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Ciudades españolas de Hispanoamérica y la influencia del trazado reticular

Pedro Páramo

24/09/2024 - 05:10

 

Ciudades españolas de Hispanoamérica y la influencia del trazado reticular
La ciudad de Méjico en el siglo XVII / Foto: créditos a su autor

 

No sólo es digna de señalar la velocidad con que fueron puestas en pie por los españoles las primeras ciudades a lo largo de América del Sur, que también cuenta. Pero lo más destacable, lo más excepcional para su época, es la eficacia y funcionalidad de un modelo urbanístico conocido como la traza, basado en la elección del lugar y en una malla reticular, un trazado inspirado en los campamentos militares de los griegos y romanos de la Antigüedad, y especificado en las instrucciones dadas por el rey Fernando el Católico en 1513.

En los primeros años del siglo XIX el barón alemán Alexander Von Humbolt escribió sobre la capital del reino de Nueva España: “México debe contarse, sin duda alguna, entre las más hermosas ciudades que los europeos han fundado en ambos hemisferios. A excepción de Petersburgo, Berlín, Filadelfia y algunos barrios de Westminster, apenas existe una ciudad de aquella extensión que pueda compararse con la capital de Nueva España, por el nivel uniforme del suelo, por la regularidad y anchura de las calles y por lo grandioso de las plazas públicas”. En uno de los estudios publicados en el siglo XIX sobre el gobierno de España acerca de los territorios americanos, el historiador jesuita madrileño Ricardo Cappa dice de Lima: “Yo me atrevería a decir que, fuera de Cádiz, no había en el mundo ciudad más bella en el año 1600 que la capital de nuestro virreinato peruano”. De toda la historia de la civilización española de los territorios de ultramar, la fundación, y el rápido y ordenado desarrollo de las ciudades coloniales, constituyen los episodios más sólidos, e invulnerables ante las falsedades y exageraciones de la llamada Leyenda Negra. En la actualidad, todavía su modelo urbanístico se aplica en todo el mundo en nuevas fundaciones y en la ampliación de antiguas ciudades. Sus cualidades son objeto de estudio desde hace siglos y concitan la admiración y el elogio de especialistas y viajeros. La regularidad del trazado y los firmes y hermosos edificios de las ciudades hispanoamericanas atraen hoy a numerosos turistas. De las 43 ciudades de toda América que gozan del título de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, 31 fueron levantadas por españoles.

El objetivo fue poblar los territorios y quedarse en aquellas tierras

En 1502, diez años después de la llegada de Cristóbal Colón, cuando Nicolás de Ovando llegó a la Española como gobernador de los territorios americanos descubiertos y por descubrir, ya se habían fundado en la isla ocho poblaciones que acogían a un total de 12.000 habitantes españoles. En 1500 se habían levantado dos poblaciones en la actual Venezuela, Nuevo Cádiz y Santa Cruz, hoy desaparecidas. En sólo dos años, los primeros pobladores españoles de Cuba fundaron ocho ciudades en la isla que aún conservan su nombre, con la excepción de Santa María del Puerto del Príncipe, que conocemos como Camagüey. Un siglo después de la llegada Colón, capitales americanas como Santo Domingo, La Habana, México, Bogotá, Lima, Quito o Buenos Aires ya estaban en pie, y algunas podían compararse con ventaja sobre muchas ciudades españolas y europeas por la anchura de sus calles y plazas, y grandes edificios como palacios, colegios y templos. La primera ciudad hispanoamericana fue Santo Domingo (1498), destruida por un huracán y reconstruida por Ovando en 1506 en un lugar cercano, con murallas y sólidos edificios de piedra, siguiendo las instrucciones recibidas del rey Fernando el Católico. Las normas reales exigían el trazado de calles rectas y manzanas cuadradas o rectangulares que se entrecruzaban, y fijaban además la ubicación de edificios públicos para la administración y la oración y la construcción de hospitales y escuelas. Ovando no logró en Santo Domingo una retícula perfecta; las calles, rectas, no eran del todo paralelas, pero fue el primer ensayo en las tierras recién descubiertas del modelo urbanístico, conocido como la traza, que caracterizará a las ciudades americanas fundadas por españoles. Este modelo sencillo y práctico de fundación, que se aplicó rápidamente en las ciudades del Caribe, se trasplantó luego a los nuevos territorios conquistados y explorados en el continente. Hacia 1550 ya se habían levantado más de 200 poblaciones españolas repartidas por América del Norte, Centroamérica y América del Sur, unas bañadas por el Atlántico o el Pacífico recién descubierto, y otras encaramadas entre los 2.000 y los 4.000 metros de altitud en los altiplanos continentales. Y todas con la marcada personalidad urbanística del trazado reticular.

