Pueblos
La guerra de los defensores y la destrucción de los invasores (1)
Mientras el mundo se recuperaba del mayor crimen mundial del que la humanidad tiene registro hasta la fecha “la bomba atómica”, macabro mecanismo utilizado por los aliados para controlar una situación que, a todas luces se había salido de total control.
Mientras comunidades enteras de Europa, de Asia, de África juntas o por separado, lloraban sus muertos y trataban de recoger lo intangible en medio de los escombros de la destrucción absoluta; de este otro lado del mundo se fraguaba otra guerra taciturna, tan absurda como la que el mundo entero acababa de presenciar.
Era para entonces el año 1948, cuando el caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán fue asesinado en una fría tarde bogotana; las clases políticas colombianas se enfrascaron en una confrontación armada en la que ambos bandos sacaban a relucir sus fundamentos de lucha, sin importar las consecuencias. En las principales ciudades de Colombia bullían colectivos enardecidos que, como en aquel pasaje sagrado gritaban, aunque sin voz ¡asesínenlos! Se sentía e irradiaba una angustia guerrerista que solo encontraba éxtasis en una cruenta confrontación hombre a hombre cuyo fin era la muerte del rival.
Pero al parecer este ímpetu bélico traspasaba los límites de la capital colombiana y de las ciudades cercanas a ella e irradiaba en los pueblos de blancos, negros y pescadores -pueblos polvorientos y olvidados del mundo-. Colombia, que para entonces y como ahora no era más que El Macondo de García Márquez, donde la gente se resguardaba temprano por el miedo a “la violencia” partidista que, defendiendo un color político (azul o rojo) se acercaban a los caseríos y veredas con el fin de borrar de la faz de la tierra todo lo que fuera oposición.
Ante una situación nacional tan deplorable y desafortunada, que no vislumbraba solución alguna, distinta a la de “acabar a todo el que no tenga el color de mi bandera” en muchos de los pueblos de mi geografía Caribe, pueblos repletos de negros, mestizos y afros, que sin muchas oportunidad de vida y esperando un poco de misericordia de la madre tierra, se aventuraban en cuadrillas de hombres a las montañas, a desenmarañar sus enredaderas, a desafiar las fieras salvajes, a abrirse caminos en la maraña virgen; solo acompañado de su valor y en osados casos, de una vieja espeta chispun (arma vieja) y un perro valiente, con el fin de encontrar solución a la hambruna y a la escases de tierras fértiles para cultivo y, aunque no se atrevían a pensarlo por temor a que fueran escuchados sus pensamientos, también huían de la violencia.
Hoy les describo un pedazo de tierra y para que se hagan una idea de esa Colombia olvidada pero hermosa, imaginen el paraíso de Dios, ese que se describe en el Génesis; este pedazo de tierra delimita al oeste con las montañas más inmensas antes vista, al este con una inmensa sabana que termina besando el caudaloso río grande de la Magdalena; al norte, con el Majestuoso mar Caribe y al sur, con la entrada a las tierras del Cóndor.
En este pedazo de tierra se libró la guerra de los defensores y la destrucción de los invasores; trascurría la década en que el mundo oriental recogía lo intangible de los escombros de la bomba atómica y la Colombia conocida se debatía entre lloros y triquiñuelas, cuando tiene sus albores una contienda tan fría e inhumana como la liberada en los inicios de esta América virgen y salvaje. Los primeros pobladores que habitaban la parte baja de la montaña decidieron subir; subir a las tierras empinadas de la serranía del Perijá a ver con qué se encontraban; iban como aquel cantautor vallenato “viendo sin poder ver”, puesto que nunca nadie había subido hasta tan alto.
Pero no tardó mucho tiempo, después de aquel primer arribo montaña arriba, para que se regara la noticia que, en la parte alta de la sierra, donde nacían juntas tres quebradas de nombres muy auténticos “la Floresta”, “la Pelaya” y “Rincón Hondo”, había un pico alto y fornido al que sus descubridores denominaron Bobalí y en él, un mundo de nadie que tenía abundantes riquezas naturales e inmensas oportunidades para todos los aventureros.
Así y entonces emerge una guerra desconocida, que sin nadie imaginarlo y sin proponérselo, se libró en este pedazo de tierra. Los nuevos colonizadores, en su afán por resguardarse de la violencia que azotaba sus terruños y buscando nuevos rumbos, comenzaron a explorar y a irrumpir la armonía de la montaña; quizás nunca se inquietaron por la idea de que la montaña tuviera dolientes, quizás la supremacía de considerarse colonizadores los hizo sentirse dueños de una tierra que no tenía dueño, olvidando en el olvido que, al igual que a la llegada de los españoles, estas tierras, aunque olvidadas, siempre tienen un dueño y como es normal, todos defendemos lo que consideramos nuestro.
