Opinión

Difunto enamorado (II parte)

Baldot

06/04/2021 - 06:40

 

Difunto enamorado (II parte)
Obra del artista Baldot

 

Cuando el día aclaró, y después de que el gallo cantara, Maye se despertó para preparar el saíno que Chan había traído, dejando a su marido acurrucado en la cama con un resfriado leve que iba en aumento. Maye fue a llevarle algo para que comiera, pero Chan estaba sin apetito. ”Estás muy mal, Chan, trata de levantarte”.  “No puedo, mujer, estoy como si un caballo me hubiese revolcado. Tal vez muera”. Maye le contestó: “¡Calla esa boca que las palabras las escucha el diablo!”. “Mujer, llama al cura y dile que quiero que venga para comulgarme y que nos case que no quiero irme sin casarme. Maye, ve, no vaya a ser que cuando tú regreses de la iglesia me haya muerto...”. Maye le contestó: ”Ajá, Chan, deja de asustarme que yo todavía no pienso quedarme solita, después quién me consolará todas las noches, quién como tú que has estado conmigo todo este tiempo; tómate este caldo que hice con un grosor de carne del saino que mataste, hice de los testículos un caldo pa´ que  te pares de esa cama”.  Chan añadió: “no te quería decir nada anoche para no preocuparte pero escuché el sonido del cuerno dos veces, sonó yo lo escuché primero y mi hermano después, eso es de mal presagio, no me siento bien, ve, corre, llama el cura, dile que soy yo, que le daré algo de la carne para que comparta con los fieles, que venga a casarnos”.

Aquella mujer se fue corriendo, tan preocupada que no se arregló. Salió despeinada y sin colorete rojo que usaba al salir, nada de eso se untó con tal de llegar a la iglesia que estaba como a un kilómetro de la casa de Chan, pero en el camino se detuvo y se puso a pensar que si tal vez el cura venía a la casa Chan se moría de verdad. “Si nos casamos, él se muere, le diré que fui hasta la iglesia y que el cura viajó y regresa la otra semana, tal vez espere a morirse la otra semana y se le pase la idea”.

Se desvió a saludar a su papá que vivía al otro extremo del pueblo, le contó la historia y la maluquera de Chan a su padre, un hombre ciego que vivía solo en una pequeña casa que tenía una cocina, un aposento y una habitación, las puertas de entrada en medio de la sala con salida a la calle. Tenía una habitación con una cama enorme y unos toldillos que usaba en vida la madre de Maye, quien falleció unos años atrás y que no se la llevaba bien con su yerno Sebastián. Así le decía a Chan el padre de Maye. El señor Marco dormía en una hamaca que atravesaba toda la sala, tenía un piso de adobe acuñado con un pisón de madera de Guayacán que su sobrina regaba con agua todos los días pa' calmar la polvoreada y que refrescara la tarde porque el sol entraba por aquella puerta cada día. Maye, a penas llegó a visitar a su papá, lo primero que hizo fue tomar el jarrón que colgaba de la pared y servirse agua fresca. Estaba desesperada por pensar en cómo decirle a Chan que el cura había viajado pal valle muy temprano aquel domingo de ramos...

“¿Maye, eres tú?”, le preguntó el padre al sentir los pasos de su hija. “Sí, papá entré para ver si lo notarías, pero veo que tú ceguera te ha dado un oído especial”. Respondió el padre: “Maye, te siento preocupada cuando hablas, ¿qué está pasando? ¿Te has peleado nuevamente con Chan? ¿Qué te ha hecho ese hijo de puta que tu madre nunca vio como tu esposo? Le contestó Maye: “no, viejo, tú sabes que Chan me adora y que sólo eran vainas de mi mamá, tú sabes muy bien cómo es él porque lo conoces mejor que yo”. Le contestó el padre: “¿quién conoce a tu marido? Nadie. Ése te ha hecho cosas y tú lo sabes, deja de defenderlo”. “Papá, Chan, desde anoche, está mal y hoy amaneció con resfríados en su cuerpo, y me pidió que fuera a dónde el señor cura, a que le dieron los últimos óleos que se está muriendo y quiere por fin casarse conmigo antes de morirse, por eso estoy aquí para que ayudes”. Respondió el padre: “¿Que se va a morir ese desgraciado?”.

