Opinión

Viviendo en un mundo de muertos

Baldot

14/02/2022 - 04:55

 

Viviendo en un mundo de muertos
Obra del artista Uvaldo Torres (Baldot)

 

En mi última visita a Bucaramanga, ciudad de jardines y de parques, llegué donde mi amigo de infancia Jorge que, al verme con una de mis camisas floreadas llenas de colores, me dice “Hermano, quiero una de esas camisas para mí”. A este amigo de la infancia, no dude en decirle: “Claro, hermano, escoge la que más te guste”.

De inmediato me tuve que despojar de la camisa que tenía puesta porque esa era la que le había fascinado. Jorge se la puso de inmediato, y yo que llevaba un pantalón blanco, traía otro guardado en mi maleta. Lo saqué y le dije: “Bueno, compadre, colóquese también este pantalón y nos veremos cómo caribeños en estas tierras santandereanas. Seguro que levantaremos algo. Acompáñame a hacer una vuelta en Ruitoque, el barrio más pupi y cotizado de Bucaramanga”.

Enseguida añadí: “Llévame en tu carro al hotel Punta Diamante” y Jorge constestó: “Nojoda, compadre, te bajarás allá, esa vaina es de 10 estrellas”. Le expliqué: “No propiamente, compadre, es que quiero exponer mis pinturas en ese lugar. Me han dicho que es de multimillonarios, que viven allí alejados de los pobres come-mierda, como suelen expresarse. Allá viven la mayoría de los políticos ladrones y empresarios igual de ladrones que este país, con decirte que aquel empresario que murió –dueño de las compañías de gaseosas y cervezas de este país–, tenía una mansión allí con helipuerto y todo. Hasta el coronel que dio de baja a Pablo Escobar, vive en ese lugar disque preso en “casa por cárcel” después de haber sido un héroe nacional. Ahora, después de meterse a político, es un ladronzuelo más, pero su cárcel es la misma casa o el mismo sector, y vive él fanfarroneando en uno de sus carros lujoso descapotado por todo el sector opulento, lleno de casas lujosas y canchas de golf al estilo de Miami, mejor incluso que Miami, con lagos artificiales”.

Cuando veníamos en el carro hablando de ese sector, de repente llegamos a la portería. Sale una mujer vestida de uniforme de vigilante: “Buenos días, señores, ¿Adónde se dirigen?”. “Al hotel, linda”, mi amigo le respondió. “¿Los caballeros tienen alguna reserva?”, le pregunta la mujer que lleva un radio en la mano y cada instante se comunica con otras personas, tal vez con sus compañeros de trabajo. “No tenemos reserva”, le responde mi amigo. “Ah, caramba, entonces no podrán seguir, aquí se entra con reserva”. Me acerqué de inmediato a mi amigo: “Dile que soy el pintor “nouveau” de este país y que sólo quiero comer algo en el restaurante del hotel. Tal vez nos haga pasar”. La chica nos respondió: “Pidan la reserva desde aquí y de inmediato los hago pasar” y así fue, la pedimos, nos identificamos con nuestras cédulas y arrancamos rumbo a las montañas de nuestro destino.

En aquella carretera se veían bajar autos como el nuestro y algunos de alta gama, y Jorge suponía que los autos como el nuestro talvez eran los visitantes y trabajadores, y los de alta gama eran los propietarios de esas grandes mansiones que empezaban a deslumbrarnos en el camino. Alrededor todo era opulencia, casas loft y de arquitectura moderna. Esto era mejor que Miami, pero contenido dentro de una ciudad de Colombia, por todo el lugar a lo lejos se evidenciaba la punta de un edificio que le llaman Diamante. De inmediato, sospeché que sería el tal hotel de mi destino, al lado de un lago enorme y su punta apuntaba hacia el horizonte. Estacionamos el vehículo, nos dirigimos hacia la puerta principal. Mi objetivo era llegar a hablar con la gerente, y no comer en semejante restaurante.

Estaban dos autos estacionados en la entrada principal, de uno de ellos, uno de color rojo quemado de la marca Porsche, salió una voz de mujer que estaba en el volante: ¿Para dónde se dirigen este par de hombres hermosos? ¿Son de algún grupo musical?, seguía hablándonos con su carro en movimiento y yo de inmediato le respondí: “Gracias, bella dama, no se vaya sin antes conocernos”. Se detuvo por un instante y me presenté: “Soy el artista Baldot”. “Ah pero si son artistas”, respondió. “¿Y están bajados en el hotel?”. “No”, le respondí, “vine a hablar con una de las gerentes sobre una exposición de arte que me gustaría hacer aquí”. “Bueno, yo soy la dueña del hotel, viniste a hablar con una de mis hijas”. “¿Tú eres la dueña? –le respondí–. Entonces soy un afortunado al poder hablarte. A tu hija, porfa, dile que aquí está este pintor hermoso que quiere hablar con ella”.

