Opinión
La ciudad de los perros

Mi escrito no tiene nada que ver con la obra de Vargas Llosa, La ciudad y Los Perros. Mi titular es un poco diferente, y su contenido difiere totalmente.
Viví en Bogotá casi una decena de años, realizando mis últimos estudios de bachillerato, un pre-universitario y cinco años de derecho en la Universidad Autónoma de Colombia. En 1977, regresé a mi tierra natal, me dediqué a la agricultura y a la ganadería olvidándome de lo que había estudiado y que nunca ejercí, esporádicamente volví a Bogotá, una vez cuando fui a recoger el cuerpo de mi hermano Jesualdo asesinado por las FARC en Florencia, Caquetá. Después, volví a despedir a mi hija que viajaba por un tiempo considerable a la ciudad de Washington. Fueron viajes cortos, de modo que no pude apreciar la ciudad.
Ahora, por la pandemia que estamos padeciendo, la familia, por iniciativa de mi hija, resolvimos pasar la noche buena y recibir el año nuevo juntos en Bogotá, lugar donde viven dos de ms hijos.
Claro, esta vez sí vine dispuesto a gozarme a los rolos y a su ciudad. Todo lo observo y me hago mis comentarios internos, para después escribirlos y así mis lectores también puedan disfrutarlo.
La Bogotá de ahora, no es la que abandoné en 1977. Ahora es más organizada, con nuevas construcciones en las que priman los grandes edificios que agrupan numerosos apartamentos.
Las mujeres, es lo primero que llama mi atención cuando visito un lugar, aquí las hay de diferentes matices, pero resaltan las rubias de ojos azules y de cabelleras lisas, de rostros parecidos a la virgen del Carmen, lástima que son de cuerpos extraños y de patas secas semejantes a ranas plataneras. En mi interior, empecé a hacer trasplantes para conseguir la mujer perfecta, a las rolas de cuerpos de bollos mal envueltos, les pondría el cuerpo de las morochas costeñas y a las costeñas cara e bagre les pondría el rostro de las rolas.
Pero hubo algo que me llamó profundamente la atención: observé una cantidad de perros por todas partes, no son perros callejeros y chandosos, son perros consentidos y pechichones, tratados como niños mimados. En el edificio donde vive mi hija en el barrio Pasadena, hay 36 apartamentos y pude contar “mal contados”, con la información que me facilitó el portero, 40 perros de todas las razas y todos los colores.
Salí a caminar en la mañana y en todos los parques paseaban perros por todas partes. Después de caminar un rato, me senté en una banca de concreto en el centro de una zona verde, y a mis espaldas escuché bien claro la voz de una mujer joven que dijo: “Mira, papi, la niña se hizo popis”, miré y pude observar a la mujer, corría tras una perra, con papel higiénico en una mano y en la otra una bolsa. Antes se había colocado unos guantes desechables, alcanzó la perra, le limpió el culo, mientras le hablaba, “ven, mi bebita, deja que mami te limpie la colita”.
Le conté a mi hija lo que había visto y ella muerta de risa me dijo: “Ahuuu, papi, no has visto nada, esos perros tienen EPS, Spa, Escuelas, Guarderías y cementerios, también los recoge una buseta cuando van para algún sitio de estos, incluso a algunos le hacen sus fiestecitas, donde van sus mejores amigos”.
Bueno, mi meta es quedarme un mes en Bogotá, después les sigo contando todo lo que vea…
Arnoldo Mestre Arzuaga
Sobre el autor

Arnoldo Mestre Arzuaga
La narrativa de Nondo
Arnoldo Mestre Arzuaga (Valledupar) es un abogado apasionado por la agricultura y la ganadería, pero también y sobre todo, un contador de historias que reflejan las costumbres, las tradiciones y los sucesos que muchos han olvidado y que otros ni siquiera conocieron. Ha publicado varias obras entre las que destacamos “Cuentos y Leyendas de mi valle”, “El hombre de las cachacas”, “El sastre innovador” y “Gracias a Cupertino”.
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