En un hecho sigiloso, los hombres originarios, cuidadores de la montaña salieron a defender lo suyo cuando notaron la presencia de los forajidos y, de manera circunspecta se acercaba poco a poco, con mucha cautela a las pequeñas casas fabricadas de tablas y con techo de hojas de palma silvestre donde habitaban los invasores y con símbolos comunicaban a los invasores de su equivocado actuar.
Pero para ese entonces, los ciudadanos absortos en la guerra partidista no tenían recuerdos de haber escuchado hablar de indios y mucho menos de protectores de la montaña en esta Colombia olvidada; por eso, como nadie conocía de su existencia nadie los consideró ni aceptó; en respuesta al ignoro, estos -los seres de la montaña- catalogaron a los hombres invasores como su enemigo…
La primera aparición formal de los cuidadores de la montaña (hombres originarios) se presentó una mañana, cuando una cuadrilla de hombres blancos se encontraba aserrando un enorme árbol de abarco, una fina madera muy propia de la sierra, cuyo valor en el puerto de Bocas de Cenizas era incalculable; nadie se imaginó que en esa fresca mañana se decretaría el primer enfrentamiento bélico.
Para aserrar un árbol de tan gran envergadura como aquel abarco, se necesitaban varios hombres con una sierra de mano, con el fin de ejercer un corte transversal y, realizar esa empresa requería que uno o varios de los hombres trepara a una especie de andamio de madera para ejercer el movimiento desde arriba y otros quedaban en tierra para tirar la sierra hacia abajo. El hombre que se encontraba en el andamio de madera levantaba la sierra y, luego, la sierra descendía por la presión que ejercía el hombre que se encontraba en tierra.
En ese vaivén de la sierra, uno de los hombres sintió el impacto de un proyectil tan prehistórico como la maldad; se formó una gran algarabía en el resto de los compañeros de trabajo. Todos se miraban aterrorizados y un gran temor recorría sus cuerpos. Uno de la cuadrilla de aserradores, el de más edad pidió la calma, él ya sabía de qué se trataba y con mirada preocupante se dirigió a sus compañeros con voz seca “los indios.”
Con mucha torpeza le sacaron la flecha que atravesó el costado del muchacho, la cual le unió el brazo con las costillas. Descubrieron que las flechas solo se pueden sacar en la misma dirección en la que entran en el cuerpo. También descubrieron que la persona que era agredida por una flecha de indio experimentaba un dolor aún más fuerte que el del impacto de una bala propinada por La Chusma o del recargado de una escopeta, que eran unos compuestos de balas de molino con piedras de quebrada, combinadas con pólvora, me refiero a esas que se usaban para cazar tigres o dantas; dolor que era incontrolable puesto que la flecha traía toxinas de ranas venenosas que al entrar en contacto con la sangre causaban un dolor delirante y la muerte misma.
El muchacho no resistió la descarga venenosa y murió; sus compañeros por temor a ser agredidos en represaría de los indios, decidieron marcharse a toda prisa, no sin antes enterrar su compañero a orilla de la quebrada y cubrirlo con arena.
Con el antecedente presentado esa mañana, en toda la montaña cubierta por árboles tan altos como el cielo, quedó pactada una guerra abierta entre los colonizadores (hombre blancos y negros) y los indios de la serranía del Perijá, amos y señores de esas montañas, las cuales fueron adjudicadas a ellos por orden de la madre tierra y el padre sol. Aunque para muchos colonizadores, los indios también venían de otras regiones, siendo esta teoría cierta, razón por la cual consideraban que los indios tampoco tenían derecho a estas montañas, teoría que no se podía probar.
Voces de guerra se escuchaban con tanta fuerza y rabia en los caminos enmontados que no había ser viviente que no percibiera la furia bélica; pululaban entre los colonos de toda la comarca las razones de la guerra en contra de los indios, así como por toda la montaña se sentía el fervor de la defensa de los indios en contra de los invasores, los colonos en su lengua y los indios en la suya, con argumentos tan reales como el cielo; los unos para apoderarse de unas tierras y sus riquezas que consideraban suyas, pero que nunca les habían pertenecido y los indios defendiendo su territorio al cual sentían su casa. Situación muy común en toda la América Virgen y descubierta.
