Opinión
Editorial: ¿Se merece Europa el premio nobel de la paz?
El pasado viernes 12 de octubre, el comité noruego organizador del premio nobel concedía a Europa un premio por su activa participación en la construcción de la Paz internacional durante los 55 años que resumen su existencia.
La entrega del premio fue acompañada de un discurso elogiador enfocado en sus logros y una dinámica pacifista nacida después del horror sufrido durante dos guerras mundiales y las inestabilidades consecuentes.
El premio también se dirigía a los actuales dirigentes europeos para recordarles el esfuerzo perseguido durante tantos años por sus antecesores con el fin de que todo no cayera súbitamente en el olvido ante las dificultades y rivalidades causadas por la crisis económica que atraviesa la Unión.
Desde que Grecia y otras economías mediterráneas como Portugal o España se enfrentan a serios problemas de deuda, las tensiones se han agravado en el espacio europeo, hablando incluso de dominación de países como Alemania sobre otros más débiles, o de especulación de entidades que afectan seriamente el bienestar de los ciudadanos.
El premio ha suscitado reacciones virulentas en las que se discuten su finalidad. Algunas de ellas recuerdan inevitablemente las que pudimos observar después de la entrega del Premio de paz en 2009 al actual presidente de Estados Unidos, Barack Obama, quien, sin haber emprendido claramente un camino hacia la paz, veía cómo el jurado noruego deseaba impulsarlo en esa dirección.
Estas decisiones preventivas y simbólicas han vuelto a concretarse este año. En realidad, el premio otorgado a Europa tiene más que ver con el futuro que con el pasado, y con el deseo de ver madurar un proyecto que en sus más de 50 años ha producido frutos notables.
Es cierto que Europa ha sido un actor de la paz en las últimas décadas. No solamente por las intervenciones en zonas como los Balcanes (Europa del este) o su “política blanda” que prioriza las sanciones económicas antes del uso de la fuerza, sino porque también es el territorio que más ayuda ofrece a países del tercer mundo y que más invierte en políticas educativas y de acompañamiento.
Pero el corazón de la polémica no tiene tanto que ver con el papel europeo sino más bien con el fin del premio Nobel de la Paz. Hasta la época de Barack Obama, el certamen había servido para enaltecer el sacrificio y la labor de seres totalmente entregados a la Paz. Sin embargo, los últimos criterios lo convierten en un instrumento para emitir mensajes políticos a actores que no necesariamente se encuentran implicados en un claro proyecto de paz.
Una de las declaraciones emitidas por personalidades como Lech Waleza (premio Nobel de la Paz en 1983) critican el hecho que se otorgue un premio a una institución política o una burocracia, que por definición responde a diferentes intereses (y muchas veces ocultos).
Con esto entendemos que no se debería poner al mismo nivel activistas como Rigoberta Menchu, Martin Luther King o Nelson Mandela –quienes han trabajado sin remuneración y de manera sincera por la Paz- con entidades como la Unión Europea o políticos como Barack Obama quienes son los representantes de una administración estatal y de intereses corporativos.
Europa representa, sin lugar a dudas, un espacio en el que ha prevalecido la tolerancia y la armonía en las últimas 5 décadas pero, antes de centrarnos en los espejismos que a veces se quedan en la nada, quizás deberíamos preguntarnos: ¿quiénes son las personalidades que lo han hecho posible? Y de forma global, ¿acaso no se está trabajando en pro de la Paz en otras regiones del mundo?
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