“Primero me muero yo –añadió el padre–. Escuché temprano que anoche llegó él y su hermano de cacería y que mataron unos sainos que ni el mulo de Manuel podía con la carne, no lo entiendo”. La hija respondió: “Sí, viejo, él insistió que tenía que cazar algo para que comieran en su velorio”. El padre le dijo: “Bueno, yo lo único que te puedo ayudar es a enterrarlo, entra al cuarto sabes que en el techo está mi cajón, como no lo quiero usar creo que es la misma talla de Chan, pues llévaselo y dile que yo le regalo mi cajón si de verdad se está muriendo y te juro que cuando lo vea se sentirá bien, ya llamaré a alguien pa´ que se lo lleves y sigue hablando con él a solas. Contestó Maye: “No, padre, no puedo hacerle eso a mi marido, no te preocupes, no me llevaré nada, sólo vine a visitarte, le diré a Chan que el cura viajó”.

Aquella mañana la gente del pueblo se preparaba para la Santa misa de miércoles de cenizas, Maye no sabía cómo decirle a Chan que el Padre había viajado y que no podía ir a que los casara, sino que tenía que esperar unos días y que, por lo tanto, su muerte tenía también que esperar para que el padre lo visitara. Antes de marcharse de la casa de su padre, se hizo una cruz en su frente con un poco de cenizas que había en el fogón para que Chan supiera que venía de la misa de cenizas. Al llegar a su casa, encontró moribundo a Chan. Lo había dejado con su gato y los pollos que entraban hasta el aposento a salpicar mierda por todos lados. Cuando se dirigió a la habitación, lo encontró arropado temblando de frío, ella le había dejado una jarra de peltre escarchada en la parte de abajo que mantenía el agua fresca. En la cabecera de la cama, un balde yacía por la mitad de tanto meada, salivones y catarros. Aquel moribundo escupía cada ratico, y al verla le dijo: “¿Maye, vino el cura contigo? Ya tengo listo el traje de matrimonio, el mismo que usó mi padre, le espanté el polvo para que quedara como nuevo”. El vestido negro de una tela sedosa fue comprado mucho tiempo antes, cuando unos gitanos comerciantes llegaron al pueblo a vender sus ropas y cachivaches y su padre se hizo con él para casarse con la madre de Chan.

Maye le contestó: “¿Para eso sí no te estás muriendo? El padre hizo la misa y se tuvo que ausentar de urgencia. Se fue para el Valle”, Y añadió enseguida: “¡Que no te vayas a morir todavía, que lo esperes! Que esa muerte espere hasta la otra semana...”. Chan se quedó mirándola cómo si le creyera que de verdad se moriría, no dijo una sola palabra, el resto del día.

Maye seguía con sus oficios, los vecinos hablaban de la promesa de la noche anterior, del repentino regreso de Chan, porque nunca lo habían visto enfermo, acostumbraban a verlo todos los fines de semana tomarse unos cuantos tragos de lo que hubiera en el momento, en especial el chirinchi, que venía de un pueblo llamado Atánquez, disque lo hacían unos indígenas de esa región. Por la tarde, ya casi de noche, llegó su hermano Manuel y lo encontró en la cama igual como había amanecido. El compadre se quitó el sombrero antes de llegar a su aposento y le dijo: “Como que la cosa es en serio, compadre. ¿Usted todavía está mal?”. Chan le respondió: Sí, mi hermano, siento que el alma se despide de mi cuerpo y yo tengo hasta el lunes que viene pa que me case el cura con Maye y me santigüe también porque si me voy, no entraré donde San Pedro con pecado y debo dejarlos aquí tirados; compadre, mandé a Maye hoy a la iglesia para que el cura viniera y se llevara parte del ñeque pa que algo le dé a los que piden y no pudo venir porque esta mañana, apenas dio la misa, el hijo de puta se fue”. De repente, Chan empezó a toser y a quejarse por la fiebre que no se le bajaba ni con las tomas ni con las pastillas de mejoral. El hermano le respondió: “manito, ¿es que te piensas morí? no señor vámonos ya, ensillemos los caballos y nos vamos juntos con el cura que creo que lo acabo de ver en la iglesia y me dijo que en pocos minutos se iba pa el Valle”.

Chan se sorprendió y le dijo a su hermano que Maye le había dicho que ya se había marchado pa´ el Valle. Éste le respondió: “qué carajo, compadre, yo a usted me lo llevo colgado en el caballo, pero usted amanece en el Valle pa´ que lo vea el Doctor Espejo, que de casualidad mañana está curando en el Valle”. Manuel empezó a llamar a Maye a todo pulmón: “¡Maye! ¡Maye! ¿Dónde estás? Mujer, tú no ves que el compadre se está muriendo aquí acostado y no dices nada…”. Ella le respondió: “Yo no le creía, sólo pensé que era un resfriado”. Le contestó Manuel: “Vamos ya pal Valle, ya están listas las bestias, a él lo llevamos atravesao, pero de que se cura se cura”.