La funcionalidad y el éxito del trazado reticular

Algunos estudiosos del urbanismo sitúan el origen de este patrón simple y eficaz para fundar nuevas poblaciones con rapidez y comodidad, en los campamentos militares de griegos y romanos de la antigüedad. Así se ensayó en España a finales del siglo XV y se consolidó al ordenar las ciudades en las islas Canarias recién conquistadas. El propio rey Fernando tuvo la oportunidad de comprobar personalmente las bondades de este modelo en la ciudad de Santa Fe durante la conquista de  Granada. Según este esquema, lo primero que tenían que considerar los fundadores de una villa era elegir bien el lugar. En las instrucciones que en 1513 dio Fernando el Católico a Pedrarias Dávila en 1513, al nombrarle capitán general y gobernador de Tierra Firme, el rey exigía claramente que las tierras “sean de buenas aguas y de buenos ayres y cerca de montes y de buena tierra de labrança, y destas cossas las que mas pudiesen tener”. La elección no siempre era fácil: Guadalajara, la capital mexicana de Jalisco, por ejemplo, está donde la conocemos después del fracaso de tres intentos anteriores en otros lugares. Las primitivas ordenanzas de Fernando el Católico fueron luego ampliadas y ajustadas a los nuevos tiempos por disposiciones del emperador Carlos V en 1523. Más tarde, Felipe II, en sus Ordenanzas sobre Descubrimientos Nuevos y Poblaciones de 1573, establece definitivamente que “llegando al lugar donde se ha de hazer la población, el qual mandamos que sea de los que estuvieren vacantes, y que por disposición nuestra se puede tomar sin perjuyzio de los indios y naturales, o con su libre consentimiento se haga la planta del lugar repartiéndola por sus plaças calles y solares a cordel y regla, començando desde la plaça mayor, y desde allí sacando las calles a las puertas y caminos principales”. El diseño debía partir de la plaza de principal, cuadrangular, con lados dos veces más largos que los de las manzanas como mínimo, en la que deberían construirse los edificios destinados a los poderes civil y religioso que impulsaban la colonización. Estas grandes plazas centrales estaban pensadas para acoger en ellas las concentraciones de vecinos, como los mercados, los festejos, las procesiones, los alardes o las corridas de toros.

Al cabo de cuatrocientos años muchas de las hermosas plazas españolas repartidas por América, como la del Zócalo en México, la Plaza de Armas de Lima, la Plaza de Bolívar de Bogotá, siguen siendo el centro animado de la vida ciudadana, flanqueado por monumentales palacios presidenciales y sedes municipales junto a impresionantes catedrales. Según este patrón, de los cuatro vértices de la plaza y del centro de los laterales salen calles rectas con las que se deben alinear las otras en paralelo, formando un ángulo recto con las que se cruzan, para crear la malla reticular que caracteriza el urbanismo hispanoamericano. El tamaño de las cuadras y manzanas los establecían los fundadores en función de las características del terreno. Así, por ejemplo, los lados de las manzanas de Lima se fijaron en 450 pies, en 400 pies en Arequipa y en 380 en Bogotá. El modelo reticular permitía abrir en la traza plazas más pequeñas de cuatro lados y facilitaba las ampliaciones, obligadas a prolongar las calles de la retícula original. Seguían también este mismo patrón los barrios de indios aledaños a las ciudades que se realizaron en los primeros años de la conquista.

