Opinión
Cómo sobrevivir: una lección de vida
Hay varios sitios donde vivir o sobrevivir, estos son, entre otros, la ciudad, el pueblo o la selva. En esta enunciación y, por cosas de la cultura imperante, ponemos de primero la ciudad, pero indistintamente, en esta lista puede ir de primero la selva o el pueblo. Por estos días la noticia por excelencia es el caso de los niños Mucutuy, esto me ha llevado a experimentar sensaciones y emociones, tan variadas y sentidas, como si es esos días anduviera en una suerte de tobogán, con sensaciones emociones y sentimientos que se elevaban a picos altísimos y otras veces descendían a picos casi depresivos.
Confieso que, con el caso de estos niños, he llorado de tristeza en algunos momentos y de mucha alegría en otros, sobre todo cuando encontraban pistas que indicaban supervivencia, el clímax lo sentí cuando anunciaron su encuentro y el presidente Petro tuiteó una foto con el mensaje que habían encontrado el milagro. Los medios de comunicación pasaron de las noticias sentidas al amarillismo acostumbrado, hicieron seguimiento y acompañaron la búsqueda, algunos publicando elementos nuevos, otros la tragedia y otros buscando fisuras para manipular la opinión, tal como ocurrió con la pifia del presidente al anunciar el encuentro por información de la directora del ICBF, en una cadena de desinformación que nunca se supo de donde partía.
El entorno donde vivan y se críen los niños tiene sus peligros pero al mismo tiempo da unas enseñanzas de como sobrevivir, si vemos al pueblo como el punto intermedio entre selva y ciudad notamos que: en el pueblo, por lo menos en mi época, de niño realizábamos excursiones clandestinas hacia el río, cuidándonos de que esa clandestinidad no fuera detectada por los padres, familiares ni vecinos, sobre todo las vecinas que habíamos identificado como irradiadoras de noticias y que divulgaban nuestros secretos, poniendo en riesgo nuestra libertad y nuestro deseo de aventura.
La mayoría de nosotros llevábamos caucheras, hondas, ahora la llaman resorteras, y los bolsillos cargados de piedras, lo mas redonda que encontráramos para cazar perdices o palomas guarumeras, alborotar avisperos o hacer tiro al blanco sobre cualquier tronco o fruto. Contábamos las dianas o el producto de la caza y proseguíamos esa agenda clandestina por el monte aledaño al pueblo camino al río. Llegaba un momento en que los jóvenes mayores se distanciaban de los más pequeños y al rato aparecían sonrientes y felices, no sabían que los pequeños adivinaban sus aventuras con las mansas burras que apacentaban en el monte y que estos pequeños esperaban impacientes tener la edad para tomar distancias también.
Todos, o casi todos, aprendíamos a nadar en el río, sin salvavidas, sin personas mayores cuidándonos; el culmen de esa distracción era la guerra de barro blando que amasábamos para lanzarnos divididos en dos bandos: uno a cada orilla del río o entre dos barrancos de donde nos lanzábamos en estilo libre. Cruzar nadando el pequeño río era una de las etapas que había que superar antes de tener la aprobación del grupo para dejarnos llevar por la corriente río abajo y luego correr por la ladera hasta el sitio donde habíamos dejado escondida la ropa dentro del monte, en ese corretear, completamente desnudos, por la orilla enmontañada del río aprendíamos andar siempre alerta para detectar las culebras que se aposentaban buscando el frío de la ribera y que podían mordernos.
El monte, el río y la calle, nos daban la preparación para la vida, complementaria a la que recibíamos en casa y en la escuela. No sé como es la vida de ciudad, no sé como se prepara el niño de la urbe para sobrevivir fuera del entorno familiar, sobrevivir sin caer en las drogas y sin ser sometidos a trafico y tratos degradantes por parte de los muchos degenerados que como buitres le caen a los niños en las calles de la ciudad.
El caso de los niños Mucutuy nos muestra con claridad meridiana la preparación para la vida en medio de la selva, y no solo eso, nos muestra rasgos de humanidad que el indígena tiene y mantiene y que los del pueblo, y en gran medida los de ciudad, han ido perdiendo, cual es la pertenencia, la identidad y la cohesión de sangre y familia, pues Leslie, la niña Mucuty de trece años, nos demostró con creces el sentido de responsabilidad, de liderazgo, de familia y la forma decidida y acertada en que tomó las decisiones correctas: 1) abandona el sitio del accidente, apartando a sus hermanos de ese cuadro de horror y de dolor que eran los cadáveres, entre ellos los de su propia madre. 2) toma algunas pertenencias, priorizando las de su menor hermano Cristin de tan solo once meses. 3) asumir el liderazgo del grupo y tomar decisiones de supervivencia que eran atendidas por sus hermanos menores Soleiny de 9 y Tien de cuatro. 4) el conocimiento ancestral de cómo andar en la selva. 5) qué turnos harían Leslye y Soleiny para cargar en brazos a Cristin. 6) tomar las decisiones para escoger qué frutas, la cantidad a comer y cuando comer para mantenerse con vida y mantener a su familia (ahí, en ese momento, en la tragedia, ella era la jefe de esa familia).
Esta niña, Leslie, y sus hermanitos, nos dieron una tremenda lección de vida, de unidad, de solidaridad, de familia, de entereza y de bondad que jamás, el convulsionado pueblo colombiano olvidará, y que ojalá dicha lección marque los senderos de una reconciliación nacional y familiar.
Diógenes Armando Pino Ávila
Sobre el autor
Diógenes Armando Pino Ávila
Caletreando
Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).
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