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Valledupar y los contrastes de una ciudad mágica
Anonadados en el mayor centro comercial de Valledupar, tres ciudadanos de la etnia arhuaca observan el movimiento pausado y regular de la escalera eléctrica.
La resolución y constancia del aparato parecen asombrarlos. Sus ojos desorbitados siguen con minucia el movimiento de los escalones que surgen de la nada, se alzan con impetuosidad y vuelven adentro, como si nada. La maquinaria no deja de trabajar. Es colosal y servicial.
Este primer contraste sirve para describir el trabajo rutinario de la escalera. Hora tras hora, este dispositivo público persigue su tarea abnegada, llevando de un punto a otro –y sin nunca rechinar– a los usuarios más variopintos que se dejan arrastrar, complacidos y satisfechos.
Pero no perdamos de vista a nuestros tres viajeros quienes, ataviados con sus ropas tradicionales en los que llevan incrustados los símbolos más ancestrales, forman un cuadro pintoresco y grandilocuente.
En este lugar donde el lujo es sagrado y las luces brillan con fogosidad, donde el comercio es el rey y las pantallas de plasma retransmiten los mensajes más extravagantes sin interrumpirse, ellos representan la existencia de otros valores.
Otro contraste. Otro mundo. Un mundo cercano, paralelo o en vía de integración. Cada lector tiene su forma de leer y cada escrito tiene su lectura. Aquí se encaran la modernidad y la tradición, el desarrollo tecnológico y los esfuerzos por mantener las costumbres, la quietud y el movimiento.
Los tres viajeros se sorprenden al ver el conformismo de la gente. Ellos, eternos caminantes, parecen preguntarse por qué los demás no usan lo que Dios les ha dado: sus piernas. ¿Por qué se dejan arrastrar por un objeto al que no conocen?
No obstante, se dejan tentar. Al fin y al cabo, no tienen más remedio que usar esta escalera si quieren acceder al piso de arriba. Por ese motivo, dedican largos minutos a la observación de los usuarios: cómo posan sus manos sobre la banda lateral, cómo colocan sus pies en cada escalón para, luego, fingir una total tranquilidad.
Ellos se acercan a la maquina imparable. Escuchan el tra-ca-tra que sale debajo de sus pies, y finalmente, se lanzan. Primero el derecho y luego el segundo. El ejercicio no tiene nada de espectacular para el que usa la escalera con frecuencia, pero ellos sí lo viven como una proeza.
Entre los aventureros, el silencio impera. No dejan escapar ninguna sonrisa, ni siquiera una exclamación de estupor, pero sí una mirada de extrañeza. Buscan un espacio de tranquilidad en esos finos escalones y optan por quedarse quietos los pocos segundos que dura el viaje.
En lo alto, cuando todo parece haber acabado y la adrenalina se diluye, sus ojos vuelven a mirar hacia abajo donde descubren el próximo gran reto: el volver a subir en la escalera metálica.
Ésta es una imagen insólita sacada de la realidad de la ciudad de Valledupar. Una de las que ilustra los contrastes que pueblan esta tierra, rica en sutilezas y encuentros irrepetibles.
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