Opinión
Adiós y gracias: un pequeño homenaje al 10
El fútbol, desde siempre, me ha generado felicidad. También el fútbol, por lo tanto, me ha roto el corazón. Recuerdo la tristeza y el llanto del adolescente que fui el día que echaron del campeonato mundial 1994, en Estados Unidos, a mi ídolo futbolístico: Diego Armando Maradona. Él, sin duda, ha sido el que más felicidad me ha regalado con su manera de jugar. Aunque muy pequeño, en 1985, a mis siete años y en compañía de mi papá y mi hermano, tuve la suerte de verlo jugar en vivo. Y de ¡verlo a menos de un metro! En el hotel El Prado, donde se hospedaba la selección de Argentina en Barranquilla. Ahí estaba, a mí lado: vestido con sudadera y tenis Puma, tranquilo, pequeño, callado, casi ido. Yo solo lo miré... Duró poco: los periodistas rompieron rápidamente el encanto. No fue un gran partido aquel con el Atlético Junior, pero estar ahí ya era una emoción.
Luego, mientras crecía, lo vi por televisión en tres de los cuatro mundiales que jugó (México 86, Italia 90 y USA 94. El del 82, en España, no lo recuerdo claramente). También por televisión lo vi jugar, en el Napoli, de Italia, en esas mañanas de domingo en las que mi papá me llevaba a una casa amiga donde llegaba, a medias, la señal de un canal venezolano –¡qué mundo precario aquel! Por lo menos en el que yo vivía, cosa que tiñe el recuerdo de cierto romanticismo– que transmitía esos partidos. Esa, la del Napoli, a mi gusto, fue su mejor época futbolística. Lo he visto, además, una millonésima de veces en todos los vídeos que han estado a mi alcance: por fortuna, me sigue dando satisfacción a pesar de su retiro (y ahora de su partida).
¿Habrá una razón distinta para que un desconocido, un completo extraño si se mira bien, se convierta en alguien querido por el gesto simple de repartir felicidad con un juego? Creo que no. Algo de absurdo (por eso tiene cabida, sobre todo, en la adolescencia, donde lo absurdo todavía cabe más holgado) contiene este asunto de erigir ídolos como algo preciado y propio, pues ello implica una admiración y hasta un cariño desmedidos que, en muchas ocasiones, ni siquiera sentimos por un familiar o por alguien de nuestro entorno. Es absurdo, sí, pero muy real.
La explicación para mí es bastante sencilla: un desconocido puede darnos mediante su oficio, o arte, o trabajo, o sea lo que sea que haga y nosotros disfrutemos, lo que la mayoría de nuestros conocidos no hacen ni harán en toda una vida. Para mí, los músicos, actores y deportistas son los campeones que llevan la bandera de esta premisa.
El mismo Maradona, ídolo de millones de humanos, polémico y controversial fuera de las canchas, conocedor de primera mano del subsuelo más profundo en los excesos de la autodestrucción, también tuvo a quien admirar, a quien agradecer por hacer menos miserable su vida.
En el año 2005, en el rol de presentador, recibió en su programa, La Noche del Diez, a Roberto Gómez Bolaños, Chespirito.
–Usted es mi ídolo, maestro –le dijo en tono sincero y conmovedor–. En momentos donde tenía la persiana abajo lo veía a usted y se me alegraba la vida.
Adiós, Diego, gracias por alegrarme la mía.
(Por si acaso: no voy a explicar porqué, siendo yo colombiano, mi ídolo es Maradona, un argentino, y no El Pibe, o Asprilla, o Falcao, por ejemplo. O bueno, digamos algo al respecto: porque me da la gana).
Giancarlo Calderón Morón
Sobre el autor
Giancarlo Calderón Morón
Perro en misa
Comunicador Social de la Pontificia Universidad Javeriana, de Bogotá (2003). Ha sido colaborador en temas relacionados con cultura y entretenimiento: pintura, música, cine y televisión, entre otros, del periódico El Espectador (2012-2021). Director de trabajos audiovisuales de corte institucional (Convenio Secretaría de Salud de Bogotá - Fondo de Población de las Naciones Unidas -UNFPA- 2007-2011). Guionista y director de la serie documental “II Laboratorio de Paz” (Acción Social - Unión Europea 2008). Realizador y asistente de dirección del programa del Ministerio de Cultura “La Cultura Viva” (Virtual T.V. - Señal Colombia 2005-2006).
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