Opinión

La sinfonía de Margladys

Alberto Muñoz Peñaloza

28/02/2020 - 04:40

 

La sinfonía de Margladys
Vista aérea de la Plaza Alfonso López en Valledupar

 

En tardes veraniegas, cuando las nubes blancas se arremolinan sobre los potreros del embajador, se atiende el silbido inequívoco de Jaime Molina, urumitero como el que más, pero precursor del encoñamiento urbano con Valledupar. Entonces, se pone sentimental y relata sus incursiones nocturnas por la hacienda las flores, en la yegua blanca que le prestaban. Hoy reside a escasos pasos de dónde quedaba la lomita que recibió su corporalidad cuando lo tumbó Mateo, el caballo tuerto en el que nunca más volvió a experimentar.

De regreso, le pregunto acerca de las canciones del compositor Armando Zabaleta, de quien sé que fue admirador entusiasta, tanto que lo llevaba a amenizar fiestas de su interés. -Claro, me gusta mucho una obra de Armando Zabaleta, que yo se la dedicaba a Olga, en nuestros inicios. Era una clave, es el “trajecito gris” pero ella sabía cuando se la cantaba que yo quería que se pusiera el verdecito, así despistábamos al viejo Bartolo: “ponete aquel trajecito gris, que tiene florecitas de azar, es el que me hace recordar, cuando yo me enamoré de ti; ese es el que yo quiero que te pongas, para recordar los tiempos pasados, con ese es que yo quiero verte ahora, para sentirme de nuevo enamorado”.

Es una cuadra poética porque, patio con patio, colinda la poetisa de San Diego, cuya dulzura es directamente proporcional a la riqueza idiomatica de sus versos. Alguna vez, cuando el amor lanzaba preavisos de fuego sincero, escribí desde el internado, sabiéndome cantor de versos de Neruda: “Por ti junto a los jardines recién florecidos me duelen los perfumes de primavera. He olvidado tu rostro, no recuerdo tus manos, cómo besaban tus labios. Por ti amo las blancas estatuas dormidas en los parques, las blancas estatuas que no tienen voz ni mirada. He olvidado tu voz alegre, he olvidado tus ojos. Como una flor a su perfume, estoy atado a tu recuerdo impreciso. Estoy cerca del dolor como una herida, si me tocas, me dañarás irremediablemente…”.

Y llega el recuerdo de nuestro declamador querido, el médico José Manuel Díaz Cuadro, cuyo viaje a la eternidad, no nos priva del 20: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche (…) Ya no la quiero, es cierto, pero cuanto la quise. Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos. Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. Porque en noches cómo está la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta con haberla perdido. Aunque este sea el último dolor que ella me causa, y estos sean los últimos versos que yo le escribo.

El cruel momento

Crucé el recodo final en el exterior derecho del patinódromo municipal, saliéndome del relieve frontal de la esquina margladyana, enfocado en unos versos del siempre querido Viejo Emiliano Zuleta: estando en la residencia, allí me puse a charlar, les dije soy el Papá, de los hermanos Zuleta, y en eso se me presenta, un muchacho embolador, y me dijo, sí, señor, una embolada barata; pero, yo sin darme cuenta, que me habían robao´ la plata”.

Aceleré el paso. Eran las 12:27 horas del viernes 21 de febrero de este 2020. Entonces la divisé, acercándose a la avenida La Popa, enchancletada y con algo indescriptible colgado de su mano derecha. Lo más parecido al miedo gélido de las madrugadas, en estos tiempos de inseguridad, son los minutos tórridos, chorreantes y sudorosos del medio día. Dicho y hecho, pasó una moto con dos ocupantes direccionados hacia la esquina del médico del pueblo, Enrique Pumarejo, cuya tegüidad, les hace tanta falta a los menos pudientes, pese a la multiplicidad de especialidades y subespecialidades.

Uno de los pocos transeúntes se dirigió a mí: -van a atracar a la señora del traje floreado, los de la moto son atracadores-. El estrépito interior que el miedo alentador despunta se hizo presente. Sin dudarlo un instante recordé los éxitos operacionales de la patrulla cívica cañaguatera, creada por el menor de los Rosado Sánchez, en las postrimerías de la década de los sesenta. Le marqué varias veces a mí compadre Juan Francisco, pero resultó imposible.