De inmediato, aquella mujer marcó a su hija desde su móvil y le habló: “Aquí acabo de conocer al pintor Baldot, dice que ya has hablado con él antes y que vino para hablar de una exposición, ¿lo puedes atender un momento? Bueno, dice que es un hombre hermoso y sí que lo es, porque lleva puesta una camisa alegre colorida de esas caribeñas”. Le colgó y me dio su número, pero antes me advirtió que no tenía que ver con nada de lo del hotel, que si la llamaba fuese para otras cosas y se marchó dejándome una sonrisa de dentaduras falsas. Nos recibiría una linda mujer en la recepción que nos pediría nuevamente nuestra identificación, esperamos en unas lindas sillas navideñas de figuras de bolas de árboles navideños, el lobby estaba decorado con grandes pinturas y algunas esculturas de artistas conocidos. Recuerdo haber visto uno de los golfistas de Lombana, unos caballos en acrílicos de tamaño natural, una vista al lago de grandes paredes de cristales, un hotel que pasaba de 100 millones de dólares, esperamos y esperamos tal vez más de media hora hasta que, por fin, aquella hermosa recepcionista nos anunció: “qué pena, no los pueden atender, déjenme su número que yo les llamo”. Hasta este momento, han pasado varios días. Escribí está crónica y nunca me llamaron.

Después de bajar de aquella montaña donde edificaron sobre piedra los llamados hijos de Dios, esos que son amigos del cura y dicen creer en él porque van a las iglesias, dan dádivas a la iglesia para tapar sus faltas y el cura hijo que los exhorta para que sigan robándoles a los pobres. Le dije a mi amigo que fuéramos a un lugar llamado ‘Papi quiero piña’. En Barichara, contemplamos aquel pueblo turístico hecho en piedra, hermoso con fresco clima y bellos paisajes; pareciera el pueblo donde Cristo se crio y ayudó a construir, ya que él desde niño conoció y talló la piedra porque su padre, aquel hombre llamado José, no era carpintero sino cantero, picador de piedra y en realidad esos pueblos de esa historia fueron construidos de piedra. Bueno, al final, piedra o carpintero no importa eso sería irrelevante.

Pido una papa rellena de las que vi en una de las vitrinas llenas de fritos y empanadas santandereanas porque tengo hambre, no quise comer en el restaurante del gran hotel por no dejarle mi dinero a esos tiburones y, como yo puedo comer en cualquier parte porque pido comida es cuando tengo hambre, decidí entonces comer sentado una papa rellena de medio huevo, arroz y carne molida; típica papa rellena santandereana. De repente, pasan dos seres extraños; uno era un joven sano al lado de otro con cuerpo moribundo, sin manos, más parecido a un cadáver, un zombi, flaco, su carne casi pegada a los huesos, sus orejas reducidas como si se le estuvieran cayendo a pedazos. Se veía muy activo porque en un momento se puso a correr y yo creía que dejaría una de sus piernas atrás. Terminé de comerme lo que estaba devorando en mi boca y pedí una botella de agua para bajar aquella escena macabra sacada de una película de terror. La pareja corrió junto hacía una buseta que se estaciona en el lugar, muy cerca donde había vendedores de agua, de frutas, mecatos, de frutos rellenos de vendedores que te grita ‘agua helada’, ‘chicle para el mal aliento’, ‘piña para las niñas’, ‘cigarrillos’, ‘coca fría’, ‘cerveza en lata’, y demás vainas, pero noté que el chófer no los quiso ni llevar, ni montar al carro. Pareciese que estuvieran allí solos, nadie los miraba, excepto yo. Parecía desierta aquella avenida, solos ellos y yo.

Me sentí como ese mismo Dios que mira desde el cielo como padecen algunos pobres hombres en la tierra. Dios es como la cámara digital que todo lo ve y graba para cuando queramos ver nuestros errores y nos hace una regresión a nuestras vivencias, por lo tanto, es el hombre quien ha inventado su Dios para su propia justicia o injusticia. Me acerqué y le pregunté, obviamente, al joven sano que llevaba unas bolsas en sus manos qué le había pasado al moribundo compañero. Cuando me miró aquel chico afligido, supe que, dentro de ese sufrimiento, había un joven de algunos 18 o 20 años. En ese momento, yo con mi cuerpo sano que vaya uno a saber y con mis bolsillos lleno de dinero acababa de vender un lienzo. ¿Se ha quemado el muchacho?, le pregunté al compañero. Me respondió con una voz de campesino: “No, mi hermano tiene una enfermedad en la piel, nació con ella”. Aquel joven de rostro famélico tenía una papa que sostenía con sus manos recortadas, mopas y envueltas en vendas, como si fuese una momia. Me di cuenta de que sus heridas eran permanentes y que las vendas se veían húmedas, manchadas de algo que le salía por su carne, sus mejillas costrosas, el cabello ralo, pegado a sus llagas, casi sin piel en su nariz. Sólo se le notaban los dos dientes amarillentos de adelante, mientras saboreaba su comida. Tal vez ni lengua tendría porque no le escuché ni una palabra, se comunicaba con su hermano con pequeños ruidos.

