Opinión
Aparicio y Porroco
El señor Aparicio llegó a Tamalameque atraído por las oportunidades que daba el pueblo siendo un Puerto importante sobre el Río Grande de la Magdalena; primero vino su cuñado el doctor Fernández Pájaro, él llegó después con su esposa la niña Amalia hermana del médico. Llegaron y se integraron a la élite local, conformada por ganaderos y comerciantes. El doctor Fernández Pájaro prosperó económicamente e hizo construir la segunda casa de material con dos pisos en la localidad, la que está ubicada en la calle del Comercio, en donde, como todas las casas de los ricos locales, tenía escrito en letra de concreto en el frontispicio alto de la segunda planta su nombre y apellido.
Aparicio vivió arrendado en la esquina llamada del Movimiento, donde, tras el mostrador, atendía su venta de granos al por menor con una gran clientela de todos los barrios del pueblo. Aparicio venía de Barranquilla y sostenía con mucho orgullo ser del barrio abajo, era el barranquillero clásico de esa época, mamador de gallo, charlatán y bailador; usaba siempre camisas manga largas y como era delgado y de pequeña estatura, las mangas de las camisas siempre le quedaban largas, por lo tanto, a la altura del antebrazo las sostenía utilizando unas liguillas de caucho. En casa de Aparicio, conocimos el primer televisor, el otro lo había en la casa de Juan Manuel Muñoz. La niña Amalia abría la puerta de la sala de su casa y permitía que los niños se sentaran en el piso ordenadamente para que pudieran ver la programación, Los Monkees y Perdidos en el espacio y ya algo más tarde, de siete de la noche a 9, los adolescentes se agolpaban para ver el programa musical El Club del Clan.
Porroco, así le decían a este otro personaje (palabra grave que por terminar en vocal no se le marca tilde), en nuestro lenguaje coloquial significa de corta estatura y grueso, así era Porroco; venía esporádicamente al pueblo, siempre en épocas de festividades, arrastrado por la barahúnda de aventureros, vendedores de ropa barata, toreros de corraleja, jugadores de pimientica, ruleteros, vendedores de chuzo, de raspaos, de dulces de algodón, ponchos y sombreros y demás individuo que andan de pueblo en pueblo rebuscándose en las fiestas patronales.
A Porroco lo conocí primero con un juego llamado Macondo (palabra que escuché de niño, antes, mucho antes que Gabo la utilizara para llamar a ese pueblo mágico donde situó a los Buendías y que la academia y críticos de literatura le atribuyen como origen una finca bananera en Aracataca con este nombre). El juego constaba en una especie de batea de madera en cuyo fondo plano había pequeñas depresiones u hondonadas donde estaba escrito en pintura negra unos números y en borde de la rueda de madera había cuatro conductos con un orificio inclinado, por donde se dejaba caer con impulso un balín de acero, que gira por el plan de la especie de batea, hasta quedar metido dentro de una depresión marcada por un número, los demás apostadores hacían lo mismo y ganaba el apostador cuyo balín reposara en el número mayor, mientras que Porroco cobraba una garita por cada juego.
Luego, vino con una ruleta grande, en esa fiesta del Cristo perdió el capital con que administraba la ruleta. Aparicio vio la oportunidad de negocio y le propuso asociarse siendo Porroco el socio industrial por ser el dueño de la ruleta y él sería el socio capitalista poniendo el capital para esta empresa. Les fue muy bien al repartir las ganancias. Pasadas las fiestas, Aparicio le propuso a Porroco que se quedara, ya que en Tamalamameqe había apostadores de sobra para mantener el plante sacando la ruleta los fines de semana. Porroco se quedó hasta diciembre y en la fiesta de Concepción se fueron con su ruleta al corregimiento de Antequera, el negocio iba mal, no había apostadores. Aparicio le dijo que lo esperara que él iba a almorzar a Tamalameque y regresaba. Cuando volvió Aparicio encontró que Porroco había desarmado la ruleta y enrollado el hule donde estaban dibujados los números donde los apostadores ponían sus apuestas. «¿Qué pasó, Porroco?» —dijo Aparicio—. Porroco, con gesto compungido, dijo, «Llegó un negro alto, vestido de blanco y apostó pleno al 14 con 5 billetes y la bendita plumilla de la ruleta atina a caer ahí, le pagué con lo que teníamos de capital y le quedé debiendo». Aparicio no dijo nada pero en su pecho sintió la punzada de la duda, de todas maneras sacó de su bolsillo un fajo de billetes y dijo «aquí está el resto del capital, la reserva de la sociedad». Porroco armó de nuevo la ruleta mientras Aparicio desenrollaba el hule con los números. Entonces, Aparicio le dijo: «Toma estos 50 y vete almorzar mientras yo atiendo a los apostadores». Aún se fue Porroco, Aparicio desarmó la ruleta y enrollo el hule y escondió el dinero. Regresó Porroco y preguntó «Ajá, Aparicio, ¿qué pasó?», a lo que Aparicio simulando tristeza dijo: «Regresó el negro vestido de blanco y casó en pleno el doble en el 14 y la bendita plumilla atinó a caer ahí en el 14».
Se miraron ambos con desconfianza, pero no se atrevieron a decir nada sobre el particular. Aparicio le dijo «coge la ruleta y yo la mesa y vámonos para Tamalameque». Regresaron en silencio caminando los seis kilómetros de distancia cargando sus aparejos sin mencionar para nada la desconfianza. Ambos conservaron su dinero.
Diógenes Armando Pino Ávila
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Sobre el autor
Diógenes Armando Pino Ávila
Caletreando
Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).
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