Fue rápida la acción, cuando me di cuenta el parrillero se acercó a nuestra querida poetisa, reparó en su andar, dio media vuelta, mediante un brinquito de malabarista de circo rebuscón ocupó su puesto en la moto ya de vuelta, y listo.

Fue un momento de confusión total, las ramas y las hojas de los árboles en quietud plena, como cuando alguien gritaba estatua, en el juego aquel de grata recordación. Los de la moto se alejaron y, como en la canción de Pedro Navaja: “nadie dijo nada, nadie vio nada”. Fue una sensación de otro tiempo, como si aquella gota de calor constituyera el remedio definitivo a la oleada de “esto me lo llevo aunque no sea mío”. Como si, ahora sí, “esto cambia porque cambia”. No de otra manera será posible poner la casa en orden.

La gritería del regreso

La víctima se regresó, henchida de orgullo, atortolada de pies a cabeza, con la marimondina tenue que las emociones positivas suelen producir cuando nos reconocemos ganadores. Se devolvió con todo, a la velocidad de los alcaravanes de Camperucho, “como alma que lleva el qué”, diría el mejor citador de inspección alguna de policía, Pepe Castro Villazón.

-Mire, dócto. Me salvé de milagro, el tipo con pistola en mano llegó a quitarme el bolso, pero no me quitó nada, gracias a Dios. Qué inseguridad ésta tan brava, esta tarde me reúno con Kari, para que tome medidas, esto no puede seguir así…

El transeúnte alentador se acercó y, con ‘reparación autógena’ de pies a cabeza, descifró el misterio. -¿Usted para dónde iba?-

Yo, para donde la modista, contestó la poetisa. Una telita de popelina egipcia que me mandó mi hermano Lleras, pa’hacerme un par de bermudas…pero el atracador creía que yo llevaba bolso.

No fue eso, él sabía que usted llevaba bolsa y no bolso, el tipo es hasta bizco, ¿si la pilló?, no la atraca por la bolsa.

Y, ¿qué te estoy diciendo? Que él creía que llevaba bolso y cuando vio que no, sé devolvió…

Nada de eso, esos manes no comen cuento de nada. Es que su bolsa dice “justo y bueno”, los atracadores cuando ven una bolsa de esas se pierden porque dicen que todo lo que va dentro es muy barato.

Así es la cosa, entonces de ahora en adelante todo lo llevaré en mi bolsita, je je je.

Sin más comentarios se devolvió rumbo a su modista, en medio de un reguero de incertidumbre, por todo lo que se vive en las calles de Valledupar.

No hubo más alternativa que volver a Neruda: Quítame el pan, si quieres, pero no me quites tu risa. No me quites la rosa, la lanza que desgranas, el agua que de pronto estalla en tu alegría, la repentina ola de plata que te nace (…) Ríete de la noche, del día, de la luna, ríete de las calles torcidas de la isla, ríete de este torpe muchacho que te quiere, pero cuando yo abro los ojos y los cierro, cuando mis pasos van, cuando vuelven mis pasos, niégame el pan, el aire, la luz, la primavera, pero tu risa nunca porque me moriría”.

Margladys iba y volvía, como ‘Pedro por su casa’, en un sinfín de viajes, centrada en la única certeza que la hacía feliz, ¡el salvamento de su ‘telar’ egipcio!

 

Alberto Muñoz Peñaloza

@albertomunozpen

Sobre el autor

Alberto Muñoz Peñaloza

Alberto Muñoz Peñaloza

Cosas del Valle

Alberto Muñoz Peñaloza (Valledupar). Es periodista y abogado. Desempeñó el cargo de director de la Casa de la Cultura de Valledupar y su columna “Cosas del Valle” nos abre una ventana sobre todas esas anécdotas que hacen de Valledupar una ciudad única.

@albertomunozpen

1 Comentarios


Edgardo Maestre 28-02-2020 11:32 AM

Es una pieza literaria la cual amerita un reconocimiento para el autor,quién con la sutileza prosista que le caracteriza describe épica mente un episodio propio de nuestra región y cultura, pero a la vez,compara metafóricamente dicho suceso con frases de un novelista y escritor internacional,como es Pablo Neruda...felecitaciones mi amigo.

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