Opinión
Nostalgia por el vecindario
El territorio se compone de imágenes, paisajes, olores, colores, sabores, costumbres, tradiciones, dichos, rezos, creencias… En fin, la concepción de territorio encierra toda una serie de factores amalgamados en la cosmovisión y cosmogonía de los moradores de un espacio habitado por individuos que no sólo comparten un tiempo y un espacio territorial, sino que comparten códigos sociales que les hace reconocerse así y a sus pares dentro de ese espacio.
Desde niño viví inmerso en ese espacio y ese tiempo, compartiendo con mis paisanos esos códigos, pero ni ellos ni yo teníamos consciencia de lo que significaba, del valor del territorio y como nos signaba haciéndonos iguales y parecidos con nuestros vecinos pero, al mismo tiempo, nos llevaba a reconocer las diferencias entre los foráneos y nosotros, es decir, en el subconsciente quedaba grabado que los habitantes del territorio en términos socioculturales éramos, y somos, una mismidad, pero, también quedaba grabada como una enseñanza indeleble, el que cohabitábamos ese pedazo de patria con otros habitantes que venían de otros lares y que, esa otredad había que reconocerla y respetarla.
No sé si el citadino haya sentido los sentimientos encontrados de ver cómo el crecimiento, desarrollo, el progreso y el comercio transforma y modifica los usos de suelos en el territorio. En los pueblos-pueblos, sobre todo en los del Caribe Colombiano sí se siente y se sufre, por lo menos yo lo siento y lo sufro, al ver que estos nuevos usos del suelo, no sólo cambian la producción y la propiedad de los medios de producción, sino que transforman la cultura vernácula en un proceso acelerado que hace que las nuevas generaciones, sin conocer la cultura propia, asuman culturas extrañas.
Fui criado en un caserón de bahareque, techo de zinc, con un amplio patio poblado de frutales, esta casa que heredó mi madre de parte de mis tías abuelas, está situada en el centro del pueblo, nuestros vecinos, eran comerciantes, ganaderos y finqueros, cuyos hijos y nietos en esos comienzos ya hacían diferencia de posición económica, asistían a colegios privados, vestían diferentes, jugaban con sus pares, en fin, situaciones propias del ingreso económico de sus padres. A pesar de todo, el vecindario era agradable, cada cual se reunía con sus pares, yo salía a jugar por las noches a la calle siguiente donde vivían mis abuelos, quienes, a pesar de ser ganaderos, eran campesinos del pueblo, iletrados y sin ínfulas de grandeza.
De ese vecindario solo quedan las casas, algunas modificadas, ya no es residencial, ahora en todas las edificaciones hay locales comerciales y un flujo de personas y motos que circulan con algo de desorden por la calle. Los vecinos se han mudado a otras ciudades alguno en pos de negocios, otros por la educación de sus hijos y algunos pocos por que el pueblo ya les parecía poca cosa para ellos. Los vecinos de entonces que se resisten a mudarse, han convertido la parte delantera de sus casas en locales comerciales de alquiler y ellos y su familia viven en una especie de reclusión y aislamiento voluntario en la parte trasera de la casa, con un estrecho corredor y una puerta hacia la calle que les permite entrar y salir.
Yo visitaba a diario mi casa materna, iba en la mañana, a medio día, en la tarde y por las noches, bajo cualquier pretexto para conversar con mamá y de paso probar su comida, pues amaba su sazón. Muerta mamá, seguí asistiendo a la casa, pero desde que empezó a poblarse el vecindario con locales comerciales, siento un sentimiento ambivalente entre nostalgia, pesar por la transformación del entorno y sus consecuencias culturales, pero al mismo tiempo como persona de mente abierta siento una pequeña alegría por el crecimiento comercial de mi pueblo que, aunque no progresa en términos de producción y transformación de materias primas y del agro, si mantiene un flujo comercial que le han impreso personas venidas de otras latitudes.
Acotado lo anterior, se advierte que todos estos cambios en espacio urbanístico y residencial, la afluencia de individuos de otras latitudes en los pequeños negocios comerciales, el advenimiento de las nuevas tecnologías y, sobre todo, la falta de conocimiento de nuestra juventud sobre la historia y la cultura local, hacen que el pueblo de nuestros ancestros navegue al garete en el mar convulso del desarraigo y la perdida de la identidad y el sentido de pertenencia al territorio. A riesgo de ser recurrente en el tema y llamado de atención, persisto y sostengo en que hace necesario que la escuela, los colegios, el municipio implante un plan, una catedra de cultura local para que la población joven recobre el sentido de pertenencia y la identidad con la cultura local, que nos permita existir siendo nosotros, coexistiendo con las culturas foráneas que llegan a nuestro entorno.
Diógenes Armando Pino Ávila
Sobre el autor
Diógenes Armando Pino Ávila
Caletreando
Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).
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