Conmovido, saqué algo de dinero. No me pidieron, pero sentí la obligación de darles. Mientras conversábamos, les dije: “Disculpen, mis muchachos, tal vez les sirva para algo”. El joven enfermo sonrió y me dio las gracias con aquellos grandes ojos que era lo único bueno que conservaba. Recibieron el dinero que les ofrecí. No era la solución a su salud, pero algo les di, el hermano me comentó: “Señor, le he visto perder parte del cuerpo, las manos, las orejas que se caen como pedazos, su piel que queda pegado en su lecho, y lo he acompañado porque soy lo único que tiene en esta vida, usted no sabe lo que hemos vivido con esa enfermedad. Solo Dios sabe”. Aquel joven campesino se le veía sano, pero estaba tan enfermo como el hermano, esclavizado en su dolor.

Había comenzado a ver de verdad la cruda realidad de algunos enfermos de mi país Colombia. Esto me había ocurrido a pocos metros de aquel sector de Ruitoque, de las casas loft de millones de dólares, donde, por el aislamiento voluntario de aquellas familias pudientes, no se dan cuenta de los vivientes muertos que caminan como zombis en una metrópoli.

De pronto, llegué a aquel pueblo de piedras y ese mismo día en unas de las tiendas de abarrotes, me encontré con unos hermanos, amigos viejos que se contentaron al verme. Ellos sí gozaban de una buena salud, claro, aparentemente, era la otra cara de la moneda. Estos eran felices. Me llevaron a conocer su emporio, construyen un gran hotel a las afueras de ese pueblo de piedra. Supongo que sería uno de los más grandes porque “sipotuo” sí era. Bebimos cervezas, tomamos ron y hablábamos caca. Más mierda un poco, blablablá y de algunos proyectos. Sorpresa para mí fue cuando uno de mis amigos me comenta: “Ve, compadre, por ahí anda diciendo tu mujer que te dejó de querer por bandido, que en tu casa solías llevar putas y mujeres perras a su hogar, que formabas unas parrandas en tu casa hasta con drogas y muchísima hierba, que por eso se había marchado y te habría dejado”. Y su hermano que estaba al lado añade: “Vea es que esos pintores son muy locos, bohemios y degenerados”. Le respondí después de empinarme una de las latas de cerveza: “De eso que ustedes están hablando, solo sé que nada sé”.

Me trajeron al pueblo casi que, en cuatro cuarenta, en temple, pasando por el parque principal del pueblo y le dije a uno de los hermanos ricos: “¡Aguanta! Para el carro. Yo aquí me quedo, aquí voy a hacer una exposición urbana como las que me encanta hacer cuando necesito dinero”. Aquella noche la plaza estaba con turistas que caminaban de un lado a otro, tomando fotos a las iglesias de piedras, a las casas históricas y dije para mis adentros: “Está la noche buena para pescar”. Tomé mis lienzos que extendí en el suelo de la plaza y compré una botella de ron en un bar de tragos que estaba de frente y me parché con unos jóvenes lunáticos que deambulaban en el lugar y que llevaban piercings, aretes hasta en sus traseros, en sus vulvas y en sus narices. Los invité a un trago, ellos al igual que yo estaban tomados, andábamos sin el tapabocas. Al rato, la confianza era tan buena que bebíamos pico a pico de la misma botella, mandamos a la mierda al puta virus, muchas personas empezaron a preguntar sobre las pinturas, se acercaban impresionados por tremendas pinturas tiradas en el suelo. Me hacía recordar aquella noche al gran poeta Raúl Gómez Jattin, quien se podía ver tirado en el suelo y algunos transeúntes en Cartagena le preguntaban que porqué estaba tirado en el suelo. Él respondía: “Para que vea que hasta en el suelo hay cultura en Colombia”.

Me hice amigo de una de las chicas del grupo, una flaca divina, con tatuajes por todo su cuerpo, en los brazos, piernas, por todas partes; su nariz estaba perforada con alambres plateados. Me imaginé de inmediato que hasta en su clítoris tendría un arete o tatuado su trasero, claro, aquella chica, no tomaba alcohol, fumaba un cigarrillo, no sé de qué. No tomaba porque recientemente la habían operado de apendicitis, estaba ansiosa, me decía que apenas le quitaran los puntos sí podría tomar. Recogí mis cuadros, le dije: “Me voy a mi habitación, ¿quieres acompañarme a llevar los lienzos?”. Me respondió: “Claro, pintor, vamos, te acompañare a tu hostal”. Le respondí: “Dale, toma esta parte de los lienzos” y nos fuimos pal hostal que había conseguido antes. 

