todas tus historias, por dar siempre a conocer la odioncicracia de nuestro pueblo u sus habitantes. En la historia de Nando Pérez se te olvidó la noche que se fue al pozo, y vaya lío pa,sacarlo de ahí.

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