Una planificación urbana pensada para el futuro

Al estudiar la presencia de los españoles en América llama la atención la confianza de los conquistadores en la trascendencia de las poblaciones que fundaban y su fe en el futuro que les aguardaba. El historiador jesuita Bernabé Cobo (1582- 1657), en su “Historia de la fundación de Lima”, nos cuenta que Francisco Pizarro “teniendo atención, no al pequeño número de vecinos con que la fundaba, que no llegaban a ciento, sino a la grandeza que se prometía había de llegar con el tiempo, tomó un espacioso sitio y lo repartió a manera de casas de ajedrez, en 117 islas, que por ser cuadradas las llamamos comúnmente cuadras… sacó las calles derechas á cordel, todas iguales, de 40 pies de ancho cada una”. La fundación de las ciudades representaba también el inicio de la civilización del territorio, toda vez que se creaban cuando las guerras de conquista se daban por terminadas y se confiaba la pacificación a la acción de los misioneros. Otra prueba de la seguridad y confianza de los conquistadores en sus fundaciones es que las ciudades españolas en América carecen de murallas, elemento defensivo que todavía entonces se construía en pueblos y capitales de Europa. La excepción en tierra adentro es Quito, que había sido amurallada por los conquistadores incas. Sólo se fortificaron las ciudades costeras, como Veracruz, Cartagena de Indias o Manila, que conservaban también intramuros el patrón urbanístico de América, y no para defenderlas de los indígenas sino para protegerlas de los ataques de los europeos.

La defensa de la ciudad americana quedaba encomendada a sus habitantes. En 1524, tres años después de la conquista de Tenochtitlán, Hernán Cortés obligó a que cada vecino tuviera en su casa una lanza, una espada, un puñal, una rodela y un casquete o celada, así como cuantas armas defensivas pudiera acumular. Los alcaldes de las poblaciones del reino de Nueva España estaban obligados a convocar cada cuatro meses un alarde en la plaza principal y a multar a los vecinos que no concurriesen con todas las armas.

Infraestructuras avanzadas para los vecinos

Las ciudades de nueva planta exigían instalaciones imprescindibles para el desarrollo de la vida ciudadana, como el suministro de aguas y desagües, que garantizaran la salubridad de la población. Los ingenieros fundadores españoles de aquellos tiempos, que tan bien distribuyeron las calles y las plazas, realizaron extraordinarias obras de infraestructura en lugares insólitos, que todavía hoy causan admiración entre los urbanistas. Para el abastecimiento de la ciudad minera Imperial de Potosí, Bolivia, a 4.060 metros de altitud, por ejemplo, se construyó un río artificial, La Ribera, que acogía el agua de 27 presas y atravesaba la ciudad.

En la ciudad de Querétaro, México, se exhibe como un atractivo turístico el acueducto español, de 1.280 metros de largo y casi 29 metros de altura. La leyenda dice que lo mandó construir en 1726 el marqués de la Villa de Villar del Águila, para llevar el agua hasta el convento de una monja de la que estaba enamorado. Sea como fuere, lo cierto es que suministraba a la ciudad 26 litros de agua potable por segundo y es hoy el símbolo de esta población, como lo es para Segovia su acueducto romano. En la avenida de Chapultepec de México D.F. aún se mantienen algunos de los arcos del acueducto construido por los españoles a finales del siglo XVI por encima del curso de la conducción subterránea azteca que servía a Tenochtitlan. Pero las más grandes infraestructuras urbanas de los españoles en América fueron las destinadas a proporcionar un desagüe a la ciudad de México. La capital fue fundada por Hernán Cortés en el fondo de un valle sin salida en el que las aguas de sus montañas volcánicas, coronadas por nieves perpetuas, alimentaban los lagos que cercaban la ciudad azteca, y por esta situación se veía arrasada por intermitentes inundaciones que causaban muertes, destrucción, emigración y parálisis económica. Cortés primero, y luego alguno de los virreyes sucesores, llegaron incluso a plantearse cambiar la ciudad de lugar. Las obras emprendidas a mediados del siglo XVI para arrojar las aguas al Atlántico a través de la cuenca del río Tula aliviaron la situación de la ciudad al cabo de décadas de labores intermitentes, pero no lograron plenamente su objetivo. En algunos momentos se emplearon en la ejecución de distintas soluciones hasta medio millón de trabajadores, en lo que algunos han considerado la mayor obra hidráulica realizada en América hasta la construcción del canal de Panamá. La solución definitiva al desagüe del valle de México tuvo que esperar al siglo XX.

 

Fuente: Sociedad Geográfica Española

Boletín 66. Texto: Pedro Páramo

 

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