Se alistaron y partieron rumbo al Valle no sin antes dejar atrancada la puerta de la casa con un pedazo de madera y la carne del ñeque salada abierta y colgada en la sala, en unos alambres de pua. Despedía un olor a carne ahumada, chamuscada y después salada.  

Maye se colocó una gran pañoleta para envolverse el cabello y metieron a Chan dentro de una hamaca, colgado sobre dos palos. Aseguraron la hamaca que colgaba de cada sillón de la mula y el caballo.

Chan en el medio, y a paso de burro, se fueron pa el Valle. Nunca alcanzaron al cura como le prometió Juan a Chan, descansaban por el camino, Chan no decía ni una palabra, miraba a Maye y en sus ojos se le notaba que le decía que porqué le había mentido por lo del cura. Ella no sospechaba que Manuel le había contado a Chan su marido, que el cura iba delante de ellos rumbo al Valle, aquellos caminos estaban destapados, apenas venía el asfalto por Aguas Blancas, que era la carretera que se construía hasta la Guajira. Encendieron sus focos de cuatro pilas por si se tropezaban con un animal, en especial el tigre que, para ese entonces, deambulaba por toda esta región. Llegaron como a las 3 de la mañana al hospital, cansados, estropeados, los caballos muertos de sed, y empapados de sudor. Maye no podía ni moverse de los calambres, al llegar expresaría: “Ay, Chan, puede ser que te recuperes porque este viaje me dejó como cuando nos fuimos volados de la casa y tú no comías por estar arriba de mí, ni los pajaritos de aquel lugar nos espantaban... ¡Así que mejórate mijo!”.

Él seguía sin decirle ni una palabra, determinado a callar para siempre, de inmediato lo pasaron para urgencia y horas más tarde salió un médico hablar con ellos y le dijo que Chan se estaba muriendo. Maye desconsolada pidió que la llevaran junto a su marido, ella, llorando desconsolada, le decía que la perdonara que ella no había ido a traer al cura para que él lo esperara hasta el lunes, que la perdonara, que lo amaba, que iba a buscar al cura en la diócesis para que más tarde, apenas abrieran, el cura se tomara un tinto, que lo hacía venir, que no se fuera, que no nos dejaras sola. Ella lloraba a gritos: “Chan, ¡no me dejes! Háblame, mi amor. Te quiero despierto. No me dejes, mi corazón”, y Chan murió apretado entre su pecho porque ella se había sentado en la cama y había recostado su cuerpo. Entre su pecho murió sin decirle una palabra...

Sus ojos quedaron abiertos como si mirara su propia muerte, su boca antes de morir le salió un quejido como un lamento que se escucharía en aquel pasillo de ese hospital, su hermano de inmediato supo que Chan estaba muerto, pa´ cuando entrara a la habitación lo encontró en los pechos de Maye que gritaba y lloraba sin contemplación, sacándole lagrimas a todo aquel que se encontraba en aquella sala de espera.

Después de que los médicos confirmaran su muerte y lo prepararan, se lo entregaron pasado del medio día y emprendieron camino de regreso de la misma manera que llegaron. Sólo que esta vez el pobre Chan regresaba sin vida, envuelto en unas sábanas blancas, aquellas guardadas en un baúl, despidiendo un olor a neftalina que habían echado en el baúl desde hace tiempo para ahuyentar las cucarachas; el pueblo estaba de Semana Santa y ya sabía de su muerte porque las noticias malas son las que llegan más rápido a un pueblo.

Manuel, el hermano, había mandado un telegrama que había recibido el señor Martínez, el telégrafo del pueblo. La Maye le había dicho a su cuñado que su padre le prestaría el ataúd que él tenía colgado, amarrado en la baranda del techo. Envolvieron a Chan sobre unas mantas, aquél envoltorio parecía como las momias o los entierros palestinos, de nuevo atravesaron en las bestias el cuerpo que colgaba amarrado de dos varas. Maye en el caballo de Chan y su cuñado en su mulo rojizo; el cansancio se había ido con la muerte de su esposo, apenas cabía en su cuerpo el dolor de aquella pérdida, a paso de caballo y mula llegaron al pueblo, ya los demás familiares los esperarían con ollas llenas de café caliente y agua de toronjil y llantos por todas partes.