En esa casa hostal, cuando ya llevaba cuatro días hospedado, la dueña, una mujer de baja estatura con el trasero parecido al de las hormigas santandereanas, me dijo: “Te voy a hacer un sancocho de gallinas de agradecimiento pintor”. Claro, yo había decorado toda la casa con más de 50 pinturas. En aquella casa, que cuando llegué era triste y ahora se veía alegre con el colorido del caribe de mi pintura, me había ganado su confianza y ya tenía una galería en el pueblo. Bajamos al criadero de gallinas criollas, en el patio enorme de la casa, y allí vimos tres gallos enorme como de 16 libras cada uno, el padrote de aquellas veinte tantas gallinas, cantaba a toda hora, le dije: “Bueno, Fabiola, si tienes ganas de hacerme un sancocho, mata esos gallos que son los que se ven buenos y esas gallinas seguirán poniendo huevos sin gallo, porque esos tres gallos no pueden vivir juntos en un gallinero, tú no ves cómo están peleando a cada rato”.

De inmediato armo fogón colocando una enorme olla que tenía guardada en su cocina y me dijo: “Bueno, Baldot, mate los gallos que yo hago el sancocho e invite a cuanto amigo quiera que habrá sancocho pa´ más de ocho”.

Aquella mujer se la pasaba escuchando en su teléfono celular mensajes cristianos, pero de repente le entraba una llamada -y yo pensando que de pronto era evangélica o creyente en cristo- y salía hablando y maldiciendo, y enseguida pedía perdón y volvía y seguía escuchando aquellos mensajes cristianos. De esa casa me enamoré porque me hacía recordar mis pollos y las gallinas que cacaraqueaban para anunciar los nuevos huevos en su nidal.

A la semana siguiente ya el pueblo completo conocía del pintor, ya me llamaban el pintor loco porque andaba a pie descalzo por la vecindad. Ya me había hecho amigo de los vendedores del mercado popular, hasta las tiendas, bares, venta de pescados me empezarían a fiar, colgué un par de cuadros en la entrada de aquella casa, unos bacinetes usados, viejos que tenía en el patio, los había salpicado de pinturas, transformado en arte, piezas que expuse en la entrada, todos los coterráneos impresionados decían “Miren este pintor, no será tan loco que hasta las pocetas de la mierda ha pintado”.

Unos habían aceptado al artista, otros querían verme marchar. Recuerdo llegar una tarde, dos policías y me preguntaron, ‘Oye pintor, esos cuadros que tienes colgados ahí en la pared de la calle nos tienen trasnochados. Uno de los visitantes que estaban conmigo, nos dijo: “No se preocupen, compadres, que esos cuadros tienen un chip y, si se los llevan, el satélite y la interpol los consiguen. Este pintor Baldot, está tan bien pegao´ que la interpol vigila sus cuadros”. Al día siguiente se me aparecieron unos representantes de la alcaldía y de la oficina histórica que tenía que quitar los bacinetes y las pinturas, cambiar el color a la casa porque yo lo había transformado del antiguo verde a un blanco color marfil. Eso era prohibido. Tenía que haber pedido permiso. Pero qué va, pintor y costeño loco como yo que se respete, hace locuras. Sin embargo, entendí que ese pueblo es patrimonio histórico de la UNESCO y hay que mantener la casa como el patrimonio dice. Hay que respetar.

Les cuento que hasta el alcalde y el secretario de cultura me conocían, ese escándalo que hice en aquellos días sirvió para que conocieran al pintor en el pueblo, un pueblo escondido en un paraje hermosísimo del Santander, eso sí, es la nueva burbuja colombiana. En una noche, el cielo brillaba con una luna hermosa, blanca y con una copa de vino en la mano, mirando a lo lejos, me puse a pensar, qué será de la vida de aquel joven moribundo y de su hermano que viven y caminan en un mundo de muertos.

Está historia continuara en ‘Le vendí mi obra al diablo’… 

 

Baldot

Sobre el autor

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Fintas literarias

Uvaldo Torres Rodríguez. “Baldot”. Artista que expresa su vida, su historia, sus sueños a través del lienzo, plasmando su raza, lo tribal, lo ancestral, y deformando la forma en la búsqueda de un nuevo concepto. Redacta su vida a través de la pintura, sus fintas literarias las escribe con guantes de boxeo. Con amor al arte y a la literatura desde niño.

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