Patrimonio
La Dolorosa y Astrid González
La piedad de los fieles, a lo largo de los siglos del catolicismo, ha contemplado junto a la Pasión de Cristo los dolores de la Virgen Madre, quien, de acuerdo con la Escritura, se mantuvo cerca de su Hijo hasta el final (Jn. 19, 25), acompañándolo en su tortuoso camino hacia la crucifixión. Ciertamente, el Stabat Mater, como empieza en latín el antiquísimo himno que medita sobre los sufrimientos de María durante la ejecución de Jesús, es una de las creaciones poéticas más musicalizadas por los grandes maestros de distintas épocas, sin contar la innumerable cantidad de representaciones del suplicio de Cristo, con la Madre Dolorosa como testigo.
No podría ser de otro modo. En el Libro de las Lamentaciones leemos de Ella: “¡Oh vosotros, que pasáis por el camino sin condolerse, mirad y ved si hay un dolor semejante al mío!” (Lam. 1, 12). Es decir, no podemos desligar la figura de María de las escenas de la Pasión, pues mientras el Hijo agonizaba de muerte, la Madre agonizaba en vida, contemplando aquel horrendo espectáculo: el Hijo sangrante, hecho trizas por la alevosía de sus propios coterráneos. Argumento contra el protestantismo y los que aducen que la Virgen tuvo más hijos, es precisamente la ausencia de familiares en el momento de la cruz. ¿Acaso no cabe preguntarse cómo fue posible, en el supuesto de que la Virgen hubiera tenido otros hijos, que ninguno de ellos -por muy bellaco que hubiera podido ser- estuviera allí, consolando a la Madre?
Tanto fue así que Jesús, viendo a su Madre, sola, de pie junto Él, que pendía del madero, la confió al único discípulo que no huyó, que sí tuvo coraje para permanecer allí: el apóstol Juan, al que la tradición señala precisamente como el más joven del grupo de los Apóstoles. “-Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dijo al discípulo: -Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa” (Jn. 19, 26-27). Y en la persona de Juan, nos la dio a todos como Madre, para que en su compañía caminemos mejor hacia Él en el transcurso de la historia.
Es probable que muchos no atinemos a comprender lo que esto significa, no sólo porque es misterio insondable sino porque nos falta fe para ver con ojos cotidianos los asuntos sobrenaturales. Los santos, privilegiados que fueron, y algunos pocos escogidos, poseedores de una gratuidad infusa que no solemos percibir en muchas personas de nuestro tiempo, salvo algunos casos de excepción, como el que tenemos en Valledupar, donde encontramos todavía una de esas pocas almas verdaderamente superiores, y que lleva casi toda una vida dedicada a la custodia de la imagen de la Virgen Dolorosa, venerada en la Iglesia de la Inmaculada Concepción.
Hablo de Astrid Cecilia González Zuleta, vallenata raizal, conocida y respetada en todo el ámbito del barrio Cañaguate, y estimada por todos como una auténtica guardiana de la tradición ancestral de los hermanos nazarenos, que cariñosamente la llaman “la hermana Astrid”, como albacea que es de la imagen de la Dolorosa. Temo en realidad herir su natural discreción con mis palabras, pues a decir verdad, su labor incansable y silenciosa en beneficio del patrimonio cultural motiva esta columna. Desde que tuve el privilegio de conocerla, me propuse hacer una nota para comentar su devoción a la Virgen Dolorosa, de cuyos arreos ha cuidado por más de cuarenta años. Fue difícil entrevistarla, pues su sincera modestia rehúye la tecnología de las grabaciones. Al fin, pude hacerle unas cuantas preguntas, aunque me advirtió que no todo lo dicho es objeto de lectura pública, y a esa admonición me atengo.
Doña Astrid es una mujer de grave presencia: su silencio inspira respeto. Los nazarenos le obedecen sin vacilaciones, y con ella consultan todo cuanto compete al buen funcionamiento de la Hermandad de Jesús Nazareno de Valledupar, a la cual pertenece desde niña. Sin embargo, apenas hay ocasión, muestra su sonrisa maternal que deshace cualquier prevención, y entonces se derrama jubilosa como un cántaro lleno, su deliciosa conversación: siempre precisa, comedida, femenina, sapiente y prudente. Con aquella prudencia que hace verdaderos sabios, por la sumisión a la gracia.
Sus palabras, al principio mesuradas, se encienden in crescendo cuando comienza a hablar de La Virgen, su “Nena linda”, como la llama. A los quince años comenzó a ayudar a su madrina, Delfina Maestre de Pavajeau -cuya madre había desempeñado antes el mismo oficio-, en las labores de vestir, cuidar y asistir todo lo concerniente a la imagen venerable de María Dolorosa. Junto a doña Delfina estaba Silvia “la Piva” Gutiérrez, ambas de feliz memoria. Cuando la primera envejeció, quedó Piva al frente, con la joven Astrid como ayudante, y así hasta que poco a poco, por el vencimiento de las joviales energías de todo ser humano, le correspondió el turno de servir de albacea en propiedad.
Aparte del inmenso gusto que se percibe en ella, por pura devoción personal, cuando habla del poder cuidar de los vestidos de la imagen, de sus paramentos, dice doña Astrid de la Virgen Dolorosa: “Cuando le miro sus ojos siento que me transmite una fuerza… Yo le digo: -Nena linda, discúlpame que te voy a tocar las manos. (…) Ella es una talla en madera especialísima, toda una dama… Ella tiene una gracia hermosa con su divino Hijo… Y yo la amo, la siento, la quiero toda mía”.
Cada miércoles santo, la Virgen Dolorosa recorre las calles del Centro histórico engalanada pero luctuosa, en la procesión llamada “De la búsqueda”, distinta -dice doña Astrid- de la “De la soledad”, que antes se celebraba el sábado santo y que dejó de hacerse. La cargan devotamente las hermanas nazarenas y la acompañan mujeres piadosas que visten de riguroso luto y mantilla, en actitud de veneración de Aquella que no se escandalizó de la cruz de Cristo cuando todos huyeron. Ella, la Virgen Madre, depositaria de los méritos de la redención y de las primicias de la resurrección, de quién dijo el Profeta (Lc. 2, 35) “Y a ti misma, una espada te atravesará el alma”.
Armando Arzuaga Murgas
Sobre el autor
Armando Arzuaga Murgas
Golpe de ariete
San Diego de las Flores (Cesar). Poeta, investigador, gestor y agente cultural. Profesional en Lingüística y Literatura por la Universidad de Cartagena. Formador en escritura creativa. Premio Departamental de Cuento 2010. Miembro del Café Literario de San Diego. Coordinador del Centro Municipal de Memoria de San Diego-CEMSA. Integrante de la Fundación Amigos del Viejo Valle de Upar-AVIVA. Colaborador habitual de varios medios impresos y virtuales.
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