Pero como poco se sabía de los indios defensores de la selva, defensores de sus gentes, de su espacio y de su cultura, entonces entre los invasores empezaron a surgir ciudadanos interesados en conocer al enemigo mortal y a urgir un plan macabro de infiltrar a los indios; estos guías comenzaron a interesarse por los signos, símbolos y señales que dejaban los indios en la montaña y con ello a encontrar sus raíces, sus formas de vivir, de actuar, vestigios de una cultura ancestral:
Se llegó a saber por tradición oral que son descendientes de los Karib, que se llamaban Yukos, una tribu que deambulaba en la selva como su casa, dedicados a cazar y recolectar frutos para alimentarse; los hombres se dedicaban a la caza de animales y a la guerra, para lo cual acudían a la protección de su dios posicho, protección que necesitaban para la guerra que les habían declarado a los hombres invasores, hombres ambiciosos e irrespetuosos, que habían invadido su territorio sagrado sin su autorización. Por otro lado, las mujeres se encargaban de recolectar los frutos para alimentar desde los más pequeños hasta los más ancianos. La principal actividad de los indios Yukos es shishimpa- shishimpa, “comer–comer”, después que el cuerpo esté lleno el corazón está contento.
Este grupo indígena se mantenía unido, conmemoraba el paso a la otra vida de sus muertos, bailaba y cantaba en sus funerales, construía tambos o grupo de chozas redondas de menos de dos (2) metros de altos, con paja y caña brava, en los cuales se albergaba toda la familia, uno encima del otro, como pregonando la unión familiar.
Tenían un compromiso ancestral: cuidar de la montaña, este deber les generaba una fascinación por la guerra cuando algo los amenazaba y ésta era una propicia ocasión motivada por la ofensa de los invasores al apoderarse de sus recursos fundamentales; es que para los indios de la montaña con cada árbol que los invasores talaban era un integrante de los Yukos que moría, con cada animal del monte que los colonos cazaban era una shishimpa menos para la tribu. Entre el pensamiento lógico y católico y el instinto natural y mitológico transcurría una confrontación entre el hombre invasor (blancos y negros) y una especia humana no aceptada, catalogada como animales salvajes y llamada indios.
[Contamos lo que nos contaron los abuelos sin poder comprobar la caracterización que se hizo del grupo humano que por cientos de años fue guardián de la sierra del Perijá, porque no encontramos registros históricos; pero contamos una historia real que aunque cargada de simbolismo fue un acontecimiento de gran trascendencia en esta vasta región de nuestra olvidada Colombia; con esta historia queremos visibilizar a un pueblo amerindio ambientalista y guerrero que sufrió el aniquilamiento de la mayoría de pueblos ancestrales…]
Continuará…
Rafael Pérez Gómez
5 Comentarios
Leer la narrativa de Rafa me arruga el corazón y me pellizca el alma. Gracias Dios por darme la gracia para parir a este ser humano maravilloso que tú has dotado de talentos artístico.
Rafa, excelente narrativa y descripción de los orígenes de nuestra raza, porque todos pertenecemos un poco a cada uno de ellos. Cuando te leo, me parece transportarme a esa hermosa pero terrible época y a la vez no puedo evitar compararla con la que vivimos hoy en día. Lastimosamente, a pesar de tantos años de diferencia, seguimos en las mismas. Indios"defensores" contra invasores ; pero esta vez los invasores son de nuestra propia sangre, la ambición y el hambre por el poder nos lleva atacarnos a nosotros mismos, acabando con nuestra naturaleza y en contra de todo principio.¡Sigue adelante! Mientras Dios me de fuerzas te seguiré leyendo.
Rafael gran trabajo periodístico al recuperar tanta memoria a través del testimonio oral de los abuelos, quienes son la encarnación viva de la sabiduría. Si aún tienes contacto con tus fuentes, sería interesante preguntarles sobre yagé, ¿cuál era su relación con esta bebida ancestral de las tribus en el amazonas? ¿La usaban ellos también?. ¿Cómo era su visión del mundo espiritual?.
Mientras leía este texto me sentía e vuelta en una historia real. Pude percibir que tienes un amor grande por Colombia especialmente por tu tierra. Tu narrativa nos ayuda a conocer y comprender la historia desde otro tipo de lectura, acrecentar el amor patrio y cultural.
Solo con deleitarse con cada frase impresa en esta historia, se puede apreciar la inmesa vivencia de un pasado que aun redunda en nuestras vidas. Hay que ver que la historia hace presencia en los jóvenes como tu, que inquietos por la cultura de los pueblos hacen que cada momento sea una realidad en el presente. Tus escritos son postres a mi lectura.
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