Opinión
Gustavito el carpintero

Negro fornido de mediana estatura, de cabello quieto y ensortijado que se apretuja en su cráneo como un grito de vida de los cimarrones ancestrales, se llama Gustavo y todo el pueblo lo conoce por Gustavito, su oficio es el de carpintero. Acostumbro llegar a su taller a encargarle algunos muebles para mi estudio y mi hogar y, de paso, conversar con él, mientras le miro manejar diestramente sus sierras, serruchos, berbiquíes y garlopas, en un incesante ir y venir de un banco al otro, mientras moldea la madera del mueble que fabrica.
Le gusta la política y, de hecho, se ha lanzado al concejo municipal con la mala suerte de no alcanzar el umbral requerido. Siempre ha estado en orillas opuestas a mi inclinación o simpatía política, pero eso no quita el que sea mi amigo. Cuando tengo tiempo voy y le visito, su taller queda al fondo de la casa, en un pequeño cobertizo que hizo para tal menester, la puerta de la calle permanece cerrada y como no tiene timbre, el visitante debe llamarlo a gritos por la ventana, además de lanzar guijarros sobre su techo de zinc para que el estrépito le anuncie de la visita.
Cuando me tiene trabajo pendiente, lo visito de seguido para que no me aplace y no se entretenga realizando encargos nuevos, los vecinos de él, me ven llegar y me saludan con familiaridad y, en mamadera de gallo, me preguntan que cuántos meses me faltan para que Gustavito me entregue el trabajo, yo les respondo con gracejo y les sigo la corriente diciéndoles que no es culpa del él sino del coronavirus, y, en verdad, últimamente se ha demorado con mi trabajo, pero lo entiendo y acepto sus excusas, me explica que con la pandemia los encargos se han disminuido y, por ello, tiene que alternar entre mi encargo y las marañas pequeñas que de vez en cuando le llegan al taller, con eso, me dice, emparapeto la alimentación de los pelaos.
Le ha dado largas a mi trabajo y siempre tiene la excusa perfecta para calmar mis reclamos, ayer que estuve en su taller y le pedí que me mostrara el avance de mi encargo, me sacó las patas y cajones, y cubierta de lo que será mi nuevo escritorio, un regalo que me hizo una familia de maestros que me aprecia y que yo aprecio altamente. Miré los maderos sin pulir que me mostraba y le dije que estaba bastante atrasado y que no me saliera con el cuento de la pandemia. Le pregunté en tono de reproche que ¿en qué ocupaba su tiempo? Ya que no le rendía el trabajo. Sonrió ampliamente y me dijo, «lo que pasa es que mi trabajo es difícil, muy diferente al tuyo, yo tengo que pensar, medir, dar forma, pulir, unir, clavar, lijar, pintar, etc».
Y soltando una sonora carcajada retrucó «¿Te das cuenta? En cambio, el tuyo es facilito. ¿Dime qué haces tú? Con paciencia le expliqué, me levanto temprano, arreglo el desorden que han provocado mis dos perros y la gata, si no ha llovido riego las matas del jardín, me baño, me cambio, entro a mi estudio, tú sabes que soy educador, la mayor parte del tiempo leo libros, tomo notas, después preparo las clases, para enviarlas a mis estudiantes por Internet. Por las tardes, saco tiempo para escribir, de acuerdo al humor que esté, escojo entre un cuento, un poema, o un texto para el periódico. Cuando baja el sol, salgo caminar acompañado de mis dos perros, por la noche miro un poco de televisión y sigo leyendo o escribiendo.
Me escuchaba con una sonrisa socarrona, preparando la respuesta. Cuando terminé, soltó una carcajada estruendosa, burlándose de lo que yo llamaba trabajo. Me dijo «Nojoda, ése es tu trabajo, vea usted, eso es facilito, leer, tomar nota ¿y mira tú’ escribir un cuento o una poesía, eso no más es sentarse a escribir y ya, eso no es trabajo, trabajo el mío, mira cómo estoy sudado, en cambio tú sentado, arrellenado en un sillón con un computador o un libro por delante, chévere, sin sudar, sin callos en las manos, sin pensar cómo le das forma a la madera y lo mejor, sin darte un puto machucón en el dedo y mentar más madre que rabito de lagartija.
Desde ayer me resuenan en los oídos las palabras de Gustavito y ya no sé que pensar, si de verdad lo mío es un trabajo o una bacaneria donde entretengo mi tiempo mientras me llega la pensión. Dejaré de quejarme tanto del trabajo que me tocó en suerte y que con gusto escogí desde joven y le pediré a Gustavito que termine pronto mi escritorio.
Diógenes Armando Pino Ávila
@Tagoto
Sobre el autor

Diógenes Armando Pino Ávila
Caletreando
Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).
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