Al entrar al pueblo los hermanos del nazareno sonaban el cuerno, el mismo sonido que había escuchado aquella noche. A Chan lo recibieron como a nadie, fue muy suertudo de su parte por morirse en semana santa cuando hasta el alcalde se encontraba ahí junto con centenares de visitantes. Aquella entrada fue única, el padre de Maye ya tenía el ataúd en la mesa y lo había mandado en un burro a casa de Maye para que, cuando llegara Chan a su casa, solo le cambiaran las sábanas, porque venían empapadas de sangre, de agua que salía ensangrentada hasta por sus oídos y su boca que aún estaba abierta y sus grandes ojos miel como si mirara todavía su propio funeral. Hubo que amarrarlo con una cinta la cabeza para sostenerle las mandíbulas y así cerrarle la boca que aún se le sentía los quejidos. Tal vez porque los gases de los muertos quedan en su cuerpo como símbolos del soplo de vida que sale por todas partes del cuerpo.

Maye, por momentos, se desmayaba de tanto abrazo que le daba aquella multitud que se quedaba en su casa. Se confundía el olor del muerto con las carnes del saíno que colgaba de los alambres y que los visitantes tenían que esquivar. Había alguien que gritaba: ¡comamos de la carne salada para aplacar los olores del muerto! y Maye desconsolada daba la orden de que se asara y comieran porque así lo había predicho antes de su muerte el pobre Chan. En el velorio todas las mujeres del barrio colaboraban con el llanto, se desmayaban por turno y el alcohol con algodón untado en sus narices las revivía, luego seguían con sus gritos y llanto nombrando al difunto y exaltando todos los favores que hizo en vida. En aquel pueblo, si Chan cazaba un buen animal lo repartían a sus vecinos y cualquiera que compraba se lo tomaba con aquellos amigos del pueblo. En ese velorio aullaban de dolor hasta los perros, los dos morrocones que estaban escondidos, que eran de Chan y que nunca se los comió así fuese que no tuviera nada que comer, salieron en medio de la sala y Maye al verlos expresaba mirando pa el ataúd: ¡Chan, Chan, ahí están tus morrocones, vinieron a verte! ¡Ay, mi viejo lindo, ¿por qué me dejaste sola?”.

La noche empezó a decantarse, los invitados a marcharse para descansar porque en la madrugada se celebraba la procesión. Sólo quedaron el muerto y los morrocones debajo del cajón, de repente todos dormían en sus villas afuera, algunos hacían sus turnos pa' que el muerto no estuviera solo, Maye se recostaría un buen rato, quedó tan profunda que la tuvieron que despertar pa' que se cambiara pal entierro. Ella sabía que los muertos famosos en el pueblo ya no son del dueño sino del pueblo, y expresó: “me voy a casar con Chan, esa fue su última voluntad”. Todos los que estaban en ese momento pensaron que se volvió loca, casarse con un muerto , ella se cambió y dijo antes de enterrarlo: “me caso con Chan, ya mismo hablaré con el cura”. Se fue hasta la iglesia que esperaba, de todas maneras para la misa antes de llevarlo al cementerio, hablando con el cura le contó la que Chan en vida le había pedido ese último favor, también le dijo la mentira que le había dicho, que el cura se había marchado en la mañana. Bueno, el cura le dijo, que eso era imposible de casarla con un muerto, pero ella insistió: “Entonces, padre, a mi marido, si no nos casa, no lo entierro”. El cura le prometió hacerle una bendición de pareja y casarlo de todas maneras. El pueblo estaba alarmado de tan absurda locura.

Maye se puso un vestido negro elegante que tenía guardado y un velo. A Chan lo vistieron con su traje que tenía encima de la silla del cuarto y que el mismo había desempolvado unos días antes de su muerte, para casarse con su Maye antes de llevárselo al cementerio del pueblo, que al igual que cuando lo trajeron las calles estaban llenas de turistas de todos los pueblos cercanos...

Continuará...

 

Baldot

Sobre el autor

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Baldot

Fintas literarias

Uvaldo Torres Rodríguez. “Baldot”. Artista que expresa su vida, su historia, sus sueños a través del lienzo, plasmando su raza, lo tribal, lo ancestral, y deformando la forma en la búsqueda de un nuevo concepto. Redacta su vida a través de la pintura, sus fintas literarias las escribe con guantes de boxeo. Con amor al arte y a la literatura desde niño.

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